No sé necesita mirar u oír mucho para darse cuenta de que el mundo de la actualidad está lleno de terribles problemas. Se designan comisiones, se nombran grupos de trabajo y se refuerzan los elementos de seguridad en un intento por controlar a una generación rebelde y desmandada. A una generación de confusión, llena de paradojas, donde la gente es más inteligente que nunca antes y sin embargo no encuentra respuestas; más rica que nunca pero con más pobreza por todas partes; que produce más alimento que nunca pero donde hay más gente hambrienta que antes. Nuestro mundo está enfermo y busca a tientas y desesperadamente una solución para sanar sus males mediante legislaciones que contemplen más atención médica y seguridad social, más ayuda estatal para la educación, más dinero para la exploración espacial y la defensa nacional, sólo para comprobar que esos intentos fracasan y que los problemas siguen multiplicándose.
Es evidente que el problema encierra una falacia de secuencia. El proverbial orden de “el carro delante del caballo” va a la raíz misma del dilema. Los apremiantes problemas de la sociedad actual se pueden rastraer perfectamente en la ruptura de sus hogares. “La influencia de una familia mal gobernada se difunde, y es desastrosa para toda la sociedad. Se acumula en una ola de maldad que afecta a las familias, las comunidades y los gobiernos” (El Hogar Adventista, pág. 27). “El bienestar de la sociedad, el éxito de la iglesia, la prosperidad de la nación, dependen de las influencias que reinan en el hogar” (Consejos para los Maestros, pág. 303).
Hace unos seis mil años un Creador omnisapiente habló para crear (Sal. 33:6, 9) y poner en movimiento un mundo natural perfecto y establecer la unidad básica de la sociedad terrena, el hogar. A los componentes de ese hogar se les dieron ciertas indicaciones y reglas para que fueran felices. De un modo semejante se les concedió la facultad de escoger su modo de proceder. Bebieron del agua pura del Edén, comieron del árbol vivificante, mantuvieron una comunicación directa con el Creador y manifestaron una dedicación leal e indivisa el uno hacia el otro. Luego vino el funesto día en que un intruso, el enemigo de las almas, se aprovechó de un momento oportuno para lanzarse contra este primer hogar perfecto tentando a Eva a quebrantar las reglas. Hallándose sola y sin el apoyo de su compañero, sucumbió y así comenzó la triste cuenta de la degeneración progresiva de la humanidad. El mismo enemigo continúa sus ataques frenéticos de la misma manera en la actualidad, desordenando nuestros hogares, introduciendo cuñas entre esposos y esposas, entre padres e hijos. El resultado es igualmente trágico cuando los esposos y las esposas son negligentes o fracasan en beber de las cisternas de las aguas vivas y comer del pan de vida, para mantener una relación viva con el Creador.
Hace más de cuatro milenios que Dios vio que todo designio del corazón del hombre era malo, y le pesó haberlo creado (Gén. 6:6, 7). Los seres humanos comían y bebían, se casaban y se daban en casamiento (Mat. 24:38). Los hogares y la norma moral de Dios habían sido derribados. A Noé, un hombre justo que caminó con Dios (Gén. 6:9), se le dijo que construyera un arca para salvar un remanente de humanidad, que soportaría un diluvio devastador que destruiría hasta lo último.
Avanzamos en los siglos de la historia sagrada y encontramos registros en los que nuevamente vacila el carácter sagrado del hogar. Esta vez fueron las ciudades de Sodoma y Gomorra. Los habitantes habían llegado a ser penosamente malvados (Gén. 18:20), y a pesar de los ruegos intercesores del patriarca Abrahán, Dios destruyó esas ciudades con fuego y azufre (Gén. 19:24).
Nos encontramos otra vez hoy al borde de una culminación catastrófica al observar que en los datos estadísticos de nuestra sociedad los divorcios igualan en número a los casamientos. Incontables decenas de niños se ven forzados a vivir una situación familiar que no es ni por lejos natural y en verdad nunca estuvo en los planes de Dios. Nos produce un temblor contemplar que la fibra moral de la humanidad se desmorona en crímenes en las calles, tumultos en las universidades y rebelión en las naciones. Ya es tiempo de que coloquemos “el caballo delante del carro’’ y dirijamos una seria mirada a nuestros hogares.
Si pudiésemos aislar el problema del hogar de la sociedad y declarar a todos los adventistas inmunes a los dardos de fuego del maligno en lo que se refiere a sus hogares, todos dormiríamos mejor a la noche. El hecho es que los problemas del mundo y de nuestro país contribuyen a hacer más desagradables los problemas de nuestra iglesia. La fortaleza o la debilidad del adventismo radica inequívocamente en la condición de los núcleos familiares que componen nuestra feligresía. “En el hogar se echa el fundamento de la prosperidad que tendrá la iglesia. Las influencias que rijan la vida familiar se extienden a la vida de la iglesia” (El Hogar Adventista, pág. 287). Una familia bien ordenada y disciplinada influye más en favor del cristianismo que todos los sermones que se puedan predicar” (Id., pág. 27).
Uno no puede dejar de observar el hecho de que cerca de cuarenta páginas del Index de los escritos del espíritu de profecía están dedicadas a catalogar las citas sobre el Espíritu Santo y el hogar. Sólo podemos sacar en conclusión que el gran Dios del universo ha subrayado intencionadamente este asunto.
Examinemos juntos el consejo inspirado. Dios habló mediante David en el Salmo 127:1 diciendo: “Si Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican”, y en el versículo 3 del mismo Salmo leemos: “He aquí, herencia de Jehová son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre”. Las responsabilidades parentales serían de temer si no mediaran las promesas y el consejo de Dios. Aun con su consejo el desafío se mantiene.
La relación de amor de Dios con el hombre tiene mucho en común con las relaciones entre esposos y entre padres e hijos (Col. 3:18, 19; Efe. 5:33). El ingrediente más importante en un hogar lleno del Espíritu es el amor.
El hogar lleno del Espíritu debe comenzar con un esposo lleno del Espíritu y con una esposa llena del Espíritu. Esas condiciones no se dan cumplidas porque sí. Demandan esfuerzo diligente de parte de cada uno. “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no es indecoroso, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, más se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Cor. 13:4-7). Esta es la definición que Dios hace del amor y presenta la fórmula que mantendrá seguro el vínculo matrimonial. El éxito sólo puede garantizarse si se tienen en cuenta ciertas normas cuando se establece un hogar. “El amor no puede durar mucho si no se le da expresión. No permitáis que el corazón
de quienes os acompañen se agoste por falta de bondad y simpatía de parte vuestra” (El Ministerio de Curación, pág. 278). Inclúyase a Jesús como tercer integrante de esa empresa y que la diaria comunicación sea con y a través de él. Establézcase una norma de culto. Quizá haya que hacer ajustes en el programa personal, pero es esencial que la familia mantenga contacto diario con su Hacedor.
En su libro A Second Touch, página 42, Keith Miller habla del problema que tenían en su familia tratando de ordenar el asunto del culto. Lo llamaron “la hora de la familia” y decidieron organizar un programa rígido para llevarlo a cabo todos los días después de la cena. El teléfono sonaba constantemente, había que limpiar la mesa, lavar los platos. Las tareas domésticas se prolongaban y todos iban a la cama tensos y malhumorados. De pronto comprendieron que no era Jesús el que necesitaba tener un altar familiar en la casa, era la familia Miller. Descubrieron que para ellos era mucho mejor, por su situación, tener un momento de regocijo y descanso espiritual juntos antes de acostarse.
Con frecuencia en nuestra ansiedad por hacer las cosas bien podemos destruir el bien que intentamos realizar. Lo importante es que permitamos que los elementos del amor nos unan como familias temerosas de Dios que oran.
Probablemente el momento más crítico en la experiencia de un hogar es cuando llegan los hijos y nos encontramos siendo padres. La excitación y la emoción de la paternidad es sin igual, pero cuando aquel “manojo de dicha” hace conocer sus necesidades físicas sin tener en cuenta la hora del día o la comodidad de los padres, es probable que aparezca la tensión entre los padres o entre los padres y el hijo. No es hazaña pequeña mantener el espíritu de Cristo durante este período de ajuste. Más de un problema hogareño puede tener su origen en este particular período de la experiencia matrimonial. Las atenciones deben compartirse en adelante; ha nacido una nueva dimensión de la vida. Dios en su providencia debe haber previsto las oportunidades para desarrollar el carácter que proporciona la educación de la familia. Desde el momento en que un niño llega al hogar, los padres deben ser doblemente cuidadosos con sus palabras y su influencia. Podemos tener éxito únicamente si recabamos del Señor fortaleza y orientación. “Los hijos serán en gran medida lo que sean sus padres” (El Ministerio de Curación, pág. 287). Si nuestros hogares han de ser verdaderamente llenos del Espíritu, todo miembro de la familia sentirá la necesidad de tener a Jesús en el corazón. “Cuando Cristo está en el corazón, se le trae a la familia. El padre y la madre sienten cuán importante es vivir en obediencia al Espíritu Santo para que los ángeles celestiales, quienes sirven a los que han de heredar la salvación, los atiendan como maestros en el hogar y los eduquen y preparen para la obra de enseñar a sus hijos” (El Hogar Adventista, pág. 291).
Nunca se puede hablar en demasía del factor amor entre los miembros de la familia. Hace algún tiempo se realizó un extenso estudio sobre bebés e infantes, y en el Reader’s Digest de febrero de 1963 apareció luego un informe, “El terrible poder del amor humano”, por Ashley Montagu. El autor afirma que “sabemos ahora por las observaciones independientes de un número de médicos e investigadores que el amor es una parte esencial de la nutrición de todo bebé y que a menos que se lo ame no crecerá ni se desarrollará como un organismo sano en sus aspectos psicológico, espiritual o físico. Aun cuando en su aspecto físico esté bien alimentado, puede no obstante ir a menos y morir… La carencia del amor y el afecto normales puede resultar en una real deficiencia de crecimiento y en enanismo”. Más adelante dice que “si la privación emocional puede ocasionar graves retardos en el crecimiento y el desarrollo físico, los efectos sobre el desarrollo de la personalidad y la conducta aparecen aún como más severos. El criminal, el delincuente, el neurótico, el psicópata, el asocial y otras formas similares de conducta desafortunada pueden rastrearse, en la mayoría de los casos, hasta una niñez falta de verdadero amor y de estabilidad emocional”.
El problema con muchos padres de la actualidad es que definen erróneamente el amor. Creen que es suficiente darle al niño alimento, techo y vestido. Es mucho más fácil dar cosas que darnos a nosotros mismos. J. M. Drescher, en su artículo “Now is the time to love”, publicado en These Times, marzo de 1970, dice: “No nos lamentemos del niño que no tiene una bicicleta o cuyos padres no le pueden comprar una enciclopedia. Compadezcamos al niño cuyos padres no tienen tiempo para vivir con él, para enseñarle, para jugar con él, para expresarle el amor que sienten en muchas, muchas maneras.
“Ahora es el tiempo de amar. Mañana el bebito ya no necesitará que lo acunen; el chiquitín haciendo pinitos ya no preguntará ‘¿por qué?’; el escolar ya no necesitará ayuda para sus lecciones ni traerá a casa a sus amigos para divertirse un rato. Mañana el adolescente habrá hecho sus grandes decisiones, y mañana recordaremos el tiempo que empleamos o dejamos de emplear para nuestra familia.
“Hace un tiempo un juez participó los comentarios de un joven infractor acerca de su padre, un hombre respetable de la comunidad: ‘Siempre oí que mi padre era un hombre excelente —dijo el muchacho—, pero nunca lo conocí. No tenía tiempo para mí’”.
“Padres… combinad el cariño con la autoridad, la bondad y la simpatía con la firme represión. Dedicad a vuestros hijos algunas de vuestras horas de ocio; intimad con ellos; asociaos con ellos en sus trabajos y juegos, y ganad su confianza” (El Hogar Adventista, pág. 199).
Además de una generosa porción de amor, nuestros hijos anhelan la seguridad del ejemplo y la orientación del adulto. La juventud de hoy clama contra la hipocresía y el mal desempeño por parte de los padres y de todos los adultos. Es tiempo de que mostremos a Jesús a nuestros hijos. En el libro ya citado de Miller, pág. 48, dice: “Creo que si un esposo y una esposa tratan honradamente de hallar la voluntad de Dios, los chicos de alguna manera se darán cuenta”. Y en la página 46: “Aprendí que los niños ya conocen nuestras debilidades, las manifestaciones de nuestras faltas. Y cuando nos negamos a confesarlas, nuestros hijos ya no piensan que somos fuertes, sino que, o somos falsos o no podemos reconocer nuestras flaquezas”.
“No hay obra más noble que podamos realizar, ni beneficio mayor que podamos conferir a la sociedad que darle a nuestros hijos una educación correcta, inculcándoles, por precepto y por ejemplo, el importante principio de que la pureza de la vida y la sinceridad de propósito los calificará inmejorablemente para realizar su parte en el mundo” (Fundamentals of Christian Education, pág. 155).
Si queremos que nuestros hijos oren, tendremos que enseñarles orando con ellos, frente a ellos y por ellos.
Padres, vuestros conceptos sobre la integridad determinarán en gran medida los conceptos de vuestros hijos sobre la integridad.
Madres, la manera en que vestís decidirá en gran medida la manera en que vuestras hijas vistan.
Si deseamos hijos llenos del Espíritu tendremos que ser padres llenos del Espíritu. Las actitudes de nuestros hijos hacia la Iglesia Adventista, el pago del diezmo, la educación cristiana reflejará en forma pasmosamente precisa los sentimientos, expresiones y ejemplos del padre y de la madre.
El principio teórico de los jóvenes drogadictos que dicen a sus padres “no me molestes por las drogas hasta que tú hayas dejado de beber licores” tiene cierta similitud que lleva a reflexionar cuando lo relacionamos con los problemas existentes en nuestros hogares e iglesias.
Permítanme compartir una convicción personal que atañe a nuestro asunto. Creo que los jóvenes, en su mayoría, son bien capaces de llevar más responsabilidades de las que les estamos confiando. Creo, además, que a menos que incorporemos en los años de su educación un entrena- miento en distintos ramos de servicio y una preparación para hacer frente a las realidades de la vida, arrostrarán la adultez completamente inhabilitados para asumir responsabilidades. Esta es una de las mayores diferencias entre nuestra sociedad urbanizada de hoy y la manera en que algunos de nosotros crecimos años atrás. Es animador observar que un gran número de jóvenes adventistas se está ofreciendo voluntariamente para servir en el ámbito local o en países de ultramar. Seguramente el Señor está motivando esto. Sepamos usar con provecho esas energías frescas.
Para concluir, si el vuestro es un hogar feliz y lleno del Espíritu, quiera el Señor seguir añadiendo sus bendiciones hasta que pronto él venga. Si veis que hay áreas donde deben realizarse mejoras y/o cambios, hacedlos. El Señor os fortalecerá y guiará. El quisiera que cada hogar fuera lleno del Espíritu. Si reconocéis que se han desperdiciado oportunidades y veis que es demasiado tarde para frenar y contener vuestros hogares, mantened el ánimo. Nunca cejéis. Id a ese hijo o a esa hija, disculpaos si es necesario y aseguradles vuestro permanente amor e interés. Estamos cerca del fin de todas las cosas y la Palabra de Dios indica que este modo de proceder sucederá con seguridad en los últimos días (Mal. 4:6, 7). Una descripción de esta profecía que se halla en The Story of Redemption expresa: “El corazón de los padres se volvió hacia sus hijos, y el corazón de los hijos hacia sus padres… Se hicieron sinceras confesiones y los miembros de la familia trabajaron por la salvación de los más cercanos y estimados”.
Quiera el Señor llenar así nuestro corazón y nuestros hogares con su Espíritu, para que su iglesia pronto pueda ser victoriosa.
Sobre el autor: Presidente de la Asoc. Central de California