“Durante años, soñé con el día en que mi esposo entregaría su vida a Cristo y seria bautizado. Ahora, lloro, sintiendo que es muy tarde.”

Corría el 7 de enero, cuando los exámenes realizados a mi esposo, de 81 años, mostraron células muertas en su cerebro. Su memoria y su habilidad cognitiva se estaban deteriorando. Hoy, ese oficial jubilado de la Marina norteamericana, que una vez administró millones de dólares de la Institución, es incapaz de operar una sencilla tarjeta de crédito. Cuando viajamos, solo observa el escenario; yo pago todas las cuentas y compro la comida. Ya no siento el toque suave de sus manos que, en el pasado, estaban tan rápidas y ágiles en retribuir saludos de sus superiores y colegas, especialmente en las muchas ocasiones en que recibió condecoraciones. Aquella mente matemática, detallista, exacta, agudizada durante años de actividad financiera, perdió su agilidad.

El 5 de febrero, se le diagnosticó demencia vascular, algo semejante al Mal de Alzheimer. El diagnóstico no alivió mis temores. Pero, con la lucidez que mi marido todavía conservaba, poco tiempo después me sorprendió manifestando interés en hacerse adventista. Había frecuentado la iglesia, conmigo, y en los últimos seis años aprendió a admirar a nuestro pastor.

Los hermanos de nuestra clase de Escuela Sabática siempre lo incluyeron con amor y preocupación sinceros. Saben que sus comentarios revelan cuán poco conoce del amor de Dios y de la operación de su plan en nuestra vida, pero se alegran en incluirlo en el círculo fraterno y lo aman por lo que es.

La información de que mi esposo quería unirse a la iglesia me sumió en una mezcla de emociones. Durante muchos años, oré para que fuese impresionado por el Espíritu Santo. Varias veces lo escuché decir que jamás sería adventista, y oré fervorosamente para que apareciera alguien a quien admirara y respetara, y le mostrase interés en su salvación. En muchas ocasiones cuestionó mis convicciones, pero su actitud argumentativa me mostró que mi parte era pedir que Dios me ayudara a vivir mi fe y mantener mi estilo de vida, sin presionarlo con respecto a sus elecciones personales.

“¿Por qué?”, pregunté a Dios. ¿Por qué ahora, cuando está mentalmente deteriorado e incapaz de comprender plenamente el paso que pretende dar? ¿Por qué no sucedió antes, cuando él podría haber tenido mayor capacidad de escuchar, comprender y aceptar?

Sin tener respuestas para estas preguntas y sabiendo que no me cabía decidir con respecto a la validez de su interés, coloqué el problema en las manos del pastor, que era tan amado y respetado por mi esposo. Y oré para que Dios le diera la sabiduría necesaria para saber tratar con el hombre que amo. Pocos días después, el pastor vino a nuestra casa y, con mucha sensibilidad, habló acercar del asunto. Sí, mi marido estaba interesado, pero necesitaba desligarse de la Iglesia Metodista. Algunas semanas después, el pastor nos visitó nuevamente, y hubo más interacción y conversación espiritual.

Demora y frustración

Las semanas pasaron y esperé por el pastor, mientras que la mente de mi esposo, si bien funcionaba, daba señales de continuo deterioro. Cada día perdía un poco más. Oré para que el pastor tuviera tiempo para invertir en la oración, la orientación, la instrucción y el aconsejamiento con él, de manera que cuando se desligara de su iglesia anterior estuviese listo para dar el siguiente paso.

Siempre fui consciente de que este candidato no podía ser tratado de manera común. Mi marido, hoy, es incapaz de comprender las 28 doctrinas fundamentales; y el vivirlas es un asunto todavía más complicado. “El plan es tuyo, Señor -clamo-. Conoces su corazón. Sabes cuánta capacidad cognitiva le queda todavía. También sabes que no soy la persona adecuada para conducirlo a ese compromiso; creería que lo estoy controlando. Está a tu disposición. Conoces sus antecedentes, y también sabes que, dado que su mente se debilita cada día, este es un asunto urgente. Por favor, Padre, envía el auxilio necesario, mientras todavía pueda responder a la pregunta más vital de la salvación: la relación con Jesucristo, su Salvador”.

De abril pasamos a mayo; y me encuentro luchando con sentimientos de frustración hacia el pastor: mi esposo, ¿no es tan importante como para ser incluido en su agenda? ¿Acaso la enfermedad es un factor que lo desanima? Cuando me arrodillo para orar, la ira se convierte en una pared entre mi corazón y el Trono de Dios. Mientras las emociones negativas fluían de mi corazón, escuché una voz: “Si tu hermano peca contra ti, ve…” Dos días después, fui a la oficina del pastor y le abrí mi corazón, admitiendo que sentía ira, y le dije que no podía comprender el aparente descuido de mi esposo, especialmente considerando su enfermedad.

Se disculpó bondadosamente; estaba muy ocupado. Dijo haber apreciado mi visita para tratar el asunto, y se abocaría al caso. Oramos, y nuevamente me alegré. ¡Habíamos encontrado la solución!

Más indignación

No pasó mucho tiempo, que tuvimos otra visita del pastor. Sus palabras de despedida fueron: “Hágame saber cuando la cuestión de la Iglesia Metodista esté resuelta”. Pero todavía continúo esperando y orando porque, aun cuando esperemos que se resuelva eso, la preparación de mi esposo puede continuar simultáneamente, mientras todavía haya alguna habilidad cognitiva.

Tercera semana de junio. Fuimos a la Iglesia Metodista, para la finalización del proceso de desvinculación. Todo transcurrió normalmente. Finalmente, estaba libre para ingresar en su nueva iglesia. No fue una decisión súbita ni fácil. Junto con el hecho de que era un oficial de Marina, mi esposo administró las finanzas de una gran iglesia metodista en nuestra ciudad. Tenía el título de “ministro diaconal”, honra concedida a líderes y administradores laicos por esa iglesia. Este título siempre fue muy importante para él. No le era fácil embarcarse en una nueva empresa.

Dieciséis de junio. Telefoneé al pastor y le comuniqué que mi esposo estaba libre para dar el gran paso, comenzando una nueva vida como miembro de la Iglesia Adventista. Otro chasco: Descubrí que, una semana más tarde, el pastor se ausentaría del país por tres semanas. Si le era posible, me dijo, nos visitaría rápidamente. Cuando volviera del viaje, cuidaría de la preparación de mi marido para el bautismo. Pero algunas semanas más… ¿Por qué, Señor? ¿Cómo se encontrará su mente para esa ocasión?

El último sábado de julio, el pastor estaba en la iglesia antes de salir de vacaciones. Mi esposo estaba presente, pero me pidió que le diera este recado: “Dile al pastor que no predique en la iglesia hasta el día en que me convierta en miembro”. Era un pedido infantil pero; en nuestra necesidad, nos comportamos infantilmente. Le entregué el recado al pastor y él se sonrió.

“¿Cree que su esposo desea ser bautizado?” La pregunta me fue hecha allí mismo, en la Recepción, donde nos encontrábamos. Realmente, sabíamos que el bautismo por inmersión podría ser un gran obstáculo, pues mi esposo siempre se refería a ese proceso con cierta reserva. Compartí con el pastor la reacción de él cuando dialogamos acerca de esta cuestión la semana previa. Mi marido había dicho: “No me gusta la idea de ser sumergido en agua, pero estoy deseoso”.

Julio. Pasadas las tres semanas, oraba por la seguridad del pastor y su familia, que estaban de viaje. Contaba los días para que, al final, pudiéramos llegar a buen término.

Corazón sangrante

Finalmente, llegó el día en que el pastor estaría de regreso. “Paciencia —me decía—. Dale un poco más de tiempo; está atento al problema”. Pasaron dos semanas. El pastor me llamó para hablar del asunto y, durante la conversación, me informó que viajaría al Concilio de pastores que comenzaría la semana siguiente. Pero, al regresar, entraría en contacto. Eso nos llevó a mediados de agosto. Tercera semana de agosto, y nada. El último sábado del mes escuché que el pastor estaría fuera nuevamente una semana más; y recién estaría de regreso el viernes de noche.

Mi corazón se partió nuevamente.

Pasaron cinco meses desde que comenzó todo este proceso. Nuevamente, estoy sintiendo ira, rabia, frustración y aflicción. ¡Me gustaría que alguien sacase esto de dentro de mí y lo sustituyese por alegría! Pero no puedo. Nuestro pastor es un predicador excepcional. Siempre tiene palabras bellas, impresionantes. Su predicación es impecable y cautiva la atención de los oyentes. Su personalidad es magnética; pero mi desilusión y aflicción tienden a oscurecer todo eso. Mi corazón está sangrando.

Diálogo espantoso

Decidí que era tiempo de que yo misma, con mucho tacto y sensibilidad, le hiciese a mi esposo algunas preguntas vitales. No tenía la intención de hacer eso pero, como el pastor no aparecía, a esta altura era importante tomar la iniciativa: Necesitaba descubrir a qué grado su demencia había invadido y destruido su capacidad cognitiva durante los cinco meses anteriores. Escogí un momento de tranquilidad, cuando siempre fue más receptivo.

Inicié el diálogo:

-He pensado acerca de tu deseo de convertirte en adventista. Tal vez, tengas algunas preguntas que podría ayudarte a responder. ¿Hay algo que te preocupa con respecto a las diferencias entre las creencias adventistas y lo que entiendes, o no?

La respuesta fue:

-Evolución.

Esta vez, no temió expresar sus convicciones. En el pasado vacilaba un poco, inclinándose discretamente hacia el lado de la Teoría de la Evolución.

–¿Crees en la Biblia como la Palabra de Dios, que es la guía esencial para nuestra vida –pregunté?

Su respuesta:

-La Biblia fue escrita por hombres. No sabemos cuántos cambios fueron realizados en ella.

Continué el cuestionario:

—¿Comprendes el tema del sábado? ¿Lo que realmente significa?

Respondió:

—No creo que el día de descanso sea importante. Puedes guardar el sábado los viernes o cualquier otro día.

Cierta vez, él había reprendido a una visita al notar que no respetaba mis creencias con respecto al sábado. Pero continué:

-¿Entiendes lo que le sucede a una persona cuando muere?

-No sé -dijo él-. Creo que el cuerpo se descompone; pero hay algo que no comprendo… ¿Qué le sucede al espíritu?

En alguna ocasión anterior, tuve la impresión de que concordaba con nuestra manera de creer. Le pregunté, entonces:

-¿No te incomoda el hecho de que ya no serás un ministro diaconal?

-No -fue la sorprendente respuesta, porque eso era muy importante para él.

-¿Estás interesado en ser bautizado? -continué preguntando.

-No creo que sea necesario. Es como ingresar en cualquier club.

-¿Estás diciendo que cambiaste de idea, y que ya no deseas ser bautizado? —insistí.

-Así es, ya no quiero ser bautizado -respondió.

—¿Todavía quieres ir a la iglesia conmigo y formar parte de ella, aun sin ser bautizado; o quieres regresar a tu iglesia anterior? -pregunté nuevamente.

Su respuesta:

-Quiero ir contigo a la iglesia, pero no necesito ser bautizado para hacer eso.

Entonces, hice la pregunta más importante:

-¿Crees que Jesús descendió del cielo, se convirtió en hombre para vivir con nosotros y por nosotros aquí?

Respondió:

-Es posible.

-¿Comprendes y crees que murió por tus pecados, de manera que podrás vivir con él en el cielo?

-Es posible -nuevamente fue su respuesta.

-¿Crees que Jesús vendrá a buscar a su pueblo, a fin de estar con él para siempre?

-Es posible -repitió.

Esta es la verdadera historia. Mi dolor es profundo. Estoy angustiada. Me pregunto: “¿Por qué? ¿Cómo pudo suceder?” Teníamos una ventana abierta; pero me parece que está cerrándose lentamente, con el deterioro de la mente de mi marido. Sé que Dios no está limitado por reglas arbitrarias de conversión o a un determinado número de creencias fundamentales. También sé que no está atado por nuestras, a veces, poco acertadas, fórmulas de atraer personas a la iglesia. Sé que prometió el cielo al ladrón crucificado junto a él. Sé que su amor está más allá del tiempo y del espacio.

Durante años, soñé con el día en que mi esposo entregaría su vida a Cristo y sería sepultado en las aguas bautismales. Ahora, estoy terriblemente triste; ahora, derramo lágrimas con el sentido interior de que es demasiado tarde para que eso suceda. Tal vez, podamos hablar con él acerca de la necesidad de ser bautizado. Pero a esta altura, ya no sabe lo que significa “morir” ni podría saber lo que implica la “resurrección”. En ese caso, mi despedazado corazón experimentaría una falsa victoria. Sé que la relación con Jesús es el principal factor de salvación. Pero, no tiene eso. ¿O lo tiene? No lo puedo decir; no soy el Juez.

“Señor, tu Espíritu Santo nos abrió una ventana de oportunidad cuando colocaste en el corazón de mi esposo el deseo de ser bautizado. En sí mismo, eso fue un milagro. ¿Por qué no apareció el pastor? ¿Por qué no agilizó el proceso? Pero, eres el Dios de los milagros, y puedes hacer otro milagro: dar una vislumbre de tu Trono.

“Padre querido, confío la eternidad de mi esposo a un Dios omnisciente, todopoderoso y amoroso. Sabes cuándo, dónde y cómo, o si hubo alguna chispa de lucidez en la mente de mi esposo, a través de la que pudo escuchar tu promesa: ‘Querido hijo, estarás conmigo en el paraíso’.

“Por favor, Señor, escucha el grito de mi corazón”.