El estrépito de los fuegos artificiales se extinguió. Su resplandor desapareció. Al humo se lo llevó el viento. Toneladas de explosivos reventaron en todo el mundo. El anhelo popular se satisfizo, las supersticiones y las previsiones una vez más quedaron en el olvido. Hubo excesos en la comida y la bebida, se agotaron las existencias de alimentos y los hoteles estaban abarrotados. Cada uno a su manera, de acuerdo con sus posibilidades económicas, disfrutó de excursiones y giras turísticas nacionales e internacionales.

            Era la mañana del 1° de enero del año 2001. Era un amanecer silencioso. Ese primer día tenía cara de resaca, y la gente el aspecto de un fin de fiesta. Era el regreso a la realidad común, mecánica y repetida. La única novedad era la forma de denominar el nuevo siglo: XXI, y el nuevo año: 2001.

            Sólo seis generaciones han tenido el privilegio de entrar a la vez en un nuevo siglo y un nuevo milenio. ¿Cuál habrá sido el más importante de los milenios de la historia de la Tierra, el que dejó con nosotros más lecciones, alegrías, felicidad y un estilo de vida mejor? Ya tuvimos el siglo de las luces, del átomo, e iniciamos, en el siglo pasado, el de la genética.

El primer milenio

            El primer milenio podría llamarse el milenio de la longevidad. En la década de 1980 había en Inglaterra 271 personas con más de 100 años. En 1994 eran 4.400, y en 1998 había cinco mil con más de 100 años, lo que se consideró un avance estupendo. En el milenio de la longevidad tuvimos cinco patriarcas que pasaron los 900 años. Eso significa que necesitaríamos nueve de las generaciones actuales para igualar a una del primer milenio. Un patriarca llegó a los 800 años; otro a los 700. El que más vivió llegó a los 969 años: Matusalén. El último que llegó a los 900 años fue Noé, dueño del primer astillero naval. El barco que construyó medía 180 metros de largo, 90 de ancho y 18 de altura. Tema tres pisos. El primer pasajero fue el mismo Dios. Hubo un patriarca que no murió ni morirá: Enoc.

            El primer mileno se destacó no sólo por la longevidad de la gente, sino también por su vigor físico, mental, intelectual y científico. Los hombres del primer milenio aprendieron la historia de la creación por medio de Adán. Dios lo instruyó en todo el conocimiento del mundo material. La sabiduría religiosa y científica de la actualidad sencillamente no se puede comparar con la de él.

            Adán fue testigo de los acontecimientos de nueve siglos; los hombres, en ese tiempo, tenían una memoria insuperable, capaz de aprender y retener. Siete generaciones vivieron sobre la Tierra simultáneamente, con la oportunidad de consultarse entre sí y aprovechar cada cual los conocimientos y la experiencia de todos. La inexistencia de un lenguaje escrito estaba totalmente compensada por ese enorme vigor físico y mental. La gente tenía excelente memoria, capacidad para aprender y retener lo que se le comunicaba, y para transmitir a su vez fielmente todo eso a la posteridad.

            Ese fue también el milenio del equilibrio natural, de la calidad de vida y de la existencia de santos en la Tierra: “A pesar de la iniquidad que prevalecía, existía un linaje de hombres santos que, elevados y ennoblecidos por la comunión con Dios, vivían como si estuvieran en la compañía del Cielo” (Patriarcas y profetas,p. 84). Eran hombres de sólido intelecto y maravillosas realizaciones.

            Las Sagradas Escrituras mencionan sólo unos pocos de los más notables, pero durante todos esos siglos Dios tuvo fieles testigos, adoradores sinceros, de corazón. Enoc fue el que más se destacó. Aprendió de los labios de Adán. “Por medio de sus santos ángeles, Dios le reveló a Enoc su propósito de destruir el mundo por medio de un diluvio” (Ibíd.,p. 85). ¡Qué milenio!

Otros milenios

            Los acontecimientos que siguieron al primer milenio no le pertenecieron exclusivamente a ese período. En los milenios segundo y tercero tuvimos las destructivas catástrofes del diluvio y la destrucción de Sodoma y Gomorra. El pecado, la perversión, el crimen y la corrupción avanzaron con extraordinaria rapidez. La generalización del mal y el rechazo de los ruegos del Espíritu recibieron justas retribuciones de parte del Creador.

            También tenemos el episodio de la Torre de Babel, el surgimiento, la esclavitud, la liberación y la fundación de la nación israelita, y sus momentos de gloria con David y Salomón.

            En los milenios cuarto y quinto, la Historia registra la aparición de los poderosos reinos universales con Nabucodonosor y Belsasar en Babilonia, con Ciro y Darío en Medo- Persia, con Alejandro y sus cuatro generales en Grecia y, por fin, el reino de los Césares romanos posteriormente dividido en diez naciones más pequeñas, muchas de las cuales todavía existen en la vieja Europa. También aparecieron los informes relativos a la cultura y la ciencia, y a los avances tecnológicos de los milenios quinto y sexto.

            En los dos últimos milenios se modificaron las costumbres, el comportamiento y el estilo de vida. El nacimiento de Cristo, sus enseñanzas, su vida, su muerte y la predicación apostólica cambiaron el curso de la historia y el cómputo del tiempo. Todo pasó a denominarse antes y después de Cristo.

            Vivimos 1.260 años de oscuridad y de negación de las libertades. El mundo se volvió semejante al de antes del Génesis, es decir, un tenebroso abismo. Entonces surgió un monje, Martín Lutero, que rescató la Palabra de Dios e iluminó así el camino de la humanidad.

            ¿Qué se dice acerca del año 2000? No recorrió la trayectoria de los anteriores. “Desafíos interminables”. “Una sistemática amenaza adicional que gana terreno: la pobreza”. “Los grandes no consiguieron dar un pasito”. Éstos son sólo algunos de los títulos que aparecieron al año pasado, y que nos revelan cuán difícil fue la situación. Y no estamos hablando acerca de la violencia, la inmoralidad y la corrupción, que alcanzan hasta algunas personas que deberían ser ejemplos de probidad y honradez.

            Ya pasaron seis mil años y, para la decepción general, todavía no apareció ni un gobernante, ni una filosofía política suficientemente capaz de mejorar el mundo. Se cumplen así las palabras del apóstol Pablo: “Mas los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados” (2 Tim. 3:13). Isaías 24 es el capítulo de la ecología: “Se destruyó, cayó la tierra… y la tierra se contaminó bajo sus moradores; porque traspasaron las leyes, falsearon el derecho, quebrantaron el pacto sempiterno… la maldición consumió la tierra” (Isa. 24:4-6).

            Las grandes ciudades se están transformando en enormes basureros donde vemos gente que “come desperdicios para no morir”. Nos estamos convirtiendo en pigmeos y enanos. Se termina el amor y comienza el imperio de la licencia y la perversión. El matrimonio le está cediendo su lugar al divorcio, y la longevidad se calcula en 70 años. La sociedad es más amiga de los placeres que de Dios, sin afecto natural y sin amor. Jesús dijo: “Así también vosotros, cuando veáis todas estas cosas, conoced que está cerca, a las puertas” (Mat. 24:33).

El milenio del futuro

            El milenio que acaba de comenzar constituye el telón de fondo del milenio apocalíptico, el milenio de Dios. Será escenario de acontecimientos gloriosos, jamás vistos. Experimentaremos lo inimaginable. Aunque esté próximo, no podemos señalar en un calendario la fecha de su comienzo. Pero los acontecimientos nos dicen que no tardará. El escenario está preparado, el telón levantado, los actores están ensayando una y otra vez.

            Asistimos a un creciente, osado e irrespetuoso atentado al gobierno, el carácter y la Ley de Dios. Paralelamente se está instalando un régimen económico que conducirá a la promulgación de leyes opresivas y decretos de pena capital contra las minorías que insisten en obedecer a Dios. Serán condenados los que ostenten profesión de fe, pero sin permitir que los santifique la obediencia a la verdad, y una multitud escuchará el clamor: “¡Salid de ella, pueblo mío!”

            En el mundo religioso, social, político y natural observaremos acontecimientos de verdadera magnitud. Pero amanecerá un nuevo milenio. Jesús vendrá con la gloria de su Padre, con la propia y con la de los ángeles. “Porque el Señor mismo, con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros, los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes, para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tes. 4:16, 17).

            Entonces se escuchará el son de millares de trompetas. El resplandor del cortejo celestial superará al del Sol. Los impíos vivos, al no poder soportar esa gloria, morirán. De los sepulcros saldrán los fieles, provistos de inmortalidad y glorificados. A ellos se les reunirán los santos vivos y transformados. Y con la cabeza erguida exclamarán: “Éste es nuestro Dios, a quien hemos esperado”. La familia de Dios estará reunida. El rescate que se pagó en la cruz se completará cuando los salvados dejen este sufrido y destruido planeta. A medida que la multitud capitaneada por el Rey de gloria ascienda hacia el ciclo, un silencio aterrador invadirá la Tierra desolada y vacía. En la atmósfera ya no se percibirá luz; las montañas y las colinas seguirán temblando, no habrá nadie sobre la faz de la Tierra, fuera de los cadáveres en estado de putrefacción; todo será un inmenso desierto cubierto por los escombros de las ciudades destruidas.

            Durante seis mil años Satanás y sus ángeles se trabaron en lucha contra Dios, llenando la Tierra de miseria y provocando el pesar de todo el universo. Durante seis mil años su único deleite fue tentar, seducir, engañar, prostituir, falsificar, mistificar, secuestrar, arruinar y contaminar. Pero entonces, por mil años, la Tierra será la morada de su soledad (Apoc. 20:1, 2).

            Mientras eso suceda en la Tierra, reinaremos en el cielo con Cristo durante mil años (Apoc. 20:6), participaremos del juicio de los impíos y de los ángeles caídos (Apoc. 20:4; 1 Cor. 6:3). Cuando termine ese período, la Nueva Jerusalén se establecerá en la Tierra (Apoc. 20:7-9; 21:2, 3).

            Es el milenio de lo que nunca hemos visto, oído ni imaginado. De él, el vidente de Patmos tuvo algunas vislumbres (Apoc. 21, 22). Después de él, ya no habrá más milenios ni siglos. Viviremos por toda la eternidad con Dios y los redimidos de todos los tiempos.

            Será el milenio de la restauración de la vida, porque no habrá más noche, ni llanto, ni clamor ni dolor. Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos (Apoc. 21:4). Será el milenio de la restauración de la salud. “No dirá el morador (de Jerusalén): ‘Estoy enfermo’ ” (Isa. 33:24). También de la restauración de la ética: “Y en sus bocas no fue hallada mentira, porque son sin mancha delante del trono de Dios” (Apoc. 14:5). No habrá más conflictos. “Nunca más se oirá en tu tierra violencia” (Isa. 60:18). “Y el efecto de la justicia será paz; y la labor de la justicia, reposo y seguridad para siempre. Y mi pueblo habitará en moradas de paz, en habitaciones seguras, y en recreos de reposo” (Isa. 32:17,18).

            Será el milenio de la justicia social: “No tendrán hambre ni sed” (Isa. 49:10). “Y tu pueblo, todos ellos serán justos, para siempre heredarán la tierra” (Isa. 60:21). Y edificarán casas, y vivirán en ellas. Plantarán viñas y comerán de su fruto. No habrá más mendigos, ni chicos de la calle, ni villas miseria ni guetos. No habrá nadie sin tierra ni techo.

            Tampoco habrá más inmoralidad. La naturaleza carnal habrá muerto, porque el Señor “transformará el cuerpo de la humillación (bajeza) nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya” (Fil. 3:21). Sabemos que cuando él se manifieste seremos semejantes a él. Será el milenio de la adoración. “Y de sábado en sábado vendrán todos a adorar delante de mí, dijo Jehová” (Isa. 66:23).

            El Señor compartirá con nosotros lo que él es, es decir, su santidad, su inmortalidad y su eternidad. Dentro de poco veremos su rostro y viviremos para siempre en su bendita compañía. Los acontecimientos que anuncian el futuro milenio se desarrollarán rápidamente. Debemos emplear al máximo nuestros talentos en la tarea de ayudar a preparar hombres y mujeres con fin de que participen de la gloria venidera. Nosotros mismos debemos estar preparados. En nombre de Dios, no descuidemos esto.

Sobre el autor: Secretario de la Asociación Ministerial y evangelista jubilado. Reside en Brasilia, Distrito Federal, Brasil.