Cristo nos libra, no para que nos volvamos libertinos, sino para que seamos hijos de Dios felices y obedientes, miembros activos y participantes de su familia.

     La comprensión de las enseñanzas de Pablo requiere que estemos familiarizados con su terminología y las situaciones a las que se está refiriendo. Algunos de los temas que aborda no son tan importantes hoy, pero otros siguen siendo bien actuales. Eso es especialmente cierto con respecto a la carta a los Gálatas, que pone en evidencia el equilibrio tan necesario que debe haber entre la fe y la obediencia.

     Para comenzar, Pablo aborda el problema con las siguientes palabras: “Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente. No que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo” (Gál. 1:6, 7). La perversión mencionada aquí se refiere a la médula del evangelio de Cristo, es decir, a la relación que existe entre la fe y la obediencia, en el marco de la salvación del ser humano.

     Pablo identificó dos perversiones. Primera, el intento de llegar a la perfección “por la carne” (Gál. 3:3); esto es, por medio de los esfuerzos humanos. Por supuesto, las buenas obras no tienen nada de malo; el problema consiste en qué pretendemos hacer con ellas. La sutileza del evangelio pervertido consiste en que concentra su esperanza de salvación en el concepto de “Jesús más obediencia”. Supone que las obras otorgan una cierta medida de justicia no sólo para nosotros sino para los demás también.

     La segunda perversión es la idea de un evangelio libertino, que abarata la gracia de Dios, transformándola en una licencia para dar “ocasión para la carne” (Gál. 5:13). La obediencia no pierde su importancia a la luz del evangelio. Jamás Pablo podría invitar a sus lectores a interpretar su entusiasmo por el evangelio como un ataque a la Ley. Su preocupación por una vida justa era la misma que le inspiraba la salvación por la gracia.

DE JUDÍO ACRISTIANO

     Tan convencido estaba Pablo de la verdad de lo que predicaba que dijo: “Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema” (Gál. 1:9). Esa enfática afirmación, mencionada también en el versículo 8, se funda en dos factores.

     El primero es su comprensión de que su evangelio es el fruto de un encuentro personal con Cristo: “Mas os hago saber, hermanos, que el evangelio anunciado por mí no es según hombre; pues yo ni lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo” (Gál. 1:11,12). Ese encuentro le produjo un cambio dramático. Hasta entonces él consideraba que Jesús era una amenaza a la creencia establecida. Como judío tradicional, veía la teología cristiana con horror y desesperación. Celoso en la defensa de su fe, Pablo “perseguía sobremanera a la iglesia de Dios, y la asolaba” (vers. 13).

     El encuentro con Jesús lo indujo a interpretar el Antiguo Testamento a la luz de Cristo. Se volvió claro para él que “todas las promesas de Dios son en el Sí, y en él Amén” (2 Cor. 1:20). Su mentalidad judía se desarmó como consecuencia de la nueva revelación que rasgó el velo a través del cual él siempre leía las Escrituras (2 Cor. 3:14). La antigua esperanza de la salvación por las obras dio lugar a la certeza de la salvación sólo por medio de Cristo (Fil. 3:4-7).

     El segundo fundamento de su convicción fue el hecho de que la iglesia aceptó su mensaje. La revelación que recibió de Cristo constituyó el principal cambio de paradigma, no sólo de Pablo sino también de la iglesia. Algunos creyentes judíos, que no estaban listos para introducir ese cambio, se convencieron de que debían luchar por las prácticas históricas como indispensables para la salvación. El concepto de Pablo frente a esta acritud fue que algunos falsos hermanos se habían introducido “a escondidas, que entraban para espiar nuestra libertad… para reducimos a la esclavitud” (Gál. 2:4).

     Por eso él y Bernabé fueron a Jerusalén a exponer el evangelio predicado a los gentiles. Deseaba que los dirigentes de la iglesia lo examinaran y lo confirmaran. La iglesia, a su vez, debía estar preparada para diseminar esa comprensión y no quedar detenida por las tradiciones y la ortodoxia establecidas, como verdades inmutables. De este modo la iglesia dio un gran paso al reconocer que la comprensión de la verdad es dinámica, y que las enseñanzas y las prácticas del Antiguo Testamento, a la luz del evangelio, se cumplían en Cristo.

PABLO VERSUS PEDRO

     En una ocasión, en Antioquía, Pablo tuvo que defender, de la duplicidad de Pedro, sus afirmaciones acerca del evangelio (Gál. 2:11). Acusó a Pedro de incoherente e hipócrita al reunirse con los creyentes gentiles, y después apartarse de ellos “porque tenía miedo de los de la circuncisión” (Gál. 2:12). Esa gente llegó con una actitud crítica, buscando la oportunidad de atacar a los hermanos que defendían el evangelio. En presencia de ellos Pedro retrocedió, con lo que puso en tela de juicio los principios del evangelio. Pablo lo reprendió severamente.

    Su protesta fue en defensa de esos principios, y de las prácticas del evangelio. El comportamiento de Pedro reflejaba la actitud conservadora y causante de división de los partidarios de la circuncisión. En Jerusalén, él había hablado decididamente en favor de) evangelio libre del andamiaje judío (Hech. 15:10). Pero en Antioquía se puso de parte de los que querían obligar a los gentiles a seguir las costumbres de los judíos.

     Para Pablo no había lugar para la transigencia ni la negociación con los que deseaban conservar los vestigios del judaísmo, combinándolos con el evangelio. “Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado” (Gál. 2:16).

     El tema subyacente aquí es la justificación delante de Dios por medio de la fe en Cristo y no por las obras de la ley. La pregunta todavía es pertinente: ¿Se nos justifica por nuestra conducta o por aceptar los méritos de Jesús en nuestro favor, sin participación alguna de nuestra obediencia? No es sólo un tema de discusión teológica o de argumentación semántica. Es un asunto con el cual tenemos que luchar todos los días. En nuestra experiencia diaria, la fe y la obediencia deben encontrar su correcto lugar y su verdadera función.

     Tres veces (2:16) Pablo argumenta contra cualquier contribución de la obediencia para nuestra justificación. Esa no es su función. Luchamos para aceptar esto, especialmente en nuestra condición de cristianos guardadores de la Ley. Nuestra justificación descansa sobre un solo fundamento: la fe en Cristo. La fe acepta la impecabilidad de la obediencia de Cristo, que se nos imputa, como suficiente para nuestra justificación delante de Dios.

     Pero entonces surge una pregunta: “Ahora bien, si buscando ser justificados en Cristo, también nosotros somos hallados pecadores, ¿es por eso Cristo ministro de pecado?” (Gál. 2:17). Al justificar a los pecadores, ¿estaría Cristo permitiéndoles pecar impunemente? Semejante actitud ¿no eliminaría toda motivación para guardar la Ley? Pablo responde: “En ninguna manera. Porque si las cosas que destruí, las mismas vuelvo a edificar, transgresor me hago” (vers. 17, 18).

     ¿Qué destruí cuando me entregué a Cristo? Sólo el “viejo hombre”, el “cuerpo del pecado” (Rom. 6:6). Se refiere a sí mismo como si se tratara de alguien que ha sido clavado en la cruz con Cristo, condenado a muerte; y en efecto ha muerto, y vive sólo en virtud de la resurrección del Cristo que vive en él: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí” (Gál. 2:20). El pecado y Cristo no pueden existir en la misma persona. El motivo de la obediencia no es alcanzar la justificación, sino mantener una relación correcta con Jesús. Por la fe vivimos en Cristo y por medio de él. “Yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios” (Gál. 2:19).

¿PODEMOS SER INSENSATOS?

     Pablo es franco y riguroso con los gálatas: “¡Oh gálatas insensatos! ¿quién os fascinó para no obedecer a la verdad, a vosotros ante cuyos ojos Jesucristo fue ya presentado claramente entre vosotros como crucificado? Esto solo quiero saber de vosotros: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por el oír con fe? ¿Tan necios sois? ¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora vais a acabar por la carne?” (Gál. 3:1-3).

     Los gálatas no fueron los únicos insensatos que conoció la iglesia. Muchos cristianos alimentan el concepto erróneo de que somos justificados por la fe, pero que de ahora en adelante se nos santifica por una combinación de fe y obras. Habiendo comenzado por el Espíritu (es decir, creyendo), para muchos en la iglesia el proceso se debe completar por la observancia de la Ley (ganando la victoria).

     Un ejemplo de la salvación por la fe es Abraham, que fue justificado por creer en Dios antes de llevar a cabo obra alguna. Eso adquirió ribetes especialmente significativos en el contexto del conflicto acerca de la circuncisión. Se declaró justo a Abraham antes de la experiencia de la circuncisión. La promesa de bendición que se le hizo al patriarca es evangélica, y le pertenece tanto a los judíos como a los gentiles: “En ti serán benditas todas las naciones”. Así como la bendición le llegó a Abraham por medio de la fe, pasa a todos los creyentes sobre la misma base.

     El evangelio declara que Cristo tomó sobre sí mismo la maldición de nuestra falta de armonía espiritual, y así nos redimió de las consecuencias de nuestra desobediencia. Ya cumplió el requisito de la perfecta obediencia, y cargó en la cruz el castigo que merecemos. Cuando creemos en eso, la bendición de la salvación llega a ser nuestra. Somos salvos por la fe. Por la fe recibimos el don del Espíritu y todas las demás bendiciones de la salvación.

EL PAPEL DE LA LEY

     Si nuestra obediencia no nos hace justos delante de Dios, ¿cuál es entonces la función de la Ley? Pablo responde:

     “Entonces, ¿para qué sirve la ley? Fue añadida a causa de las transgresiones, hasta que viniese la simiente a quien fue hecha la promesa” (Gál. 3:19). En este contexto “a causa de” es una declaración de propósito, no de consecuencia. Es decir, la Ley fue añadida para confirmar el pecado como tal. Se la dio para formular una inconfundible declaración judicial acerca del pecado. Presenta el problema; no es su solución.

     “Porque si la ley dada pudiera vivificar, la justicia fuera verdaderamente por la ley” (Gál. 3:21). La Ley, como lo dice Pablo, es totalmente santa y justa; pero no puede justificar. La razón de esa imposibilidad no reside en la Ley, sino en la incapacidad de la humanidad, prisionera del pecado, “confinados bajo la ley, encerrados por aquella fe que iba a ser revelada” (Gál. 3:23).

     ¿Cuál es entonces el papel de la Ley? Servir de “ayo para llevamos a Cristo, a fin de que fuésemos justificados por la fe” (vers. 24). La Ley es como un tutor que acompaña a un niño mientras asiste a la escuela, que se sienta a su lado y lo corrige cuando hace falta.

     La Ley cumple una triple función: señalar nuestro pecado, detenernos y mostramos la vara. Tanto en la experiencia de la historia como en la personal, la Ley desempeña ese papel hasta la venida del Descendiente. “ Pero venida la fe, ya no estamos bajo ayo” (Gál. 3:25). Con la entrada de Cristo en el escenario de la historia, y al haberlo aceptado personalmente, nuestra relación con la Ley pasa a ser positiva. En el nuevo pacto, al cual entramos por medio de Cristo, la Ley pasa a estar escrita en nuestro corazón.

¿ESCLAVO O HIJO?

     El cambio de condición para los que están en Cristo es de esclavo a hijo. Es una notable diferencia. Dos personas viven en la misma casa a las órdenes del mismo dueño. Una es un esclavo; la otra es el hijo. Lo que cada uno de ellos es en relación con el dueño determina la clase de relación que mantiene con él. Hay un agudo contraste entre la condición de un esclavo y la de un hijo. Es la que existe entre el que está bajo la Ley y el que está en Cristo.

     El meollo del contraste reside en la diferencia que existe entre servidumbre y libertad. Los cristianos de Galacia se pusieron a sí mismos en la relación de un amo —que en este caso sería Dios— con sus esclavos. Por eso imponían reglas, guardaban “los días, los meses, los tiempos y los años” (Gál. 4:10). Pablo lo atribuyó a falta de madurez espiritual. Un niño —dice él— “en nada difiere del esclavo” (Gál. 4:1). Los niños están sometidos a leyes y reglamentos. Disponen de muy poca libertad para actuar por su cuenta.

     En contraste, un hijo tiene derechos, y se relaciona con su padre de forma diferente de un esclavo. “Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo” (Gál. 4:6, 7). Si alguien vive en servidumbre jamás podrá experimentar plenamente lo que significa ser hijo. Todo favor tiene que ser merecido, toda ley se debe cumplir con todo respeto, no con alegría sino por obligación. La relación con el amo siempre es una aventura, nunca una certidumbre.

     Los creyentes de Galacia cayeron en esa condición de servidumbre, y se relacionaban con Dios por la sola obediencia a determinados reglamentos. “¿Dónde, pues, está esa satisfacción que experimentabais?” (Gál. 4:15), pregunta Pablo. Un hijo no vive sin reglas, pero su relación con su padre no se basa en ellas. El derecho de llamamos hijos de Dios se debe a la obra redentora de Jesús y al don del Espíritu Santo recibido por la fe (Gál. 4:5, 6).

SARA Y AGAR

     La historia de Agar y Sara ilustra la diferencia que existe entre el verdadero evangelio y el pervertido: la diferencia que existe entre un esclavo y un hijo. Agar representa la intención de alcanzar los ideales divinos por medio de la actividad humana. En vez de esperar que Dios cumpliera sus promesas, Abraham y Sara se embarcaron en un plan que se basaba en esta idea: “Ayúdate, que Dios te ayudará”.

     Por causa de sus limitaciones naturales, Abraham no veía cómo podría Dios cumplir la promesa de darle un hijo. Por eso tomó a su esclava Agar y tuvo un hijo con ella: Ismael. Agar e Ismael se convirtieron en símbolos de las consecuencias que se producen en la vida cuando los que no alcanzan a ver cómo puede cumplir Dios sus promesas, tratan de combinar el esfuerzo humano con la fe para que se cumplan.

     Pablo establece un contraste entre los dos hijos de Abraham. Primero, “el de la esclava nació según la carne; más el de la libre, por la promesa” (Gál. 4:23). El primero nació como consecuencia de la actividad humana; el otro fue fruto de un milagro. Segundo, ‘estas mujeres son los dos pactos” (vers. 24). Una relacionada con el Monte Sinaí y la Jerusalén terrenal, cuyos hijos, en efecto, eran esclavos de los romanos. La otra, vinculada con la Nueva Jerusalén, era la madre del hijo libre. Tercer contraste, “el que había nacido según la carne perseguía al que había nacido según el Espíritu” (Gál. 4:29). Es una ilustración de la persecución lanzada por los judaizantes contra Pablo y el evangelio.

     El apóstol cita las palabras de Sara que encontramos en Génesis 21:10: “Echa afuera a la esclava y a su hijo, porque no heredará el hijo de la esclava con el hijo de la libre” (Gál. 4:30). El hijo de Agar nació de la servidumbre. No era su intención ser la madre de los hijos de Abraham. De la misma manera, la Ley nunca tuvo el propósito de engendrar hijos; por causa de nuestra pecaminosidad sólo puede generar servidumbre. Sólo cuando nacemos de nuevo, por el acto milagroso de Dios llevado a cabo por el Espíritu, nos convertimos en herederos de la salvación, verdaderos hijos e hijas, que obran con genuina libertad y responsabilidad como miembros de la familia de Dios.

     Pablo consideraba que la circuncisión era una señal de servidumbre entre los cristianos gálatas. Dice que la introdujo Abraham, no como una opción, sino como un mandamiento divino. Debía ser la señal del pacto que hizo con Israel, el pueblo escogido de Dios. Siguió siendo una señal y “sello de la justicia de la fe que tuvo estando aún incircunciso” (Rom. 4:11). Después, Pablo dice que “en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por el amor” (Gál. 5:6). Más aún, su valor es negativo: “He aquí, yo Pablo os digo que si os circuncidáis, de nada os aprovechará Cristo” (Gál. 5:2).

ENTRE DOS CAMINOS

     La elección que se debe hacer es entre el camino de la obediencia legal y el de la obediencia en Cristo. No hay otra alternativa. El valor de la circuncisión reside en lo que significa: “De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído” (Gál. 5:4).

     A diferencia del camino de la Ley, Cristo nos da libertad, aunque con límites. “Vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne, sino servíos por amor los unos a los otros” (Gál. 5:13).

     Jamás se debe entender que Pablo pone a un lado la Ley cuando descarta su uso como medio de salvación. La liberación que tenemos en Cristo incluye la libertad del sutil optimismo en el que a veces nos apoyamos cuando entendemos la obediencia como razón para la aceptación y la justificación delante de Dios. Cristo, por medio del Espíritu Santo, nos libra de la tiranía de nuestra naturaleza pecaminosa, cuando tenemos que ver con nuestra culpa y nuestra debilidad moral. Nos libra, no para que nos volvamos libertinos, sino para que seamos hijos de Dios felices y obedientes, miembros de su familia, activos y participantes.

     La alternativa para que la libertad no se convierta en libertinaje es el camino del amor. Las demandas del amor son más profundas que las de la letra de la Ley, pero no sustituyen sus mandamientos específicos. El amor cumple la Ley y va más allá de lo que se espera. La observancia de la Ley se basa en el cumplimiento de requisitos para evitar el error. El amor va más allá al servir, al darse, al hacer y al obedecer; no sólo evita el error, sino que hace el bien. “Porque toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gál. 5:14). La vida y la conducta del cristiano maduro son muy superiores a las del camino inmaduro de la obediencia legal, así como Cristo es superior a la letra de la Ley.

     La conducta de alguien que es libre en Cristo está bajo la conducción del Espíritu Santo. Después de describir los frutos del Espíritu, en contraste con los hechos de la naturaleza pecaminosa, Pablo afirma: “Contra tales cosas no hay ley” (Gál. 5:23). La Ley condena los hechos de la naturaleza pecaminosa, y en cambio aprueba la vida del creyente lleno del Espíritu. “Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gál. 5:24).

     Además, “todo lo que el hombre siembre, eso también segará” (Gál. 6:7). Pablo relaciona este principio de vida con las últimas consecuencias. Si sembramos para agradar a la naturaleza pecaminosa, cosecharemos destrucción, porque ese es el destino de la naturaleza pecaminosa. Si sembramos para agradar al Espíritu, cosecharemos vida eterna, porque él es la Fuente de la vida.

LA CRUZ, NUESTRA GLORIA

     En sus palabras finales a los gálatas, Pablo combate la religiosidad externa. “Todos los que quieren agradar en la carne, éstos os obligan a que os circuncidéis, solamente para no padecer persecución a causa de la cruz de Cristo” (Gál. 6:12). Desean vanagloriarse de cumplir ciertas cosas que ellos elevan a la categoría de cristianismo esencial. Les gusta citar las Escrituras en el contexto del antiguo camino, pero su enfoque es engañoso. “Quieren que vosotros os circuncidéis, para gloriarse en vuestra carne” (Gál. 6:13). Con todo su argumento de perfecta obediencia a la Ley, no pueden señalar un solo ejemplo entre ellos mismos de alguien que realmente esté haciendo lo que ellos requieren.

     Pablo se gloría en una sola cosa: la cruz de Cristo. Si tenemos que gloriarnos de algo, gloriémonos en lo que él hizo por nuestra salvación. No nos gloriemos en lo que estamos haciendo por él, sino en lo que él ha hecho por nosotros. “Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación” (Gál. 6:15).

     Podemos hacer mucho por nosotros mismos; pero no podemos cambiar nuestro corazón. Lo que cuenta para Dios es lo que él ha hedió y puede hacer por nosotros. En eso debemos apoyar nuestra fe y hallar motivo para nuestra gloria.

Sobre el autor: Pastor adventista en Sydney, Australia.