¿Por qué los adventistas no aceptan la creencia tan generalizada de que al morir los seres humanos van al cielo o al infierno? Esta doctrina ha sido sostenida durante tanto tiempo por la mayoría de las denominaciones cristianas que en la actualidad casi todos los dirigentes religiosos consideran que forma parte del credo de la ortodoxia.

El estado del hombre en la muerte ha intrigado a los eruditos cristianos de todos los tiempos. En todas las épocas hubo muchos dirigentes religiosos que sostuvieron conceptos opuestos con respecto a esta doctrina y no eran pocos los que estaban en desacuerdo con el punto de vista popular. Hay quienes sostienen que el hombre, al morir, obtiene inmediatamente su recompensa. Otros creen que descansa en la tumba esperando allí la mañana de la resurrección. Con referencia a este tema los adventistas han procurado seguir la enseñanza que —según creen— es la de la Sagrada Escritura.

Como adventistas hemos llegado a la conclusión definida de que el hombre rebosa en la tumba hasta la mañana de la resurrección. Entonces, en la primera resurrección (Apoc. 20:4, 5), que es la de los justos (Hech. 24:15), éstos han de salir de sus sepulcros revestidos de inmortalidad en el instante en que Cristo, el Dador de la vida, los llame. Iniciarán entonces una vida imperecedera en su hogar eterno en el reino de gloria. Este es nuestro punto de vista en lo que se refiere a esta doctrina.

I. Lo que declaran las Escrituras acerca de la muerte

En el Antiguo Testamento la palabra “muerte” se refiere casi siempre a la muerte física. En el Nuevo Testamento su significado ofrece otros matices, como se puede notar en las diferentes palabras griegas usadas por los escritores. El término empleado con mayor frecuencia es thánatos, que significa tanto muerte física como indiferencia carnal hacia asuntos espirituales o insensibilidad ante todo lo relacionado con la Divinidad. Las palabras griegas koimao, katheudo y hypnos, que significan “sueño” y que bastante a menudo se traducen con este sentido, en muchos casos se refieren al sueño de la muerte.

W. E. Vine en su Expository Dictionary of New Testament Words (Diccionario expositivo de las palabras del Nuevo Testamento), señala que: “este uso metafórico de la palabra sueño es apropiado, debido a la semejanza que existe entre el aspecto externo de una persona dormida y un cadáver” (tomo 1, pág. 81, edic. 1939).

Con respecto al significado de la palabra “muerte” —pero ya no en el sentido de cesación de la vida— los escritores del Nuevo Testamento declaran que los que se entregan a los placeres impíos son muertos en vida (1 Tim. 5:6); los que se hallan lejos de Cristo están “muertos en delitos y pecados” (Efe. 2:1); los que se convierten pasan de “muerte a vida” (Juan 5:24); los que han nacido de nuevo están “muertos al pecado” (Rom. 6:11); y los que verdaderamente son hijos de Dios nunca verán muerte (Juan 8:51).[i]

II. El estado del hombre en la muerte

Las Escrituras presentan con toda claridad el estado del hombre después de la muerte. Los siguientes versículos dan respuesta a muchas preguntas que pueden surgir en la mente.

Salmo 6:5. “Porque en la muerte no hay memoria de ti; en el Seol, ¿quién te alabará?”

Salmo 30:9. “¿Qué provecho hay en mi muerte cuando descienda a la sepultura? ¿Te alabará el polvo? ¿Anunciará tu verdad?”

Salmo 88:10. “¿Manifestarás tus maravillas a los muertos? ¿Se levantarán los muertos para alabarte?”

Salmo 115:17. “No alabarán los muertos a Jah, ni cuantos descienden al silencio”.

Salmo 146:4. “Sale su aliento, y vuelve a la tierra; en ese mismo día perecen sus pensamientos”.

Eclesiastés 9:5, 6. “Los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben, ni tienen más paga; porque su memoria es puesta en olvido. También su amor y su odio y su envidia fenecieron ya; y nunca más tendrán parte en todo lo que se hace debajo del sol”.

Isaías 38:18, 19. “El Seol no te exaltará, ni te alabará la muerte; ni los que descienden al sepulcro esperarán tu verdad. El que vive… éste te dará alabanza”.

1 Corintios 15:17, 18. “Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana… Entonces también los que durmieron en Cristo perecieron”.

III. La esperanza de los santos es la resurrección, no la muerte

Al repasar todo el contenido de las cartas apostólicas, el lector nota que el fundamento del mensaje evangélico es que Jesús, el Mesías, “ha resucitado de los muertos”. Los apóstoles no dicen en ninguna parte que su alma haya regresado del cielo. En cambio, afirman categóricamente que fue resucitado de los muertos (Luc. 24:3-6), y lo repiten vez tras vez. “Su alma no fue dejada en el Hades” (Hech. 2:31) —en griego hades significa “tumba”, lo mismo que la palabra hebrea seol (Sal. 16:10)— aun cuando “derramó su vida hasta la muerte” (Isa. 53:12).

El Nuevo Testamento afirma que la esperanza del cristiano es la resurrección. (Véase Juan 6:39, 40; Luc. 20:37; compárese con Mat. 11:5; Luc. 7:22.) Job declaró: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo” (Job 19:25). Y el salmista David expresó de la siguiente manera la esperanza que tenía para el futuro: “Estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza” (Sal. 17:15).

Aun en tiempos de Cristo, cuando los fariseos le hacían preguntas referentes al futuro, no argumentaban sobre el tema de la muerte, sino sobre el de la resurrección (Mat. 22:28-30). La esperanza de Pablo se basaba definidamente en este acontecimiento culminante. Cuando escribió a la iglesia de Filipos expresó ese gran anhelo de su alma diciendo: “Por si puedo arribar a la resurrección de los muertos” (Fil. 3:11, versión Ausejo). (Véase también 1 Cor. 15:18, 22, 23; 1 Tes. 4:14, 17.) El Nuevo Testamento se refiere a la resurrección del cristiano como a una “resurrección de vida” (Juan 5:29) y como a “la resurrección de Jesucristo” (1 Ped. 3:21).

Los santos reciben el galardón en la segunda venida de Cristo, no en el momento de sil muerte. La resurrección de los justos se producirá cuando nuestro Salvador regrese del cielo para buscar a su pueblo (Mat. 16:27; Isa. 40:10; 2 Tim. 4:8; etc.).

Otro factor importante es que los santos, al morir, descienden al sepulcro. Es verdad que volverán a vivir, pero obtendrán esa nueva vida y vivirán con Cristo después de haber sido resucitados de los muertos. Mientras duermen en sus tumbas, los hijos de Dios no saben nada de lo que ocurre en el mundo de los vivos. No tienen noción del tiempo. Aunque deban permanecer mil años en el sepulcro les parecerá que no ha sido más que un instante. Cuando un siervo de Dios cierra sus ojos en el momento de su muerte, el primer hecho del que tendrá conciencia al volver a abrirlos será el de contemplar a su bendito Señor, no importa que haya pasado en la tumba dos días o dos mil años.

IV. La primera y la segunda muertes

En tanto que la expresión “la primera muerte” no aparece en la Biblia, sí figura la frase “la segunda muerte” (Apoc. 2:11; 20:6, 14; 21:8). Esta segunda muerte se relaciona con el castigo final de los impíos y se refiere a un tipo de muerte de la cual no habrá resurrección. La primera muerte es la que se produce por causa de la transgresión de Adán. De esta primera muerte, llamada también sueño, resucitará toda la humanidad. Esta resurrección será tanto de justos como de impíos pues la Escritura así lo confirma cuando dice “que ha de haber resurrección de los muertos, así de justos como de injustos” (Hech. 24:15). Albert Barnes, refiriéndose al texto de Juan 11:11 declara acertadamente:

“En las Escrituras esta palabra [sueño] se usa para indicar que la muerte no será definitiva: que para ese sueño habrá un despertar, o resurrección. Es una expresión llena de belleza y ternura que despoja a la muerte de todo su horror y hace que la mente la conciba como un reposo tranquilo —que llega después de una vida de luchas y afanes— y con la esperanza de una futura resurrección cuando el vigor será acrecentado y las facultades renovadas”.

V. Los que resucitaron

Si es cierto que en el instante en que se produce la muerte, un alma o espíritu consciente abandona el cuerpo para ir al cielo o al infierno, ¿qué sucedió con los que murieron y luego fueron resucitados? ¿Pudieron presentar algún informe de lo que ocurre en el mundo de los muertos? En la Biblia aparecen por lo menos siete casos de personas que murieron y fueron resucitadas: El hijo de la viuda de Sarepta (1 Rey. 17); el hijo de la sunamita (2 Rey. 4); el hijo de la viuda de Naín (Luc. 7:11-15); la hija de Jairo (Luc. 8:41, 42, 49-56); Tabita (Hech. 9:36-41); Eutico (Hech. 20:9-12) y Lázaro (Juan 11:1-44; 12:1, 9).

Indudablemente algunas de estas personas estuvieron muertas sólo durante un corto tiempo pues, según las costumbres judías, la inhumación debía efectuarse el mismo día del fallecimiento. Sin embargo, Lázaro permaneció en la tumba, muerto, durante un período más largo: “cuatro días”, según declaración de su hermana Marta.

La pregunta que surge naturalmente es ésta: Las almas de estas personas, ¿fueron inmediatamente al cielo o al infierno después de la muerte? Si fueron al cielo con la esperanza de permanecer allí para siempre, ciertamente habrá sido una insensatez traerlas de nuevo a este mundo. Traer a alguien del reino de la gloria a este valle de lágrimas sería hacerle correr el riesgo de que volviera a pecar y perder por ello su recompensa eterna. Por otra parte, si resucitara alguien que hubiera ido al infierno —según el concepto popular— sin duda se sentiría muy feliz de verse libre del castigo y tendría otra oportunidad de aceptar el Evangelio de la gracia de Dios.

Si las almas de los muertos van al cielo o al infierno, esas siete personas que fueron resucitadas deberían haberse referido a las glorias de la patria celestial, o bien haber advertido a los pecadores, en términos bien claros, de los tormentos padecidos por los réprobos. Sin embargo, no hay registro de que hayan dicho una sola palabra al respecto. Si el alma o espíritu sigue viviendo después de la muerte como un ser consciente, ¡cuán extraño es que no se haya registrado ni siquiera una sola palabra de ninguna de esas personas con referencia a lo que les sucedió durante el período en que estuvieron muertas!

W. Robertson Nichol presenta una excelente declaración acerca de este tema en su obra Expositor’s Bible:

“¿Cuál fue la experiencia que tuvo Lázaro durante esos cuatro días? Especular acerca de lo que pudo haber visto, oído o experimentado, o tratar de rastrear el sendero que recorrió su alma desde las puertas de la muerte hasta la presencia de Dios, a algunos quizá les parezca una insensatez tan grande como la de unirse a aquellos judíos que por curiosidad afluyeron a Betania para poder fijar su vista en esa maravilla, ese hombre que había pasado al mundo de lo invisible y que, sin embargo, había retornado de él. Pero aunque el misterio que rodea a la muerte indudablemente debe tener como causa propósitos grandes y buenos, de ninguna manera se han de considerar como vanos los esfuerzos que podamos hacer para penetrar ese velo y obtener alguna vislumbre de la vida que de aquí a poco habremos de iniciar. Lamentablemente, es muy poco lo que podemos aprender de Lázaro” (tomo 2, pág. 360).

“Lo más probable es que [Lázaro] no haya tenido nada que revelar. Jesús mismo afirmó que iba ‘a despertarle del sueño’. Si se hubiera enterado de algunas cosas del mundo de los espíritus no podría haber dejado de manifestarlas. El peso de un secreto que todos los hombres anhelaban conocer, y que los escribas y doctores de la ley procurarían arrancarle por todos los medios de que disponían, habría agobiado su mente y trastornado su vida. Su resurrección debe haberse asemejado al despertar de un hombre profundamente dormido, apenas consciente de lo que estaba haciendo, enredado en los pliegues del sudario, dando traspiés y asombrándose al ver la multitud. María y Marta deben haber captado el amor invariable que se reflejó en su rostro al reconocerlas, deben haber notado la misma inflexión de su voz, los mismos modales afectuosos, hechos todos que demostraban cuán escasos son los cambios que produce la muerte, cuán insignificante es la ruptura que causa en los afectos o en cualquier otro sentimiento noble, cuán ciertamente Lázaro seguía siendo su propio hermano” (Id., pág. 362).

También sería conveniente mencionar a un santo que vivió en tiempos del Antiguo Testamento, murió y fue sepultado, así como sus antepasados. El registro bíblico indica que “David… murió y fue sepultado, y su sepulcro está con nosotros hasta el día de hoy” (Hech. 2:29). Si afirmáramos que lo que había sido sepultado era el cuerpo de David y que su alma había ido al reino de la gloria, ciertamente estaríamos contradiciendo la enseñanza de la Palabra de Dios. Esta idea podrá concordar con la teología popular, pero la Palabra de Dios declara categóricamente que “David jamás subió al cielo” (vers. 34, versión inglesa de Knox), o bien que “David no subió a los cielos”. Y la Biblia de Cambridge presenta la siguiente nota: “Porque David no fue ascendido. O mejor: no ascendió. Bajó al sepulcro y ‘durmió con sus padres’

VI. Partir y estar con Cristo

Cuando presentamos los argumentos expuestos hasta aquí, con bastante frecuencia se nos responde con esas palabras del apóstol Pablo. Si los santos no van al cielo inmediatamente después de morir, ¿qué habrá querido decir el gran apóstol cuando, refiriéndose a sí mismo, afirmó que tenía deseos de “partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Fil. 1:23)? No tenemos duda alguna de que estar con Cristo es mejor. Pero debemos preguntarnos qué razón hay para deducir de esta declaración que Pablo esperaba ir al encuentro de Cristo inmediatamente después de la muerte. La Biblia no dice tal cosa. Simplemente menciona el anhelo que tenía el apóstol de partir y vivir con Cristo, sin que esto implique que antes tuviera que pasar por la experiencia de la muerte.

Además, en este texto Pablo no nos dice cuándo va a estar con el Señor y en otros pasajes emplea expresiones semejantes a ésta. Por ejemplo, en un versículo dice: “El tiempo de mi partida está cercano” (2 Tim. 4:6). En estos dos textos de Pablo aparece una palabra —analyo— que no se emplea con mucha frecuencia en el Nuevo Testamento, y cuyo significado es: “desprenderse como un ancla”. Se trata de una metáfora tomada de la acción de soltar las amarras de un buque para que éste pueda partir. (Compárese con W. E. Vine, Expository Dictionary, tomo 1, págs. 294, 295.)

También debe notarse que Pablo no dice que lo que va a partir es su alma o su espíritu. Dice sencillamente que “él” tiene ese deseo; afirma que “el tiempo de mi partida está cercano”. Se está expresando como lo haría cualquier persona que debe salir de viaje. Cuando llega el momento de partir, es la persona entera la que emprende el viaje. No se produce ninguna separación entre cuerpo y alma. ¿Por qué, entonces, se ha de cambiar este concepto cuando se piensa en la muerte?

Hay un momento cuando Pablo habrá de ir al encuentro de su Señor en cuerpo, alma y espíritu, es decir, como un ser humano, pero eso habrá de ser en ocasión de la segunda venida de Cristo. Pablo recalca esta verdad en 1 Tesalonicenses 5:23. En esa oportunidad él y todos los redimidos —en cuerpo, alma y espíritu— saldrán de sus tumbas para encontrarse con su Salvador, en tanto que los que estén vives serán transformados y arrebatados en las nubes para recibir al Señor en el aire. Estas cosas ocurrirán cuando se produzca la gloriosa venida de Cristo, quien vendrá por segunda vez en busca de sus hijos. Este es el concepto que sostenemos, y creemos que concuerda perfectamente con la enseñanza de las Sagradas Escrituras.

VII. Ausentes del cuerpo, presentes al Señor

Hay otra expresión, en 2 Corintios 5:8, que se emplea con frecuencia cuando se trata este tema. La declaración del apóstol Pablo es la siguiente: “Pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor”. Debemos reconocer que en este versículo no hay nada que justifique la conclusión de que el estar “presentes al Señor” deba ocurrir inmediatamente después de “estar ausentes del cuerpo”. Este texto no indica en qué momento se producen esas experiencias. Es perfectamente comprensible reconocer que entre ambos acontecimientos media el intervalo de la muerte. Esto es más lógico que creer que una cosa sigue inmediatamente a la otra, en vista de lo que el mismo apóstol enseña sobre la resurrección de nuestro Señor. A continuación, estudiaremos el texto íntegro y notaremos cuál es su obvia enseñanza.

1. Referencia a la morada terrestre. En 2 Corintios 5:1, Pablo habla de “nuestra morada terrestre” refiriéndose en forma evidente al cuerpo. Luego en el versículo 2 declara que estando en esa morada gemimos. En el versículo 4 vuelve a mencionarla llamándola “este tabernáculo”. Y en el versículo 6 declara que mientras estamos ausentes del Señor, “habitamos en el cuerpo” (Biblia de Jerusalén).

2. Referencia a la morada celestial. En el versículo 1, Pablo se refiere a la vida futura diciendo que “tenemos de Dios un edificio, una casa… eterna, en los cielos”, que es “nuestra habitación celestial” (vers. 2). Cuando se produzca nuestra transformación y seamos revestidos de inmortalidad Pablo destaca que eso sucederá a fin de que “lo mortal sea absorbido por la vida” (vers. 4). Por lo tanto, nos parece que Pablo esperaba hallarse entre los “presentes al Señor” (vers. 8) en ocasión de la resurrección, pues en 1 Corintios 15:53 él mismo afirma que en la segunda venida de Cristo “esto mortal” se vestirá “de inmortalidad”.

3. Referencia a un período intermedio. Las demás declaraciones que Pablo hace en ese mismo pasaje revelan que el apóstol sabía que entre la experiencia de hallarnos en “nuestra morada terrestre” y la de ser “revestidos de… nuestra habitación celestial” iba a transcurrir cierto período de tiempo. Prestemos atención a las siguientes observaciones de Pablo: Los creyentes no deseamos ser hallados “desnudos” (2 Cor. 5:3); “no quisiéramos ser desnudados” (vers. 4). Nosotros creemos que ese intervalo de “desnudez” corresponde al estado de la muerte. Y lo que en realidad deseamos es “ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial” (vers. 2; compárese con el vers. 4).

El apóstol declara que “lo mortal” será “absorbido por la vida” y lo hace teniendo en cuenta todo el panorama anterior. De esta manera el pasaje completo —si se lo estudia cuidadosamente— revela con claridad cuál era el concepto que Pablo tenía sobre el tema. En este pasaje no se estaba refiriendo a la muerte, sino al día de la resurrección, cuando “esto corruptible se vista de incorrupción y esto mortal se vista de inmortalidad” (1 Cor. 15:53).

Estos hechos nos revelan la importancia que tiene un estudio cuidadoso del contexto si se desea llegar a una exégesis justa de un pasaje de las Escrituras.

VIII. Una palabra de advertencia

Nuestro bondadoso Creador ha tomado toda clase de precauciones para evitar la existencia de un solo pecador inmortal. El hombre tenía libre acceso al árbol de la vida. Pero ese acceso le fue negado tan pronto como pecó. Desde ese momento en adelante no pudo arrancar y comer su maravilloso fruto y fue arrojado del huerto del Edén (Gén. 3:24). ¿Por qué motivo se le impidió permanecer en ese lugar? Para que “no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre” (vers. 22). Por lo tanto, es evidente que Dios jamás tuvo la intención de que el hombre llegara a ser un pecador inmortal. La inmortalidad se promete a los hombres pecadores, únicamente bajo la condición de que hayan sido salvados por gracia y estén viviendo en amistad y comunión con Dios.

Por otra parte, Satanás es el autor responsable de la doctrina de que los pecadores han de vivir por toda la eternidad. Lo hallamos haciéndole este anuncio a Eva en el momento de la caída. Dios les había dicho a nuestros primeros padres: “El día que de él comieres, ciertamente morirás” (Gén. 2:17). El demonio, sin embargo, contradijo terminantemente a Dios, diciendo: “No moriréis” (Gén. 3:4). En el texto hebreo esta afirmación es aún más categórica, pues puede leerse como sigue: “Es evidente que no morirás”.

Matthew Henry, al comentar esta declaración de Satanás, afirma categóricamente: “Eso era mentira, mentira absoluta… pues contradecía la palabra de Dios”. Lamentablemente, esta doctrina de que el pecador no iba a morir —es decir, de que iba a vivir eternamente sea cual hubiera sido su carácter— se origina en quien “es mentiroso, y padre de mentira” (Juan 8:44). Nuestro Salvador declaró que el maligno no sólo es “mentiroso”, sino que también “ha sido homicida desde el principio”. Indudablemente, Jesús se estaba refiriendo a la experiencia que acabamos de comentar.

Al hablar de parte do Dios al pecador, debemos tener cuidado de no darle la impresión de que puede obtener la vida eterna sin volverse al Señor, sin arrepentirse de sus pecados y llegar a ser una nueva criatura en Cristo Jesús. La vida eterna es un don de Dios (Rom. 6: 3; 1 Juan 5:12).

Hace muchos años el profeta Ezequiel se refirió a algunos personajes de su época que eran falsos profetas y que estaban empeñados en engañar al pueblo. Dice Ezequiel que esos impostores le aseguraban al pecador que iba a vivir aunque persistiera en su iniquidad (Eze. 13:22). Nosotros damos gracias a Dios porque el cristiano puede dirigirse a un mundo que está sucumbiendo en el pecado, para presentarle la maravillosa promesa de vida y salvación por medio de Cristo, nuestro bendito Señor. Podemos proclamar con plena seguridad que si los hombres lo aceptan, se vuelven a Dios y nacen de nuevo, tendrán “vida eterna”. Este es el mensaje que nos dejó el Salvador en Juan 3:16: “Todo aquel que en él cree” no se perderá, sino que tendrá “vida eterna”. Esta promesa de Dios es extraordinaria, pero también debemos recordar que “el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida” (Juan 3:36).


Referencias

[i] Reconocemos que todos los hombres, tanto justos como impíos, mueren. Pero lo que este texto enseña es que los hijos de Dios no han de sufrir la segunda muerte.