Cuatro principios que me han ayudado a entender con mayor claridad cómo y cuándo se mueve y obra el Espíritu.

            Mi esposa y yo estábamos en Nigeria en la década de 1960, al comienzo de la guerra de Biafran, un conflicto brutal y sangriento en el que miles fueron muertos. Yo era el director del Instituto Adventista en Nigeria occidental, donde ahora se encuentra la Universidad Babcock. En ese entonces, el instituto era muy conocido por su panadería, y cada mañana, temprano, dos camionetas salían para repartir pan fresco por las ciudades cercanas de Lagos e Ibadan.

            Uno de los choferes que llevaba pan a Ibadan llegó a mi casa cierta noche. Pertenecía a la tribu Ibo de Nigeria oriental, la tribu que estaba en guerra con el resto del país. Dado que los conflictos se estaban acercando al Instituto, la mayoría de los estudiantes de la tribu Ibo se habían ido para regresar a sus hogares, donde estarían un poco más seguros. Pero, este alumno había decidido quedarse. Me dijo:

—Tengo miedo de ir solo a Ibadan mañana. ¿Podría usted acompañarme?

            Nos fuimos a las cuatro de la mañana, con una caja extra de pan para distribuir a los soldados en los puestos de control por los que debíamos pasar. Hicimos nuestras entregas en la ciudad, y luego emprendimos el regreso al Instituto. Pero, al llegar a una curva larga en el camino, nos encontramos con varios automóviles detenidos. Cerca de allí había una media docena de soldados uniformados, con armas automáticas. Eran soldados Hausa del norte de Nigeria, los enemigos más acérrimos de los Ibo. Se habían embriagado con vino de palmeras, caminaban tambaleándose y actuaban irracionalmente. Solo sabían unas pocas palabras en inglés y, al acercarse a cada vehículo, hacían una sola pregunta: “¿De qué nación?”, queriendo decir: “¿De qué tribu?”

            Cuando llegaron hasta nuestra camioneta, no necesitaron hacer preguntas porque vieron las marcas tribales en el rostro de mi chofer.

            —Sal de ahí, sal de ahí —le dijeron.

            Yo sabía lo que sucedería si el alumno salía de la camioneta: muchos Ibos habían sido simplemente llevados al costado del camino y fusilados. Abrí la puerta de mi lado e intenté salir.

            —No —me dijeron, haciendo señas de que permaneciera dentro del vehículo.

            El cabecilla del grupo estaba de mi lado de la camioneta. Susurré una oración, y luego comencé a hablarle.

            Hablé sin pausa durante unos quince minutos. Al hablar, los otros soldados, que habían estado apuntando con sus armas a través de las ventanillas de la camioneta, se acercaron para escuchar. Hasta este día no puedo recordar lo que dije. Lo que sí sé, sin embargo, es que yo no hablaba el idioma de ellos y ellos tampoco hablaban mi idioma.

            Sin embargo, me escucharon atentamente mientras hablaba, sin moverse. Luego de un cuarto de hora, el jefe dijo al chofer Ibo:

            —Bueno, te dejaremos ir, pero solamente porque tu jefe habló tan bien.

            Como teólogo y profesor, he estudiado y enseñado la teología del Espíritu Santo. Como pastor, he predicado sermones sobre las manifestaciones del Espíritu en la comunidad de la fe. Como dirigente de la iglesia, he orado pidiendo la presencia y la dirección del Espíritu de Dios para tomar decisiones que a veces parecían requerir más que una simple evaluación humana.

            Pero, durante esos pocos minutos sobre un camino nigeriano polvoriento, el Espíritu Santo tomó el control de mi vida inesperadamente, y se volvió real para mí de una forma dramática. ¿Fue, acaso, un ejemplo de glosolalia (hablar en lenguas)? Como sea que desees definirlo teológica-mente, sé que el Espíritu de Dios se movió físicamente en ese momento, para servir un propósito divino y salvar la vida del alumno Ibo, y, posiblemente, la mía también.

            Como pastores y líderes en una iglesia que ha optado por una postura de cautela hacia las manifestaciones puramente emocionales o esotéricas del charismata, a menudo hemos preferido evitar un énfasis en la forma en que el Espíritu se mueve en las vidas diarias del pueblo de Dios. Quizás, en nuestra predicación y enseñanza a veces espiritualizamos demasiado al Espíritu Santo. Lo consignamos a un ámbito aparte de las realidades diarias de nuestro mundo. Describimos su papel en términos principalmente abstractos, intelectuales y, de ese modo, lo “elevamos” a un nivel de irrelevancia práctica.

            Sin embargo, para decirlo sin rodeos, el papel del Espíritu Santo es funcional, no decorativo. Él actúa como una fuerza activa, no un constructo teológico. Es una presencia dinámica hoy, no a la espera ociosa de ser suelto en algún momento futuro. Cuando el Espíritu se mueve, es según voluntad divina, no la nuestra. El Espíritu se involucra en los asuntos humanos no so-lamente con el propósito de producir “fuegos artificiales” espirituales, sino también para responder de formas prácticas a las necesidades tangibles (tanto en nuestro caminar espiritual diario como en la vida corporativa de la iglesia).

            Muy a menudo escucho la palabra espiritual, utilizada como sinónimo de “místico”; “inexplicable”; “misterioso”; “impreciso”. Sin embargo, si observamos las circunstancias en las que el Espíritu fue dado a la iglesia, se hace evidente que su propósito es ser “útil”. Cuando se mueve el Espíritu Santo, los resultados son palpables y concretos. Él es, en esencia, el facilitador divino.

            ¿Cómo podemos recalibrar nuestro entendimiento del Espíritu y su actuar en nuestra iglesia, para que incluya este as-pecto práctico fundamental sin desviarnos, al mismo tiempo, en aquello que esté centrado en nosotros mismos o que sea trivial, un simple “ruido desconcertante”?[1]

            Para los pastores y los administrado-res de la iglesia que aspiran a un liderazgo lleno del Espíritu, hay tres preguntas adicionales: ¿Cómo se evidencia en mis interacciones diarias si estoy ministrando en el Espíritu? ¿Cuál es la mejor manera de buscar la dirección del Espíritu y discernir su voz?

            Este tema es prácticamente inagotable, pero me gustaría compartir contigo cuatro ideas que me han servido de guías a lo largo de los años; ideas que me han ayudado a entender más claramente cómo y cuándo el Espíritu se mueve en mi propia vida y en la vida corporativa de nuestra iglesia.

PARA ENTENDER LA MISIÓN DEL ESPÍRITU, MIRA AL HIJO

            Considera las últimas semanas del ministerio de Cristo en la tierra. Luego de tres años y medio de amistad, de compañerismo, de compartir la vida y de instrucción, los discípulos estaban comprensiblemente ansiosos en cuanto a la separación que parecía inminente. ¿Qué sería de ellos cuando Cristo no estuviera? Aunque eran sinceros, también eran inconstantes por momentos, inseguros, impredecibles, y no estaban bien preparados para permanecer firmes por lo que habían llegado a conocer como la verdad. ¿Serían capaces de sobre-vivir por su cuenta? ¿Llegarían, de hecho, a estar completamente solos?

            En repetidas ocasiones Jesús intentó prepararlos para el día en el que se iría (ver Mat. 26:11; Juan 7:33, 34). Les aseguró que, aunque estaría ausente físicamente, nunca los dejaría realmente. “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mat. 28:20); “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (Juan 14:18). La ascensión de Cristo no habría de constituir el final de su presencia real entre sus hijos; simplemente, marcaría el inicio de una nueva fase. Su presencia entre su familia terrenal permanecería a través del don y el ministerio del Espíritu Santo, y el Pentecostés marcó el inicio de esta nueva era.

            Por supuesto, el Espíritu Santo, al ser la tercera persona de la Deidad, había estado presente y activo en la tierra desde el principio. Estuvo allí en la Creación. Estuvo allí inspirando a los profetas. Estuvo allí proveyendo el don de liderazgo a los jueces. ¿Por qué, entonces, se señala específicamente en la Biblia la venida especial del Espíritu a la comunidad de creyentes luego de la ascensión de Cristo? Obviamente, había estado allí antes, ¿qué tenía de especial ahora, entonces?

            La nueva tarea del Espíritu, luego de la ascensión de Cristo, está sumamente relacionada con la Persona y el mensaje de Cristo. En su mensaje de despedida a sus discípulos, Jesús les habla acerca de la venida del Espíritu Santo y lo que haría (Juan 14-16).

            No hay misterio alguno aquí. Aunque Cristo ya no vive físicamente con nosotros, el Espíritu Santo continúa su ministerio. El Espíritu no trae un evangelio diferente o nuevo. Él nos guía, nos recuerda y nos enseña. “Por su poder [del Espíritu Santo], las verdades vitales de las cuales depende la salvación del alma son impresas en la mente, y el camino de la vida es hecho tan claro que nadie necesita errar en él”.[2]

            Por lo tanto, ¿cuál sería la prueba más definitiva para cualquier pastor o líder del pueblo de Dios que busca saber hacia dónde lo dirige el Espíritu, o entender qué es “del Espíritu” y qué no lo es? Mira al Hijo: sus palabras, su vida, su misión; pues, a través del Espíritu, Cristo todavía camina con la humanidad hoy.

EL MOVIMIENTO DEL ESPÍRITU SE VE REVELADO EN LA COMUNIDAD

            Si comprendemos el por qué (la misión) del Espíritu, entonces, ¿qué en cuanto al cómo del Espíritu? ¿De qué manera se manifiesta su presencia en nuestras vidas como individuos, y en la vida corporativa del pueblo de Dios?

            Hay muchas maneras por las que podríamos describir esto. Pero, quizá la esencia del impacto del Espíritu pueda ser ex-presada de esta manera: el Espíritu siempre nos guiará hacia una orientación más externa que interna. Es decir, el Espíritu siempre nos llevará hacia Cristo y hacia los demás.

            No es coincidencia que el fruto del Espíritu tenga una orientación social y encuentre su significado en el relaciona-miento con los demás. Y tampoco es coincidencia que el capítulo sobre el amor (1 Cor. 13) sea el centro del análisis de Pablo sobre los dones espirituales. La unidad de la iglesia es orgánica. La vida y el alimento han de fluir de un individuo a otro; de allí el significado de ser un “cuerpo”. El Espíritu nos une.

            Desde el principio del tiempo, Dios ha estado trabajando para crear y recrear, diseñando y restaurando a través de su Espíritu. La comunidad del pueblo de Dios siempre ha sido la comunidad del Espíritu. Aquí es donde obra de maneras prácticas. “El Espíritu crea de nuevo, refina y santifica a los seres humanos, preparándolos para ser miembros de la familia real, hijos del Rey celestial”.[3]

            La presencia del Espíritu ha de hacer que los seres humanos, que de otra manera serían débiles, se transformen en una comunidad genuina de discípulos. Los dones espirituales proveen de las herramientas para que esa comunidad obre para Cristo. No todos los discípulos tienen los mismos dones; la decisión es de Dios. Pero, el don primario del Espíritu Santo es extendido a todos los que genuinamente se entregan a Jesucristo y viven para obedecer a él.

            En su primera carta a los Corintios, Pablo escribió a una iglesia sumamente dividida respecto de los dones espirituales. Dijo que todos los que han aceptado a Jesús como su Salvador personal tienen esto en común, que un mismo Espíritu Santo se les ha sido dado para que beban (1 Cor. 12:13).

            El derramamiento del Espíritu Santo y sus muchos dones son todos dados “para el bien de los demás” (vers. 7, NVI), y no para algún beneficio privado. No debería haber un sentido de elitismo espiritual en el espíritu de comunidad de la familia de la iglesia. Dios no señala que los creyentes mismos han de elegir de un “menú” los dones que les gustan. Dios da dones según las necesidades de su pueblo, en cualquier punto determinado de la historia.

            Las tres listas de dones espirituales del Nuevo Testamento (Rom. 12:3-8; 1 Cor. 12:4-11; Efe. 4:8-12) dejan en claro que los dones son para: (1) el bien común de la iglesia; (2) el crecimiento del cuerpo de Cristo, a fin de llevar a la iglesia a su mayor rendimiento funcional; y (3) el servicio. ¡Algo debe sucede! El Espíritu es tanto un instrumento funcional como un catalizador de cambio.

            Por lo tanto, la presencia del Espíritu en la iglesia y en nuestras vidas personales hace lo siguiente:

• Nos da la seguridad de nuestra salvación en Cristo. “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Rom. 8:16).

• Nos ayuda a experimentar la libertad del perdón y el sentimiento de culpa. “Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Cor. 3:17).

• Nos une como pueblo de Dios. “Que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros” (1 Cor. 12:25; cf. Efe. 4:3).

• Lucha contra la corrupción moral. “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne” (Gál. 5:16).

• Produce una variedad de frutos. “Amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gál. 5:22, 23; cf. Efe. 4:31, 32).

• Guía a los hijos de Dios a una mayor comprensión de la verdad. “Mas el Consolador, el Espíritu Santo […] os enseñará todas las cosas” (Juan 14:26; cf. 16:12-15).

• Da poder al pueblo de Dios para actuar como una comunidad que testifica. “Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos […] hasta lo último de la tierra” (Hech. 1:8; cf. Lucas 24:49).

            ¡Eso es lo que significa ser lleno del Espíritu! Como otorgador de poder, el Espíritu provee de las herramientas necesarias al pueblo de Dios, a fin de que funcione como creyentes. La función tiene un enfoque práctico: tiene que ver con la manera en que pensamos, las decisiones que tomamos y la forma en que actuamos. Tal como lo describe Elena de White: “Cuando las verdades divinas son impresas sobre el corazón por el Espíritu Santo, se despiertan nuevos sentimientos, y las energías hasta entonces latentes son despertadas para cooperar con Dios”.[4]

            No puedo dejar este tema sin mencionar particularmente un don del Espíritu, que tiene importancia especial para la comunidad de creyentes: el don de profecía, mencionado en las tres listas de dones espirituales del Nuevo Testamento. Este don “edifica a la iglesia” (1 Cor. 14:4) y es una guía para los creyentes que desean entender la Biblia.

            A fin de entender correctamente el papel dinámico del don de profecía en este periodo final de la historia de la tierra, debemos recordar la plenitud de los múltiples roles del Espíritu en la iglesia hoy. Sin per-der de vista la amplia gama de funciones de los dones espirituales, el don de profecía debe ser entendido de forma particular, tal como se manifestó en la vida y en el ministerio de Elena de White. La obra de Elena de White no es ni de corrección de los ministerios proféticos del pasado ni de su remplazo. De hecho, ella ayuda a los creyentes a recordar y a entender los mensajes proféticos del pasado.

            Cuando un don del Espíritu, incluido el don de profecía, es dado a un individuo, esa persona no se convierte en el eje central de la iglesia. Cristo sigue siendo el centro. Él es el corazón del evangelio. La iglesia le pertenece a él; la misión de la iglesia es suya. Esa es la manera en que siempre debe ser o, de lo contrario, la religión se convertirá en idolatría.

AQUELLO QUE PARECE, SUENA Y “HUELE” A LLENO DEL ESPÍRITU NO NECESARIAMENTE LO ES

            —¿Cómo sabe usted, como presidente de la Iglesia, que está siendo guiado por el Espíritu Santo cuando toma decisiones que afectan a la iglesia?”— preguntó el joven, con un tono desafiante y, a la vez, escéptico. La pregunta llegó durante una transmisión en vivo del programa Let’s Talk [Hablemos] del Pacific Union College, en California. Esta fue una de alrededor de treinta conversaciones libres televisadas que sostuve con diferentes grupos de jóvenes adventistas alrededor del mundo, durante las cuales hablaban conmigo acerca de lo que fuera que tuviesen en mente.

            La pregunta debería ser considerada importante, porque cuestiona nuestras suposiciones fundamentales en cuanto al rol del Espíritu dentro de la comunidad de creyentes y dentro de la función de liderazgo en particular.

            Hasta ahora hemos explorado nuestra necesidad de ser más abiertos para reconocer la labor práctica del Espíritu para edificar y equipar a la comunidad de creyentes. Sin embargo, al mismo tiempo, aquellos de nosotros que ministramos al pueblo de Dios enfrentamos un desafío especial y, quizás, aparentemente contradictorio.

            Como dirigentes y pastores dentro de una comunidad espiritual, existe la tentación de vestirnos a nosotros mismos, a nuestra habla y a nuestros proyectos especiales con el lenguaje del Espíritu y proclamar que el Espíritu está guiando a su pueblo en la dirección que nosotros deseamos ir.

            Pero, ungir nuestros planes con palabras no garantizará que nuestra voluntad y la voluntad divina estén alineadas; una posición elegida o designada no viene empaquetada con la infalibilidad personal. Dicho claramente. ser guiados por el Espíritu no significa que siempre tendremos razón.

            ¿Cómo, entonces, deberían los pasto-res y los líderes buscar la dirección del Espíritu? Ocasionalmente, me he encontrado con dirigentes cuya actitud sobre los temas difíciles es retraerse y esperar una “palabra del Señor”. La oración privada, la meditación y el estudio son absolutamente indispensables; pero, cuando se trata de identificar la dirección del Espíritu, los líderes sabios también buscaran el consejo de sus colegas. Un líder que se retrae en sí mismo para buscar un momento personal en el que Dios le hable (una experiencia que puede ser notoriamente subjetiva), puede ser visto por los demás como poco confiable y, quizás, hasta manipulador.

            Elena de White escribe que un dirigen-te debería escuchar a aquellos “que han estado largo tiempo en la obra, y que han obtenido una profunda experiencia en los caminos del Señor. La disposición de algunos a cerrarse y creerse competentes para planear y ejecutar de acuerdo con su pro-pio juicio y sus preferencias, los coloca en apuros. Tal forma independiente de actuar no es correcta, y no debe ser seguida”.[5]

            Para todos los creyentes que buscan la dirección del Espíritu (no solo pastores y líderes), los encuentros con el Espíritu Santo no son necesariamente experiencias esotéricas, privadas, dramáticas o emocionales que sirven para alumbrarse a uno mismo con un resplandor de piedad. Si cultivamos diariamente una apertura a la dirección de Dios, el Espíritu puede encontrarnos al dialogar con un consejero de confianza, consultar con nuestros colegas o conversar las inquietudes con nuestros cónyuges. ¡El Espíritu hasta puede llegar a nosotros a través de las operaciones mundanas de una reunión financiera de la iglesia o una junta de la Asociación General!

            Por lo tanto, mi respuesta a la pregunta del joven durante la transmisión del programa Let’s Talk fue simple: el liderazgo (pastoral o administrativo) dentro de la iglesia nunca debería ser malinterpretado como “infalibilidad personal”. La elección o la designación en un cargo no viene automáticamente con una línea directa con el Espíritu. Los pastores y los líderes deben buscar la dirección del Espíritu de Dios de la misma forma en que cada creyente lo hace: a través del estudio individual de la Palabra de Dios y la oración, buscando el consejo más amplio de nuestros hermanos y hermanas en la fe; y hacerlo siempre con una actitud de humildad.

EL ESPÍRITU SANTO YA ESTÁ MINISTRANDO

            Durante una visita de una semana a la China en 2009, conocí a dos mujeres cuyos ministerios de años han producido resultados que, simplemente, desafían la lógica humana.

            Hao Ya Jie es la pastora principal de la Iglesia Adventista del Séptimo Día de Beiguan, en Shenyang. Cuando comenzó a trabajar, tenía un puñado de feligreses: so-lamente 25 miembros. Y ahora, veinte años después, tiene una comunidad de 7.000 creyentes. Tres mil adoran en la iglesia “madre”, y los demás se encuentran distribuidos en el distrito entre 17 iglesias más.

            Cuando Hao Ya Jie te mira, incluso cuando otra persona está traduciendo sus palabras, hay un sentido increíble de fuerza y calidez en sus ojos; y cuando ora, quedas embelesado por la pasión de sus palabras. Poco tiempo después, conocí a Zu Xiu Hua, en la provincia nororiental de Jilin, quien está a cargo de un distrito con 20.000 miembros de iglesia. Cuando aflojaron las restricciones del gobierno sobre la religión en 1989, la iglesia en esa región experimentó un gran crecimiento. Nuestra hermana contó una historia de un gran bautismo, llevado a cabo por el único pastor adventista que había allí en ese tiempo. Él planeaba bautizar a todos, pero la gran cantidad de candidatos hizo imposible que lo hiciera solo. Así que, se puso de pie en el río, expuso las palabras correspondientes y permitió que los diáconos sumergieran a los candidatos en el agua. El pastor estuvo en el río durante tres días y bautizó a 3.000 personas: 1.000 por día. Pregunté a Zu Xiu Hua: —¿Cómo explicas eso? ¿En qué estriba la atracción extraordinaria que sienten las personas aquí por la iglesia?

            —Las personas vienen a escuchar las enseñanzas —dijo ella—, y ven nuestro celo y sienten la presencia del Espíritu Santo.

            Una respuesta tan simple que te desarma; pero, a la vez, tan poderosa.

            A veces miramos hacia atrás, al momento dramático del Pentecostés; y miramos hacia adelante, al derramamiento de la lluvia tardía. Y puede ser fácil de imaginar (especialmente para una mente occidental) que ocupamos un espacio “entre medio” de la historia, en la que el Espíritu está “tomándose las cosas con calma”. ¿Dónde están las señales y los prodigios?

            Pero, no nos equivoquemos: el Espíritu de Dios está obrando hoy, más allá de si su actuación encaja con nuestros preconceptos de cómo exactamente debería ser. Hay peligros en ver al Espíritu solamente como una fuerza futura, por la cual debemos esperar y orar. Corremos el riesgo de disminuir el impacto práctico del poder del Espíritu en el aquí y ahora, por “elevarlo” a algo que siempre parece estar fuera de nuestro alcance. Podemos volvernos espiritualmente introspectivos y distraernos de nuestra misión. La presencia y el poder del Espíritu Santo en nuestras vidas y en la iglesia siempre serán una consecuencia, no un fin en sí mismos. Es un subproducto de la obediencia, de nuestra disposición cada día a entregar nuestras vidas, ambiciones y decisiones a la causa de la misión de Cristo. Pues cuando nosotros, como iglesia, nos concentramos en la misión y acopiamos todos nuestros recursos para la misión, nos abrimos al derramamiento y capacitación del Espíritu Santo, sin la cual somos incapaces de cumplir nuestra tarea.

CONCLUSIÓN

            A lo largo de los años, he estudiado, enseñado y predicado acerca del Espíritu Santo y, por momentos, he luchado por en-tender cómo el Espíritu obra en el cuerpo de Cristo. Pero, siempre he creído que la pregunta más importante que podemos hacernos acerca del Espíritu es: “¿Qué diferencia produce?” Como pastor y líder, ¿qué diferencias prácticas obra el Espíritu en mi vida? ¿En mis decisiones? ¿En mi estilo de liderazgo? ¿En la atmósfera que intento cultivar en mi lugar de trabajo y en mi iglesia? ¿En mi trato con las personas, tanto dentro como fuera de la comunidad de fe? ¿En mi enfoque de la misión que Dios nos ha encomendado?

            El Espíritu Santo está vivo y con salud. Está presente, y actúa hoy en su iglesia y en favor de su pueblo, tal como lo ha hecho en el pasado. Y lo seguirá haciendo mientras estemos aquí.

Sobre el autor: Ex presidente de la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día.


Referencias

[1] Ver Mensajes selectos, t. 2, p. 41

[2] Palabras de vida del gran Maestro, p. 84.

[3] Obreros evangélicos, p. 304.

[4] Los hechos de los apóstoles, p. 415.

[5] Testimonios para los ministros, p. 510.