Debemos buscar el poder del Consolador con la segundad de que Dios nos lo enviará, pues así lo prometió.

Cuando era joven, asistí a un servicio de culto carismático en una iglesia de los suburbios. Al haber sido criado en una denominación protestante conservadora, sospechaba que la experiencia sería bastante diferente de lo que estaba acostumbrado, pero estaba preparado para una nueva aventura.

El servicio fue muy ruidoso y espontáneo. Me pareció desorganizado, al borde del sacrilegio. Me recordé a mí mismo que estaba allí para observar y aprender, y no para criticar. En el pequeño templo, todos los feligreses oraban fervientemente por el Espíritu Santo. Algunos se ponían de pie, otros caminaban con emoción de un lado a otro; unos permanecían en sus asientos, otros se recostaban en el suelo; y había algunos que hablaban en otras lenguas. El director del culto era el más ruidoso, mientras se movía de una persona a otra y colocaba una mano sobre ellos, o los empujaba suavemente mientras sostenía una Biblia en la otra mano. Finalmente, regresó el silencio, cantamos un himno, y me retiré con muchos interrogantes.

Años después, tuve la oportunidad de hacer un estudio personal y académico serio acerca de la obra del Espíritu Santo en nuestras vidas. Hay una gran hambre en el mundo cristiano por el derramamiento y el poder del Espíritu. Hoy, el Movimiento Pentecostal/Carismático moderno está en su tercera oleada, o fase,[1] y tiene más de seiscientos millones de adherentes en todo el mundo. En solamente un siglo, ha crecido con un ritmo incluso más rápido que la iglesia primitiva del Nuevo Testamento. Prácticamente el noventa por ciento del crecimiento de la iglesia cristiana en el Tercer Mundo hoy se encuentra en las iglesias carismáticas o pentecostales.

Surgen una serie de cuestionamientos importantes con respecto al movimiento carismático, tales como: ¿Cuándo llega el Espíritu? o ¿cómo se manifiesta en el creyente? Pero, la pregunta que me gustaría considerar es: ¿Qué condiciones presenta la Biblia para recibir el Espíritu? Aunque la lista puede variar en cantidad, he encontrado siete condiciones importantes en el Nuevo Testamento, cuatro de las cuales abordaremos en esta primera parte de nuestro estudio.

Arrepentimiento

 Al oír esto, se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos? Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo (Hech. 2:37, 38).

El arrepentimiento está en primer lugar porque, sin él, ninguna otra condición importaría, incluso si fuera cumplida enteramente. La palabra original implica un giro moral radical de la persona entera, del pecado hacia Dios.[2] Esto no es solamente cambiar de pensamiento respecto de la dirección en la que estamos yendo -una comprensión común entre muchos cristianos-, sino también un desprendimiento radical de quiénes somos y qué hacemos. No es la actitud de un niño de ocho años que se arrodilla con su madre antes de acostarse y ora: Y perdona todos mis pecados sin una noción de cuáles son. El contexto del sermón de Pedro es claro: necesitaban arrepentirse del acto de rechazar y crucificar al Salvador (vers. 22, 23). Esto es arrepentimiento de la incredulidad en lo que Jesús es capaz de hacer por nosotros, y es la razón de la predicación de Jesús: Arrepentíos, y creed en el evangelio (Mar. 1:15). El arrepentimiento al que se alude aquí significa una aceptación total de quiénes somos a la luz de quién es Jesús, de su sufrimiento por nosotros, y de su gran amor a pesar de nuestro gran pecado.

La Biblia nos dice qué producirá el arrepentimiento que lleva a la vida: exponernos al carácter de amor y bondad de Dios. ¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento? (Rom. 2:4). Esta es la razón por la cual es imperativo que miremos a Jesús cada día. Debemos sentarnos a sus pies y contemplar su amor y bondad hacia nosotros. Esto y solo esto traerá arrepentimiento genuino, que lleva a una persona a entregarse por completo, la clase de arrepentimiento que te hace entregarte en las manos de Dios, sabiendo perfectamente que no mereces nada de lo que él hizo por ti. Entonces, eres absolutamente reducido a nada ante tal amor.

Hace varios años, mientras enseñaba en una universidad cristiana, fui a mi oficina muy temprano en la mañana para investigar. Mis ojos se posaron por casualidad en un párrafo de un conocido clásico del siglo XIX sobre la vida de Cristo, El Deseado de todas las gentes. Hablaba del sacrificio de Jesús por mí. Decía que Cristo fue brutalmente maltratado por mí: su cabeza, sus manos, sus pies. Mencionaba la inefable angustia que llenó el alma de Cristo al ocultarse el rostro de su Padre por causa de mi pecado. Y entonces, en un crescendo de cruda realidad, señaló su dedo literario hacia mí: Por ti consiente el Hijo de Dios en llevar esta carga de culpabilidad; por ti saquea el dominio de la muerte y abre las puertas del Paraíso.[3]

No pude terminar de leerlo. Comencé a llorar en ese momento. Intenté terminar de leer el párrafo, pero ya no podía ver. Mis ojos se transformaron en ríos de dolor y pesar, mezclados con alivio. Caí sobre mis rodillas, reducido a un lloriqueo tembloroso que no se detenía. Grité en voz alta:

– ¿Por qué, Señor, por qué me amarías tanto a mí? Lloré y lloré esa mañana, hasta que se me acabaron las lágrimas. El amor de mi Salvador, mi Maestro y Señor, me fue presentado de una manera que nunca había comprendido antes. Había sido pastor y profesor de Biblia durante años. Me había criado en la iglesia, había expuesto constantemente a la obra de Cristo en favor de los pecadores. Conduje a centenares de personas al pie de la cruz. Había leído ese pasaje varias veces antes. Pero esa mañana, las ventanas del cielo se abrieron con un raudal de luz sobre la gracia de Dios que no me esperaba. Permanecí en el suelo durante casi una hora, llorando por haber causado su muerte por mí, por vivir tanto tiempo sin apreciar enteramente lo que Dios había hecho por mí, por pecar sin motivo y sin reparar en lo que el pecado le hace a él. ¡Cómo podía el Dios del cielo, el Rey de reyes y Señor de señores, a quien debemos todo, desde cada respiración hasta la vida eterna, entregar su vida, su todo, por mí!

Como seguramente pensarás, mi pronta entrega a tal amor fue inevitable. Mi arrepentimiento fue profundo porque el amor de Dios fue profundamente percibido. El Espíritu de Dios invadió mi corazón esa mañana en maneras difíciles de olvidar.

Confianza implícita

…por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu (Gál. 3:14). Hay una diferencia entre creer y confiar. Confiar es avanzar basado en ciertas convicciones, y creer es simplemente aprobación intelectual. Alguien puede necesitar ir al supermercado a medianoche, y cree que el comercio debe estar abierto a esa hora. Pero, su fe en esa creencia solamente puede convertirse en confianza una vez que se sube a su automóvil y se dirige al supermercado. Dirigirse al supermercado es una prueba de su cofianza. Está haciendo algo al respecto.

En la Biblia, la fe siempre es confianza, nunca una mera aprobación intelectual. Cuando mi hija tenía tres años de edad, estábamos caminando en un sendero y decidí subirla a un tocón de árbol que me llegaba al hombro. Entonces, le dije con mis brazos extendidos:

-Stefani, extiende los brazos, no mires hacia atrás, y déjate caer de espaldas sin flexionar las rodillas, y papá te agarrará.

Ella lo hizo sin titubear. ¡Le gustó tanto que se subió una y otra vez al tocón para hacerlo nuevamente! Eso es confianza.

Confianza es una condición para recibir el Espíritu de Dios en nuestras vidas. Tan a menudo las personas buscan señales y prodigios, algo poderoso y sobrenatural que indique que el Espíritu finalmente ha llegado. Pero, debemos confiar en que Dios enviará a su Espíritu porque lo ha prometido, no porque sentimos algo. Los cristianos deben recordar que lo que define su caminar es la fe, no la experiencia sensorial. Es aferrarnos a lo que Dios dice incluso cuando no podemos percibir una evidencia externa de ese hecho.

Oswald Chambers, autor de My Utmost for His Highest [Lo mejor de mí para su gloria], era tutor de filosofía cuando escuchó hablar a F. B. Meyer sobre el Espíritu Santo. Desde esa noche en adelante, buscó fervientemente durante casi cuatro años el derramamiento del Espíritu en su vida. Sin embargo, se sintió frustrado porque no sucedía nada extraordinario. Me estaba comenzando a desesperar, escribió. No conocía a nadie que tuviera lo que yo deseaba. Hasta que cierto día, al leer Lucas 11:13, decidió tomarle la Palabra a Dios, y en ese instante reclamó el don del Espíritu para sí.[4]

Recibimos el Espíritu por fe, sin necesidad de esperar una manifestación sobrenatural. Entonces, al cumplir con las diferentes condiciones señaladas en las Escrituras, reclama la promesa del Espíritu en tu vida. Agradécele a Jesús por darte su Espíritu, y por la disposición del Cielo de que seas lleno de su amor, su poder y su gracia hasta sobreabundar. Entonces, levántate diciéndote a ti mismo que, en este día, el Espíritu de Jesús está en el control de tu vida, no porque lo sientes, sino porque él lo ha dicho.

Obediencia

Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen (Hech. 5:32).

En la Biblia, la fe y la obediencia van de la mano. Si amas a Dios con todo tu corazón, obedecerás sus mandamientos porque confías en él. Si obedeces a Jesús de corazón, esto sucederá porque has llegado a conocerlo lo suficiente como para confiar en él. El que me ama, dijo Jesús, mi palabra guardará (Juan 14:23). Pero el que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos que estamos en él. El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo (1 Juan 2:5, 6).

Esta obediencia no es legalismo farisaico (obediencia a fin de ser salvo o bendecido). Esta obediencia proviene del corazón, como un deseo genuino de agradar a Dios.

Dwight L. Moody se convirtió en Chicago, en su adolescencia tardía, y dirigió la Escuela Dominical más grande de la Nación durante muchos años. Era un excelente empresario, y había ganado bastante dinero a lo largo de los años. Pero ahora, su lucha era si debía darlo todo al Señor. En un viaje a Irlanda, escuchó al evangelista británico Henry Varley decir: El mundo aún no ha visto lo que Dios hará con, para, a través, en y por medio del hombre que está completamente consagrado a él. Moody pensó durante un momento, y luego prometió: Por la gracia de Dios, seré ese hombre. Se convirtió en el evangelista estadounidense más efectivo de la segunda mitad del siglo XIX.

El Espíritu Santo será dado a los que lo obedecen.

La responsabilidad de compartir

Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? (Luc. 11:13).

En Lucas 11 encontramos una historia fascinante que contiene condiciones adicionales para la recepción del Espíritu. Una mañana, los discípulos encontraron a Jesús orando. Debieron de haberlo escuchado orar en voz alta, porque quedaron profundamente impresionados. Aunque ya sabían orar, para ellos fue como si nunca hubieran aprendido a orar, por lo que le pidieron a Jesús: Enséñanos a orar (Luc. 11:1). Cristo respondió a su pedido, y luego ilustró la seriedad y la intensidad de esa tarea con una historia. Un hombre llega a la casa de su amigo a la medianoche. El dueño de casa, al no tener pan, le pide a su vecino tres panes. El vecino se niega porque la hora es avanzada, la puerta ya está cerrada, y sus hijos ya están acostados (vers. 7). Sin embargo, el hombre insiste con su pedido, y continúa llamando a la puerta. La petición intrépida y persistente se originaba en su deseo de satisfacer el hambre de su amigo forastero. La persistencia finalmente dio su fruto, y el hombre obtuvo pan.

Esto puede ser una medida excelente para evaluar nuestro deseo de ser llenos del Espíritu. ¿Por qué deseamos que entre en nuestras vidas? Algunos desean el Espíritu para sentir algo maravilloso, distinto, en sus vidas. Algunos desean el don del Espíritu para transformarse en gigantes espirituales de algún tipo. Pero, no es hasta que pedimos el Espíritu para ser una bendición para los demás que Dios responderá. Si tenemos poco interés en la salvación de los demás, si no sentimos responsabilidad alguna de que conozcan a nuestro Salvador y crezcan en él, la venida del Espíritu a nuestras vidas no tendrá sentido. El Espíritu Santo tiene que ver con guiar a las personas a Jesús. ¿Cómo podríamos tener el Espíritu y al mismo tiempo ignorar la mayor de las necesidades de los demás?

Evan Roberts, el hombre que Dios usó como catalizador para iniciar el gran reavivamiento galés de 1904, expresó esta responsabilidad de la siguiente manera: Fui lleno de compasión por aquellos que deben doblegarse ante el juicio, y lloré […]. Fui impresionado solemnemente por la salvación del alma humana. Me sentí encendido por un deseo de ir a lo largo y ancho de Gales para hablar del Salvador y, si hubiera sido posible, estaba dispuesto a pagarle a Dios para hacerlo.[5] Si sentimos una responsabilidad semejante por los perdidos, el Señor de gloria se entregará a sí mismo, sin medida, a los que lo pidan.

Sobre el autor: Director del Instituto de Evangelismo de la División Norteamericana.


Referencias

[1] La primera ola comenzó con el nacimiento del Pentecostalismo moderno cuando Agnes Oxman, alumna de la Escuela Bíblica de Charles Fox Parham, habló en lenguas como resultado de una búsqueda ferviente del Espíritu Santo por parte de toda la escuela. La segunda ola (o movimiento neocarismático) se inició con Dennis Bennett, un ministro Episcopal que comenzó a hablar en lenguas, a principios de 1960. Este supuesto movimiento neocarismático impacto a muchas iglesias protestantes tradicionales y a algunas iglesias católicas. La tercera ola comenzó en algún momento de la década de 1980, cuando las iglesias evangélicas empezaron a buscar manifestaciones sobrenaturales del Espíritu, tales como hablar en lenguas, realizar milagros y tener el don de sanidad.

[2] William D. Mounce, ed„ “Repent, Repentance”, en Mounce’s Complete Expository Dictionary of Old and New Testament Words (Grand Rapids, MI: Zondervan, 2006), pp. 580, 581.

[3] Elena de Wh¡te, El Deseado de todas las gentes (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1990), p. 703.

[4] V. Raymond Edman, They Found the Secret (Grand Rapids, MI: Zondervan, 1960,1984), pp. 33, 34.

[5] Citado en Brian H. Edwards, Revival A People Saturated With God (Darlington, Reino Unido: Evangelical Press, 1997), p. 152.