Tendencias que afectan no solo a los jóvenes, sino a todos nosotros

¿Qué hacer con los jóvenes? Durante mucho tiempo se respondió a esta pregunta basándose en la llamada teoría generacional, la que divide a la sociedad en categorías como “baby boomers”, generación X, Y, Z, entre otras. Muchos líderes cristianos, cuando ven que los jóvenes se distancian, recurren a este tipo de explicaciones: “la generación Z está menos comprometida”, “los millennials son más críticos con la iglesia”, etcétera.

La teoría generacional propone que las personas nacidas en determinados periodos históricos comparten ciertas características en común. Sin embargo, este enfoque ha sido criticado en varias ocasiones. La principal es que generaliza en exceso al atribuir rasgos de personalidad o comportamiento basándose únicamente en la fecha de nacimiento.

Pero ¿el problema está realmente en la generación o en la época en la que todos vivimos? Quizá la mejor lente para entender este fenómeno sea el concepto de “espíritu de la época” (Zeitgeist, en alemán): un conjunto dominante de ideas, valores y actitudes que moldean una sociedad e influyen en todos, independientemente de la edad.

La Biblia afirma que, antes de salvarnos, andábamos según “la corriente de este mundo”, según el espíritu de la época (Efe. 2:1-3). El apóstol Pablo explica que este modo de pensar está influido por fuerzas espirituales malignas: el “príncipe de la potestad del aire”. Esto demuestra que el espíritu del siglo no es neutral: puede oponerse activamente a Dios.

Los enfoques basados en teorías generacionales pueden ofrecer algunas ideas, pero tienden a estigmatizar a los más jóvenes como si fueran los principales responsables de la actual crisis espiritual. Se habla mucho de “jóvenes no comprometidos”, “generación líquida”, “relativismo”. Sin embargo, este discurso ignora que el “espíritu de la época” afecta a todas las generaciones, incluidas las personas mayores, que a menudo naturalizan, reproducen e incluso defienden aspectos culturales contrarios al evangelio.

Por eso, en lugar de preguntarnos “¿Qué les está pasando a los jóvenes?”, quizá la pregunta más honesta sea: “¿Qué le está pasando al cuerpo de Cristo en nuestro tiempo?” Tenemos que ir más allá de las caricaturas generacionales y reconocer que la crisis no es solo de los jóvenes. El desafío es colectivo, y la responsabilidad también.

No es una cuestión de edad

El concepto de “espíritu de la época” nos ayuda a comprender que existe una atmósfera cultural dominante que moldea las mentalidades, los deseos y las prioridades, y esto trasciende los grupos de edad. La obsesión por el consumo, la búsqueda constante de la comodidad, la glorificación de la apariencia y la desconfianza en las instituciones son señas de identidad de nuestro tiempo. E influyen tanto en los adolescentes como en los ancianos de la Iglesia.

Las características de los “tiempos difíciles” de los últimos días, descritos en 2 Timoteo 3:1 al 5, pueden identificarse fácilmente en personas de cualquier edad u orientación ideológica. Pablo retrata el espíritu de una época marcada por las actitudes y el comportamiento de una sociedad decadente, un escenario que afecta incluso a quienes mantienen la “apariencia de piedad”.

No se trata de un problema exclusivo del siglo XXI. Ya en los tiempos de la Iglesia apostólica resonaba el llamamiento a los cristianos para que se apartaran del espíritu corrupto de aquella generación: “Sean salvos de esta perversa generación” (Hech. 2:40). Yendo aún más atrás en el tiempo, los profetas del Antiguo Testamento denunciaron con frecuencia el espíritu colectivo dominante de su época, y a menudo estas advertencias iban dirigidas precisamente al pueblo de la alianza, incluidos sus reyes y sacerdotes. Las pautas humanas de sumisión al espíritu de la época se repiten a lo largo de la historia. Después de todo, “no hay nada nuevo bajo el sol” (Ecl. 1:9).

En cada época en la que el pueblo de Dios estuvo dominado por estructuras culturales pecaminosas, el llamado divino no fue simplemente a “arreglar a los jóvenes”, sino a un arrepentimiento colectivo y a un retorno radical al pacto.

¿Cuál es el espíritu de nuestro tiempo?

Muchos pensadores se han dado cuenta de que el espíritu de la épocaen la cultura occidental actual gira en torno a una lógica emocional, sentimentalista y terapéutica. Como dijo el filósofo Gilles Lipovetsky, vivimos en la era del “Narciso encadenado”: libres de las normas y restricciones tradicionales, pero atados por nuestra propia imagen, la búsqueda incesante de aprobación y la comparación constante en el escaparate de las redes sociales.[1] Esta promesa de libertad no ha producido adultos más autónomos, sino individuos más frágiles ante sus propias emociones, incapaces de “resistir tanto las peticiones externas como los impulsos internos”.[2] La consecuencia es una identidad excesivamente sensible, expuesta y desorientada.

Philip Rieff llama a esta identidad sensible “hombre psicológico”: “El hombre religioso ha nacido para ser salvado; el hombre psicológico ha nacido para ser complacido”.[3] La transformación del “yo creo” al “yo siento” marca la transición de una cultura fundada en la trascendencia a otra centrada en el bienestar emocional. La autoridad ya no es lo sagrado, sino lo emocional. La religión de nuestro tiempo es el confort interior, y sus templos son entornos desinfectados de cualquier dolor o malestar.

La felicidad ya no es solo un objetivo, sino también un criterio moral. Cualquier malestar emocional tiende a interpretarse como una injusticia: “Si duele, es porque está mal”. Según Theodore Dalrymple, el espíritu de nuestro tiempo está conformado por un “sentimentalismo tóxico”, en el que la felicidad se trata como un derecho absoluto, el sufrimiento se considera una injusticia intolerable y la responsabilidad personal se sustituye a menudo por el victimismo.[4]

La cultura terapéutica y la “psicologización” de la fe

El homo sentimentalis –expresión acuñada por Milan Kundera– no es simplemente alguien que tiene sentimientos (algo inherente a todos), sino alguien que ha elevado los sentimientos a la categoría de valor absoluto. En la cultura actual se rechaza cualquier forma de represión emocional y se exalta la fragilidad como virtud. En este contexto, es común promover la idea de que todo fracaso es culpa de la sociedad.

El auge de la cultura terapéutica ha alimentado la búsqueda incesante de la autoexpresión individual, algo que a menudo se fomenta bajo la etiqueta de “autenticidad”. En este nuevo escenario, asistimos a la “psicologización” de la teología cristiana: los predicadores dejan a menudo de exponer la Palabra de Dios, mientras que el terapeuta asume el papel del ministro, ofreciendo alivio emocional en lugar de salvación. Como resultado, la religión se basa en una autosuficiencia ilusoria, y la gente tiende a abandonar sus responsabilidades cuando no experimenta una satisfacción inmediata.

El problema es que esta expectativa narcisista choca con la realidad de la vida y, en particular, con la vida cristiana, que exige entrega, renuncia y sacrificio. Si los mártires, los pioneros o los misioneros hubieran adoptado esta lógica sentimentalizada, no habrían podido soportar el peso de su vocación. En el camino cristiano, el sacrificio, la frustración y el dolor no son necesariamente signos de que “algo va mal”; son precisamente marcas de fidelidad.

El impacto en la identidad y la comunidad cristianas

La cultura actual lleva al egocentrismo, pero en su interior, muchos encuentran soledad, angustia y vacío. Charles Taylor explica que hoy en día las personas construyen su identidad contándose historias sobre sí mismas: sus deseos, experiencias y logros.[5] La pregunta “¿quién eres?” se responde ahora con una narración centrada en el “yo”, y ya no se basa en los vínculos con Dios, la familia, la iglesia o la comunidad. El “yo” se ha convertido en el centro de todo.

Philip Rieff observa que, a lo largo de la historia, las culturas siempre se han estructurado en torno a ritos y creencias de carácter normativo. Las sociedades no se mantenían por la fuerza, sino porque la gente quería obedecer, convencida de que había un bien mayor. Este tipo de organización producía una sensación de bienestar e incluso de libertad, precisamente porque ofrecía claridad sobre lo que era necesario para vivir bien.

Históricamente, no existe “cultura” sin “culto”, sin un sistema de rituales y creencias que organice la vida, ofrezca respuestas estables y establezca un orden y unos límites morales. Pero hoy en día, puede que hayamos perdido el culto; y sin el culto, acabamos perdiendo también la cultura.

El “deísmo moralista terapéutico”

Pero en lugar de promover el ateísmo, el espíritu de nuestro tiempo ha dado lugar a un nuevo tipo de cristianismo: una religión dominante que el sociólogo Christian Smith denomina “deísmo moralista terapéutico”.[6] Esta forma de religiosidad cree en un Dios que existe, pero que es mantenido a la distancia y cuya intervención solo es bienvenida en casos de emergencia. Es, en la práctica, un tipo de semideísmo.

La religión se considera un instrumento para hacer que la gente sea buena y se comporte bien (moralismo), y se centra en una ética social superficial, no en la transformación espiritual ni en la salvación. Además, la fe se utiliza como herramienta para el bienestar emocional, en la que Dios asume el papel de un “terapeuta divino” cuyo principal objetivo es hacer que la gente se sienta bien (terapéutico).

El espíritu de nuestra época puede describirse como la época del sujeto insaciable, hambriento de validación y entregado a sí mismo. Cuando esta validación falla, sobrevienen la frustración y el abandono de los compromisos. La búsqueda de la autenticidad emocional, que exige que todo sea espontáneo, ligero y placentero, entra en conflicto con las vocaciones y responsabilidades que implican rutina, sacrificio y perseverancia.

Autoevaluarse antes de actuar

No es difícil darse cuenta de que no se trata de un problema exclusivo de los jóvenes. Cuántos cristianos experimentados –incluidos líderes religiosos– han abandonado la familia, la carrera e incluso la fe en nombre del lema interior: “¡Merezco ser feliz!” La verdad es que la búsqueda desenfrenada de libertad y autonomía se ha convertido en una enorme prisión emocional en la que entran personas de todas las edades.

Este espíritu no está solo “ahí fuera”, sino que moldea nuestros gustos, valores y decisiones. Por eso no basta con criticar la cultura actual, sino que hay que reconocer hasta qué punto hemos sido moldeados por ella. Philip Rieff advertía: “El hombre moderno no se encuentra en la posición de un sabio que pone en evidencia a un tonto, o de un hombre sano que examina a un enfermo. Todos somos tontos, todos estamos enfermos, y hasta que no nos enfrentemos a la conmoción de este reconocimiento, no seremos capaces de entender nuestro tiempo”.[7]

Al igual que en las turbulencias de un avión, primero tenemos que ponernos la máscara de oxígeno nosotros mismos antes de intentar ayudar a los demás a resistir el espíritu de la época. Necesitamos tener algo que ofrecer: no podremos compartir si no tenemos nada para compartir.

No se trata solo de los jóvenes

Por supuesto que hay retos específicos de la juventud –“las pasiones juveniles” (2 Tim. 2:22)–, pero el “espíritu del siglo” moldea a todas las generaciones. Las teorías generacionales etiquetan y simplifican; la Escritura, en cambio, nos llama a discernir “fortalezas”, “razonamientos falaces” y “toda arrogancia” (2 Cor. 10:4, 5) que afectan a la Iglesia. La mundanidad no es exclusiva de los jóvenes: la “soberbia de la vida” (1 Juan 2:16) también seduce a las personas mayores. La madurez espiritual no llega automáticamente con la edad, sino con la acción continua del Espíritu Santo.

Quizá debamos centrarnos menos en criticar a los jóvenes y más en discernir los valores culturales que afectan a todos. En lugar de decir “así son los jóvenes”, quizá deberíamos reconocer: “vivimos en un tiempo así, y los jóvenes lo expresan de una determinada manera”. Líderes y pastores buscan a menudo métodos innovadores para involucrar a las nuevas generaciones en la misión de la iglesia. Sin embargo, cuando adoptamos una visión superficial basada en teorías generacionales, corremos el riesgo de recurrir a paliativos –como “modernizar el culto” y “hablar el lenguaje de los jóvenes”– sin enfrentarnos a los valores distorsionados que afectan a todos los miembros de la comunidad.

En contextos influidos por la cultura del bienestar, el consumo y el entretenimiento, existe una tendencia a transformar la misión de la iglesia en algo atractivo, fácil y divertido, lo que genera expectativas equivocadas. Los ministerios se promueven como experiencias agradables y motivadoras, mientras evitan hablar de sacrificio, renuncia o sufrimiento, temas centrales en el discipulado bíblico (Mar. 8:34; 2 Tim. 3:12).

Muchos estudiantes de teología llegan a los seminarios con expectativas equivocadas sobre el ministerio, que no siempre es emocionante, fácil o gratificante. Inevitablemente, esto conduce a la frustración y al abandono, porque definitivamente no es para quienes valoran el placer y el bienestar por encima de todo. Como dice Pablo: “Atribulados en todo, pero no angustiados; en apuros, pero no desesperados; perseguidos, pero no desamparados; abatidos, pero no destruidos” (2 Cor. 4:8, 9).

Si el problema de los jóvenes –y de toda la Iglesia– es el “espíritu de la época”, no hay que alentarlo, sino enfrentarse a él. La misión bíblica es formar un pueblo santo, profético y contracultural. Esto requiere la formación de discípulos maduros, no de consumidores religiosos sentimentalizados. Más que programas, necesitamos cultivar relaciones intencionales de formación espiritual, para generar discípulos que sepan llevar la cruz (Mat. 16:24) y no solo “sentirse bien”.

La resistencia a la cultura del “yo terapéutico” representa un retorno a las raíces del discipulado bíblico: un camino marcado por la cruz, la comunión, la fidelidad y la esperanza. Las nuevas generaciones no necesitan estímulos narcisistas y sentimentalizados, pero sí una sólida formación espiritual basada en la Palabra.

Si creemos en el poder del evangelio, no hay que diluirlo –o “endurecerlo”– para adaptarlo a una generación. Debe proclamarse con poder y gracia, capaz de liberar a todas las generaciones de la dominación cultural invisible que las esclaviza.

Sobre el autor: Isaac Malheiros Profesor de Teología en la UNASP, Brasil, Vanessa Meira es Profesora de Teología en la UNASP, Brasil


Referencias

[1] Gilles Lipovetsky, A Felicidade Paradoxal (Cia das Letras, 2008), p. 127.

[2] Lipovetsky, A Felicidade Paradoxal, pp. 126, 127.

[3] Philip Rieff, O Triunfo da Terapêutica (Brasiliense, 1990), p. 19.

[4] Theodore Dalrymple, Podres de Mimados (É Realizações, 2015).

[5] Charles Taylor, As Fontes do Self (Loyola, 1997).

[6] Christian Smith, Soul Searching (Oxford University Press, 2005).

[7] Rieff, O Triunfo da Terapêutica, p. 40.