Estamos inmersos en un pensamiento colectivo que prioriza el conocimiento teórico en desmedro de la experiencia práctica.

No; no es un artículo sobre el tema de los orígenes, como podría sugerir a primera vista el título.

El “eslabón perdido” acerca del que pretendemos reflexionar en estos párrafos, no tiene que ver con el significado de los fósiles, sino más bien con el significado de la vida; no tiene que ver con los rastros inertes dejados por la bios,[1] sino más bien con la presencia vivificante de la zoé.[2] Y no tiene relación con los supuestos millones de años de antigüedad que tendría la humanidad, sino más bien con la eternidad que Dios ha colocado en el corazón del hombre (Ecl. 3:11).

El problema

Recuerdo a mi profesor de Matemáticas del colegio secundario. Llegué a admirar mucho a ese hombre experto en Matemáticas y gran pedagogo. Pero había algo en él que no podía terminar de comprender: su inveterado hábito de fumar grandes y numerosos cigarrillos. Me preguntaba entonces: ¿Cómo un hombre tan inteligente y culto no se da cuenta de que el cigarrillo lo está matando? ¿Por qué su destacada capacidad intelectual no le es suficiente para ver esa realidad?

Hoy, como pastor, la esencia de ese cuestionamiento aún está en mi mente, pero referido ahora a otra situación: la vida de los que profesamos ser cristianos. Ahora, las preguntas que me inquietan son del estilo: ¿Cómo puede alguien “saber” tan bien qué es lo bueno y practicarlo tan poco, o tan deficientemente? ¿Cómo puede una persona ser experta en Teología y malograr su vida espiritual y moral, a veces de una forma escandalosa?

¿Por qué se produce ese fatal “desfasaje” entre los valores aprendidos y las acciones practicadas?

El problema no es nuevo, pero la preocupación es creciente. Una investigación realizada en la Iglesia Adventista mundial en el año 2002, reveló que, “si bien los índices de comprensión doctrinal eran altos, existían varias ‘áreas preocupantes’, entre las que se hallaban la baja participación en la oración diaria y el estudio de la Biblia, el testimonio activo cristiano en la comunidad, y la participación en el servicio comunitario”.[3] Un poco más adelante, citando al Dr. Jon Dybdahl, este informe comenta: “Tradicionalmente, la iglesia adventista ha enfatizado la verdad intelectual y la aceptación de ciertos hechos e ideas acerca de Dios […]. Al menos en muchos lugares, no se ha hablado lo suficiente acerca de la importancia de experimentar directamente a Dios. La diferencia se da entre saber acerca de Dios y conocer a Dios… Es mucho más fácil comunicar un hecho que una experiencia”.[4] (la cursiva fue añadida.)

Un poco de historia

En este sentido, la historia puede ser útil para intentar comprender el origen de este problema. Los antiguos semitas no concebían la reflexión separada de la acción. En armonía con la cosmovisión bíblica, para los semitas hebreos “conocer” era un proceso que implicaba recibir la información y actuar en consonancia. Para ellos, el conocer implicaba también el hacer. Citando a Smith “El pensamiento no podía concluir sin la acción; el conocimiento exigía el acto concreto. (…) Para ellos, la reflexión como pura ‘gimnasia mental’ carecía de importancia La reflexión y la acción fueron entendidas como dimensiones de un mismo asunto”.[5] Sin embargo, por causa del auge del pensamiento, griego, el modelo semítico de aprendizaje comenzó a ser relegado imponiéndose un dualismo que diferenciaba el saber práctico del saber teórico, atribuyendo a este último un valor superior. Así, Platón propuso un “mundo de las ideas” (saber teórico) como perfecto, en contraste con un “mundo de lo concreto” (saber práctico, experiencias) como inferior e imperfecto. Aristóteles adhirió a este dualismo con su teoría de un “conocimiento racional” (teórico y abstracto) en contraste con un “conocimiento común” (cotidiano y práctico). Con este énfasis, los griegos despreciaron la acción práctica por considerarla contaminada, y exaltaron el saber teórico considerándolo perfecto y puro. Smith señala que así comenzaron a expandirse “las bases de un proceder que fisuró la integridad del pensamiento operante […] y distinguió la reflexión teórica como algo distinto de los hechos prácticos […]”.[6]

En tiempos del Medioevo, el pensamiento griego desplazó definitivamente a la cosmovisión hebrea y, mediante el fenómeno de la helenización de la cultura, condicionó las formas de reflexión de Occidente. Luego, durante la Modernidad, este modelo dicotómico se afianzó y fue decisivo en función de determinar el pensamiento contemporáneo caracterizado por la disociación entre la teoría y la práctica.[7]

El “eslabón” que se perdió

De esta manera, podría decirse que estamos inmersos en un pensamiento colectivo que prioriza el conocimiento teórico en desmedro de la experiencia práctica: lo importante es aprender, aunque no haya tiempo para aprehender (en el sentido de “apropiarse” o “hacer propio” el conocimiento). Si la lección (de cualquier ámbito, en este caso del teológico) es “entendida” intelectualmente (quizá recitada y hasta “explicada” satisfactoriamente), ya es tiempo de pasar a la siguiente. Pero, ¿y el “eslabón” de la vivencia? ¿Puede una lección quedar aprehendida si no ha sido experimentada o vivida?

El modelo bíblico del conocimiento rigurosamente incluye la experimentación de lo recibido intelectualmente. Un ejemplo significativo podría observarse en los numerosos textos del Antiguo Testamento que contienen la fórmula “corazón-alma”.[8] En estos textos, el Señor enfatiza a su pueblo que lo recibido en el corazón (intelecto, personalidad consciente)[9] debe ser trasladado al alma (vida, ser íntegro).[10] Según la Palabra de Dios, solo siguiendo esta dinámica puede lograrse el verdadero conocimiento, el conocimiento que transforma al ser humano.[11]

Ya en el Nuevo Testamento, Jesús se refirió a la fórmula “corazón-alma”, citando la declaración central de la fe hebrea: “Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mar. 12:29,30; ver Mat. 22:37 y Luc. 10:27). Esta declaración, conocida como la shemá hebrea (Deut. 6:4, 5), señala enfáticamente que “el cristianismo exige todo lo que el hombre es y tiene: su mente, sus afectos y su capacidad de acción”.[12] Es interesante notar que las tres veces que los evangelios registran esta declaración de Jesús, tienen que ver con un planteo teológico que los fariseos hacían con el propósito de discutir con Cristo. El Maestro puso fin a tal discusión en cada oportunidad citando categóricamente la fórmula “corazón-alma” de la shemá. Quizás hoy también necesitemos concentrarnos menos en la discusión teológica y preocuparnos más por recuperar el eslabón perdido de la vivencia personal de todas las verdades de nuestra declaración de fe. O, al menos, pactar una tregua (¿con nosotros mismos?) para “actualizar” nuestra experiencia personal con respecto a toda la maravillosa luz que Dios se ha dignado en revelarnos.

La recuperación del eslabón

Podría establecerse una correspondencia entre la “teorización” del conocimiento y el paradigma tradicional de la inteligencia. Tradicionalmente, se ha considerado inteligente a aquel que se destaca en las capacidades de memorización de datos, pensamiento abstracto y manejo del lenguaje con eficacia. Así como al conocimiento, se ha limitado a la inteligencia al plano del ejercicio teórico.

Sin embargo, las permanentes investigación y reflexión sobre el tema de la inteligencia han resultado en conceptos más amplios, que actualmente se postulan para explicarla. Así, durante la década pasada surgió el concepto de “Inteligencia emocional”, que define como inteligente al individuo que desarrolla “habilidades tales como ser capaz de motivarse y persistir frente a las decepciones; controlar el impulso y demorar la gratificación, regular el humor y evitar que los trastornos disminuyan la capacidad de pensar; mostrar empatía y abrigar esperanzas”.[13] Es decir, “un núcleo común de aptitudes personales y sociales que resulta ser un ingrediente clave para el éxito”.[14] Puede observarse, en este nuevo paradigma de la inteligencia, una preocupación por abarcar la esfera vivencial del desarrollo humano. La inteligencia ya no estaría conceptuada solamente como la capacidad que se expresa intelectualmente, sino también como una capacidad que se evidencia en el accionar o la conducta del individuo.

Aún más, este interés de integrar lo intelectual con el accionar ha llevado a algunos investigadores a considerar la posibilidad de que exista una inteligencia moral o espiritual;[15] es decir, la capacidad de ser consecuente con un sistema de valores adoptado como verdadero.[16] En este intento de integrar la inteligencia con la moralidad, se puede observar lo que señala Smith cuando escribe: “El principio de unidad íntegra de reflexión-acción de la antigüedad no fue un proceder primitivo. La búsqueda de recuperación actual de esa unidad es prueba de una pérdida que se produjo en el transcurso de la historia”.[17] De hecho, el concepto “revolucionario” de la inteligencia espiritual[18] no es novedoso desde el punto de vista bíblico.[19] La Biblia contiene esta expresión en el texto de Colosenses 1:9: “[…] nosotros […] no cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad [la de Dios] en toda sabiduría e inteligencia espiritual”. El apóstol Pablo expresaba estas palabras al escribir la introducción de su epístola a los cristianos de Colosas.

En este punto, podría ser importante considerar que en la Epístola a los Colosenses, Pablo aborda ciertas problemáticas doctrinales que estaban afectando seriamente la fe de esa comunidad cristiana (Col. 2:8, 20, 21; 2:18; 2:16). Se estaban propagando entre sus miembros falsas enseñanzas que aparentemente provenían de los judaizantes y de los gnósticos, aunque hoy no resulten totalmente claros los detalles precisos de esas herejías.[20] Lo cierto es que el apóstol aborda, en esta epístola, una empresa teológica significativa: refutar la herejía colosense presentando el “misterio de Cristo” (Col. 4:3).[21] Sin embargo, en un tratado teológico de tal envergadura, Pablo dedica la mitad de su epístola a tratar aspectos prácticos de la vida cristiana (Col. 2 y 3). Como lo señala Franz Mussner: “’El misterio de Cristo’ sobre el que habla el apóstol Pablo tan encarecidamente en la carta a los colosenses, tiene que producir sus frutos también en la vida cotidiana, para que se forme el ‘hombre perfecto’ que el Apóstol querría presentar a Cristo en el Juicio venidero (1:28)”.[22] La solución para la crisis de la iglesia de Colosas no era solo una serie de lecciones doctrinales, sino también una profunda revisión del estilo de vida, de la vivencia de la fe.

Es interesante notar que en el único documento bíblico en que aparece la expresión “inteligencia espiritual”, la Epístola a los Colosenses, se presenta la conexión doctrina – ética (o teórico – práctica) de una forma destacada; ya en el contexto literario inmediato de Colosenses 1:9 puede notarse este énfasis. En ese texto, Pablo confiesa que su oración incesante por los colosenses es porque sean llenos del “cabal conocimiento”[23] de la voluntad de Dios “en toda sabiduría e inteligencia espiritual”. Un conocimiento cabal, íntegro, de la voluntad de Dios, logrado mediante la inteligencia espiritual, se traducirá no solo en buenos informes de exégesis, sino también en el andar “como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios” (Col. 1:10). Aquí, Mussner señala acertadamente que “el conocimiento de la voluntad de Dios tiene que efectuarse con toda sabiduría e inteligencia espiritual [ya que] […] el conocimiento cristiano de la voluntad de Dios no tiene lugar mediante una interpretación refinada y perfectamente casuística de la ‘letra’, sino cuando se escucha con atención la Palabra de Dios y la voz del Espíritu de Dios en nuestro espíritu. Esta comprensión, operada por el Espíritu, facilita una acción según la voluntad de Dios con toda sabiduría; en esta comprensión se muestra un realismo viviente. Tenemos que pedirla sin cesar”.[24] Esta es nuestra necesidad hoy, y nuestro desafío.

La prioridad del compromiso

Necesitamos comenzar hoy, ahora. Necesitamos aferrarnos de la promesa de Dios para su pueblo: “Haré que haya coherencia entre su pensamiento y su conducta […] para su propio bien y el de sus hijos” (Jeremías 32:39, NVI); esta es nuestra habilitación.

Necesitamos comenzar a experimentar de forma más plena lo que tan decididamente defendemos y recomendamos. Se atribuye a Sócrates la afirmación de que “la piedra de afilar no corta”. Quizás esta metáfora sea válida para quienes deben enseñar los contenidos del saber humano; pero, aplicada a quienes debemos enseñar la ciencia de la salvación, el conocimiento de Dios, se toma totalmente falaz. ¿Con qué autoridad podríamos enseñar la voluntad de Dios, si esta no está comprometiendo cada fibra de nuestro ser? La autoridad necesaria, como lo indica la etimología del término,[25] proviene de ser autores en nuestra propia vida de lo que enseñamos. “El que enseña la verdad debe avanzar en conocimiento, creciendo en la gracia y en la experiencia cristiana, cultivando hábitos y prácticas que honren a Dios y su Palabra. Debe mostrarle a otros cómo hacer una aplicación práctica de la Palabra”.[26] ¿Anhelamos ser instrumentos verdaderamente útiles en las manos del Señor? Consideremos entonces las estremecedoras palabras inspiradas: “Podemos cooperar con él solamente revelando en nuestra vida su carácter”.[27]

Necesitamos detener nuestra vertiginosa marcha y caer a los pies del Salvador. Necesitamos pasar más tiempo a solas con el Maestro. Necesitamos darnos la oportunidad de volver a “gustar y ver cuán bueno es el Señor” (Sal. 38:5).

¿Cuándo, dónde, por qué se interrumpió en nuestra vida esa maravillosa experiencia? Necesitamos reflexionar acerca de esto. “Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras]…]” (Apoc. 2:5). Allí encontramos el eslabón perdido; allí necesitamos volver a comenzar. Allí podemos volver a comenzar. Jesús nos está esperando en ese mismo lugar, con los brazos abiertos.

Sobre el autor: Es Capellán de la Universidad Adventista del Plata, Rep. Argentina.


Referencias

[1] En el griego bíblico: vida biológica (Véase W.E. Vine, Diccionario expositivo de palabras del Nuevo Testamento, Terrasa, Barcelona: CLIE, 1984, t. 4, p. 256).

[2] En el griego bíblico: vida eterna (Ibíd.).

[3] ANN Bulletin, Seventh-day Adventist Church World Headquarters, “Las iglesias enfatizan la “formación espiritual” (6 de febrero de 2004).

[4] Ibíd., p. 2

[5] René R. Smith, El proceso pedagógico: ¿agonía o resurgimiento? (México: Publicaciones Universidad de Montemorelos, 2005), p. 20.

[6] Ibíd., p. 22.

[7] Ibíd., pp. 23-25.

[8] La aparición de esta fórmula se destaca en el libro de Deuteronomio (4:29; 6:5; 10 12; 11:13, 18; 13:3; 26:16; 30:2, 6, 10)

[9]  Vocabulario de Teología Bíblica, ed. 1967; ver “Corazón”.

[10] Ibíd., ver “Alma”.

[11] Solo siguiendo esta dinámica, la información recibida puede transformarse en un conocimiento que capacite a las personas para “ordenar sus vidas de acuerdo con la voluntad revelada de Dios” (“Introducción a Deuteronomio”, Comentario bíblico adventista, ed. E D. Nichol, trad. V. E. Ampuero Matta [Boise: Publicaciones Interamericanas, 1978- 1990], t. 1, p. 968). Siendo este el llamado especial que Moisés hacía a Israel en el libro de Deuteronomio, es significativa la recurrencia de la fórmula “corazón-alma” en tal documento.

[12] “Tu corazón” [Deut. 6:5], Comentario bíblico adventista, t. 1, p. 988. (Énfasis agregado.)

[13] Daniel Goleman, La inteligencia emocional (Buenos Aires: Javier Vergara Editor, 1996), p. 54.

[14] Daniel Goleman, La inteligencia emocional en la empresa (Buenos Aires: Javier Vergara Editor, 1999), p. 34.

[15] Howard Gardner, La inteligencia reformulada (Barcelona: Paidós, 2001), pp. 62-86.

[16] Ibíd., p. 84.

[17] Smith, p.

[18] Véase en la web el marcado interés que existe sobre este concepto, pero abordado más bien desde una perspectiva especulativa (filosófica o mística); aunque también puede observarse algunos intentos de estudios psicológicos al respecto.

[19] Véase: Martín R. Arias, “La inteligencia más necesaria”, Ministerio adventista 308 (julio-agosto 2004), pp. 23-25.

[20] Meter O’Brien, Colossians, Philemon, Word Biblical Commentary (Waco, Texas: Word Books, 1986), pp. xxx-xxxviii.

[21] Franz Mussner, Carta a los Colosenses (Barcelona: Editorial Herder, 1979), pp. 5-7.

[22] Ibíd., p 7.

[23] Reina Valera 2000. La Biblia de Jerusalén traduce: “Pleno conocimiento”.

[24] Mussner, pp. 31, 32. (Énfasis agregado.)

[25] Diccionario etimológico de la lengua castellana, ed. rev. 1946, ver “Autoridad”

[26] Elena G. de White, Ser semejantes a Jesús (Buenos Aires: ACES, 2004), p. 104.

[27] Ibíd., p. 95