El sermón no es solo algo que el orador puede entregar. Es la revelación de Dios, que nos alcanza y nos pide que tomemos decisiones para la eternidad.

Aunque muchos miembros de iglesia se preguntan por qué necesitan asistir a la iglesia, la verdad es que ellos tienen una comprensión clara de que no existe una religión saludable si se practica de manera solitaria. Si existió alguien que no necesitaba asistir a los cultos, tomando en cuenta la relación que mantenía con Dios, ese fue Jesús. Él no concordaba con todo lo que oía en la sinagoga y, a veces, criticaba la liturgia vigente, pero nunca dejó de asistir a los cultos, “conforme a su costumbre” (Luc. 4:16).

En el momento en que aceptamos las enseñanzas de la iglesia y decimos “Si” al voto bautismal, ingresamos en una comunidad de santos y es nuestro privilegio adorar a Dios en su compañía. Inspirado por Dios, David escribió: “Yo me alegré con los que me decían: A la casa de Jehová iremos” (Sal. 122:1). Dijo, además: “Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía” (Sal. 133:1).

El culto nunca debe representar una penitencia; es un encuentro con Dios, con el fin de adorarlo en la belleza de su santidad. Es el reconocimiento de que estamos ante la presencia de Alguien más elevado y mejor que nosotros. Por esta razón es que le ofrecemos nuestros pensamientos, nuestra gratitud y nuestras aspiraciones, dedicándole tiempo, talentos y recursos.

Consecuentemente, el adorador desea, y espera, un culto que fortalezca su fe; que la predicación sea espiritualmente nutritiva; que los cánticos y las oraciones alegren el corazón. Con el objetivo de que ese propósito sea alcanzado, los organizadores del culto deben preocuparse por su estructura; es decir, por su liturgia. Nada debe congestionar las avenidas de una mente deseosa de recibir las bendiciones divinas.

La programación del culto debe ser significativa y progresiva. Cada parte debe contribuir para que el adorador concrete su dedicación personal. No debe haber una mezcla de actividades inconexas, sin relación entre sí, abandonando al sermón a su propia suerte.

Lamentablemente, la estructura del culto contemporáneo se ha orientado de forma horizontal, en lugar de vertical. La música y el sermón se presentan de una forma tal que desarrollan más el sentimentalismo, el compañerismo y la socialización. Se convirtió en una celebración, y su contenido es relegado a la esfera de lo místico. Casi no existen afirmaciones de fe ni aspiraciones de buscar a Dios como lo hacía David (Sal. 42). Ser elevado en la búsqueda de Dios es tener una religión sana; orientada hacia la divinidad.

Responsabilidad pastoral

Solo cuando prestamos la debida atención a todos los pormenores de una liturgia correcta, con la preparación debida para un culto, podemos elevar a los oyentes a una adoración verdadera en la presencia de Dios.

Ningún detalle del culto debe ser tratado con liviandad; todo aspecto es importante y significativo. “Nada de lo que es sagrado, nada de lo que pertenece al culto de Dios, debe ser tratado con descuido e indiferencia” (Joyas de los testimonios, t. 2, p. 193). Dios estableció que la adoración fuese atractiva, bella e inspiradora. No debemos confundir humildad con mal gusto y relajo. La adoración está destinada a ser una experiencia agradable en la vida de los fieles; no ideada para debilitar, sino para fortalecer. “Dad a Jehová la honra debida a su nombre; traed ofrenda, y venid delante de él; postraos delante de Jehová en la hermosura de la santidad” (1 Crón. 16:29).

El Señor designó que la verdadera adoración nos hiciera felices; que nos brindara la seguridad ahora y nos preparase para cielo. El pastor es esencialmente responsable por el culto. Él debe estar muy consciente de la santidad y de la importancia del culto, junto con todas sus implicancias. En virtud de su preparación académica y vocacional, el pastor necesita estar a la altura de la dignidad de su función, siendo un partícipe convencido en la liturgia.

Durante el culto, se espera que el pastor se pare dignamente, que cante con la congregación, y que evite colocar sus manos en los bolsillos y cruzarse de piernas. No debiera estar revisando su sermón, buscando pasajes bíblicos, distrayéndose; mucho menos conversar con los integrantes de la plataforma. Debe participar del culto, pues también es un adorador. Lo que él haga afectará a los adoradores y al desarrollo del culto. El pastor que no propicie una atmósfera de dignidad en el culto, facilitando la comunión con el Señor, estará en falta delante de Dios.

Según Karl Barth, “el culto constituye la acción más trascendental, más urgente y más gloriosa que puede tener un ser humano”. En la cultura adventista, el culto del sábado parece ser el más destacado. En él, se cuenta con la mayor cantidad de personas, lo que muchas veces favorece la realización de actividades ajenas a la experiencia de la adoración. Liderando una iglesia con un programa rico y abarcador, necesitamos alcanzar, con ese programa, al mayor número de personas. Por eso, al promoverlo, somos tentados a sobrecargarlo, dejándolo espiritualmente empobrecido. Son actividades y ceremonias importantes, pero deben realizarse en otro horario.

El programa de la iglesia no puede ser dejado de lado. Sin embargo, su funcionamiento no debe ser tan aparatoso ni desordenado como para no escuchar la voz de Dios durante el culto. Es importante recordar que el miembro de iglesia que tuvo un encuentro con Dios estará más dispuesto a responder al llamado de Dios para involucrarse en la misión. Por lo tanto, la mejor promoción para el desarrollo de la iglesia es un culto efectivo y bien organizado, bajo la dirección del Espíritu Santo.

Muchas personas toman su decisión por Cristo durante el transcurso del culto. Siempre que este se planifique y se ejecute correctamente, los adoradores verán la gloria de Dios que llena la casa de oración (1 Rey. 8:11).

Puente entre Dios y el hombre

El sermón es el elemento principal del culto; en realidad, de manera general, el sermón debe ocupar un tercio del culto. Pero, lo que normalmente ocurre es que hay un desequilibrio entre sus partes. Ya que el sermón está inserto en la liturgia, debe ocupar su lugar correcto. Todas las demás partes deben complementarlo de forma armoniosa, culminando con la predicación, que lleva a los adoradores al pie de la Cruz.

El sermón debe hacer posible el encuentro de Dios con su pueblo. El predicador debe ser el portavoz de Dios al exponer las Escrituras. En el plano divino, el sermón no es algo bueno presentado por un hombre bueno. No es una presentación teológica y bíblica; no es un comentario sobre hechos comunes; no es algo que cualquier orador pueda comunicar. La predicación es la revelación de Dios, alcanzándonos y apelando para que tomemos decisiones para la eternidad.

Pablo instó seriamente a Timoteo: “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2 Tim. 4:1, 2).

Elena de White comenta sobre este pasaje: “En esta exhortación directa y fuerte se presenta claramente el deber del ministro de Cristo. Tiene que predicar la palabra’, no las opiniones y tradiciones de los hombres, ni fábulas agradables o historias sensacionales, para encender la imaginación y excitar las emociones. No ha de ensalzarse a sí mismo, sino que, como si estuviera en la presencia de Dios, ha de presentarse a un mundo que perece y predicarle la Palabra. No debe notarse en él liviandad, trivialidad ni interpretación fantástica; el predicador debe hablar con sinceridad y profundo fervor, como si fuera la misma voz de Dios que expusiera las Escrituras. Ha de hablar a sus oyentes de aquellas cosas que más conciernan a su bienestar actual y eterno” (Obreros evangélicos, p. 153).

No existen alternativas: la predicación se inicia y termina en Dios. Esto es posible solo por medio de la predicación de la Palabra.

Evidentemente, en la adoración se da un diálogo entre la Palabra de Dios y la palabra del hombre; entre el hombre y su semejante. La predicación es completa cuando la Palabra de Dios encuentra resonancia en el hombre, al cual va dirigida. Por esto, la predicación es el puente que une a Dios y al hombre. Es la dinámica de la adoración que el profeta Isaías describe en el capítulo seis de su libro. Es el llamado de Dios y la respuesta del hombre; la confesión humana y el perdón divino. Es la proclamación de la Palabra y la dedicación del adorador; el llamado al servicio y la promesa de poder para el cumplimiento de la misión. Es la predicación la que brinda contemporaneidad a la adoración y se relaciona con la vida de los adoradores.

Los miembros de las iglesias valoran y respetan al pastor, pero igualmente se preocupan por la calidad de los sermones que están oyendo. Muchos están orando a fin de que su pastor les predique la Palabra que alimenta y sustenta como el “Pan del cielo”. o están pidiendo que Dios envíe a otro pastor que lo haga Podemos estar involucrados en la ejecución exitosa de muchas actividades en la iglesia, pero si fallamos en el púlpito la iglesia no nos perdonará, porque no existen sustitutos para la predicación.

Pagando el precio

Uno de los momentos más significativos de la vida de un pastor es cuando se coloca detrás de un púlpito al momento de predicar la Palabra de Dios. Nada debe impedirle que se convierta en un gran predicador, para la gloria de Dios y para la salvación de las personas. Esa es la más sana ambición que el predicador puede tener. Sin embargo, esto significa que él debe estar dispuesto a pagar el precio, es decir, invertir largas horas en el estudio de la Biblia, en la oración y en la meditación. Antes, y sobre todo lo demás, debe vivir su sermón.

Los sermones no son como los hongos, que brotan en una noche. Son como el trigo: se siembran y se cultivan; entonces nace la espiga y después se recoge el grano. El trigo no está listo para ser usado hasta que está completamente maduro. Igualmente, los sermones deben crecer hasta estar maduros en el suelo fértil del corazón del predicador, mientras este es regado por el Espíritu Santo e iluminado por el Sol de justicia. Cuando el predicador profundiza en los grandes temas de la Biblia y llena su mente y su corazón con el mensaje, entonces puede traspasarlo a los oyentes.

Una falla imperdonable

Estamos convencidos de que “de la nada solo puede salir la nada”. Querer predicar sin leer, estudiar, investigar, escribir y, por sobre todo, orar hará que el predicador solo hable banalidades; que hable mucho y diga poco; que esté lleno de palabras, pero vacío en contenido; pobre en convicción y en poder. Si se pasa por alto la comunión espiritual, el resultado será evidente en el púlpito.

No podemos dejar de mencionar que, en toda predicación, el centro debe ser Cristo. Un sermón sin Cristo no es predicación: es una exposición, conferencia o disertación. De todas las fallas que se pueden dar al predicar, la que es imperdonable es la falta de Cristo. Colocar a Cristo como el centro del sermón no es una opción. Elena de White nos dice: “A fin de ser comprendida y apreciada debidamente, cada verdad de la Palabra de Dios, desde el Génesis al Apocalipsis, debe ser estudiada a la luz que fluye de la Cruz del Calvario. Os presento el magno y grandioso monumento de la misericordia y regeneración, de la salvación y redención -el Hijo de Dios levantado en la cruz. Tal ha de ser el fundamento de todo discurso pronunciado por nuestros ministros” (El evangelismo, p. 142).

Finalmente, el trabajo del pastor no está limitado al púlpito. Hay muchas cosas por hacer y, por esto mismo, él ocupa una posición singular entre otras vocaciones, inspirando fe, esperanza y amor a la familia humana. En esta tarea, el pastor es asistido por los ángeles celestiales. Pero él es un mensajero del Señor. Él púlpito tiene un lugar central en el rol pastoral. Si el pastor se esconde en la Cruz de Cristo, los oyentes oirán y responderán al poderoso mensaje de salvación.

Sobre el autor: Profesor de Teología jubilado, vive en San Pablo, Rep. del Brasil.