Reimpreso con permiso del número de marzo-abril de 1997 de Christian Ministry. Copyright 1997 por Christian Century Foundation.

            En su libro clásico Worship, publicado en 1936, Evelyn Underhill trazó una distinción decisiva entre la oración privada y la adoración corporativa. Orar es pedir, dice Underhill, adorar es ofrendar. En la oración suplicamos la misericordia de Dios por nuestros propios pecados y miserias, aun cuando imploramos su gracia intercesora a favor de los pecados y miserias de los demás.

            En la adoración, por contraste, tratamos de dar a Dios honor y alabanza por su incomparable valor: Porque es digno. Como a todas las diferenciaciones agudas, a esta también le falta equilibrio. Sin duda la gratitud es una parte esencial de la oración, así como la confesión del pecado y la búsqueda del perdón de Dios son partes intrínsecas de la adoración. Y, sin embargo, Underhill tiene razón cuando dice que la esencia de la adoración radica en su impracticabilidad, su inutilidad, incluso su prodigalidad. No nos involucramos en ella para obtener o ganar ningún “bien”, sino para dar toda la gloria y la bendición a Dios.

            Por lo general, el culto tradicional no logra ofrecer a Dios toda la adoración que se le debe. En vez de colocarnos activamente en la presencia del Santo, muchas veces nos convierte en observadores pasivos de un espectáculo patético: himnos cantados sin convicción ni energía, letanías mal escritas mecánicamente recitadas, confesiones donde se enumeran los pecados políticos de otros y sermones que colocan la narración de historias por encima de la proclamación bíblica y doctrinal. Muchas iglesias están tratando de corregir tales fracasos en la adoración tradicional -e incrementar la menguante cantidad de adoradores- volviéndose hacia métodos “amigables para el usuario”. Bandas de Rock como “equipos de alabanza”, jeans y playeras como la moda preferida para vestirse, sermoncitos dedicados a temas de interés humano, y vídeos y otras presentaciones multimedia relacionados con problemas prácticos, son los medios de adoración diseñados “para alcanzar a la gente donde está”, para lograr que los que no asisten a ninguna iglesia venzan su alergia contra la religión institucional, para conquistar a los jóvenes que no han sido nutridos mediante el canto y la predicación tradicionales, y salvar así a las iglesias agonizantes de su moribunda condición.

            Pero a pesar de su tan cacareado éxito, la mayor parte de las formas contemporáneas de adoración están, creo yo, basadas en una falacia mortal: la noción de que el valor de la adoración depende de lo “que obtenemos de ella”. La fe cristiana tiene el propósito de beneficiar a los seres humanos, de transformar nuestra desdicha en una vida de gozo y servicio. Pero el lento proceso de nuestra liberación y transformación en Cristo, al menos hasta donde significa servir a la humanidad, no ocurre en la adoración, sino a través de los diversos ministerios misioneros. A través de ellos la iglesia trata de suplir las necesidades de la gente, sirviéndoles donde están. Los grupos de estudio semanal, las reuniones de oración, los campamentos de verano y retiros de fin de semana, el servicio a la comunidad y proyectos de trabajo, comidas sobre ruedas y otros proyectos, dramas cómicos y pantomimas, títeres, e incluso las trilladas repeticiones de la así llamada música de alabanza, pueden utilizarse para el evangelismo. Si no nos involucramos en el evangelismo y en el entrenamiento de los creyentes en los rudimentos de la fe, hemos negado la comisión de nuestro Señor de llevar el evangelio a todo el mundo.

            Sin embargo, lo que hacemos en el evangelismo no es lo que deberíamos hacer en la adoración. Como la adoración debe expresar la gloria de Dios, debiera ministrar a las personas donde deben estar. Allí no buscamos la satisfacción de nuestras necesidades, sino redefinirlas a la luz de la cruz y la resurrección.

            Por ejemplo, una de nuestras más insistentes necesidades humanas es el deseo de felicidad. Y, sin embargo, la adoración que aparta nuestra atención de nuestros propios deseos y la vuelve a la glorificación de Dios, nos enseña que no se supone que debemos ser felices sino gozosos. La felicidad depende de circunstancias exteriores, mientras que el gozo surge de una correcta relación tanto con Dios como con nuestro prójimo: aun en circunstancias infelices. En la adoración celebramos esta relación restaurada, que es nuestra redención, y participamos de ella. Las discusiones matrimoniales, las sesiones para ver vídeos acerca de las condiciones en Nicaragua, o dramas cómicos acerca de cómo vencer la depresión, no son actos de adoración. Tales cosas pertenecen a otras ocasiones. En la adoración necesitamos himnos que tengan dignidad, confesiones y oraciones que tengan profundidad, sermones que edifiquen en vez de gratificar: y de este modo todo el servicio magnificará y glorificará a Jesucristo. Como dijo Soren Kierkegaard en forma tan aguda acerca de la iglesia en sus días: cualquier cosa menos que eso es como hacer a Dios un ignorante.

¿Puede la adoración volverse egoísta?

            Y también nos hace necios a nosotros. Existen los necios, a quienes el salmista describe, que conscientemente dicen que no hay Dios, pero estos son los necios que inconscientemente adoran a Dios como si no lo fuera. Un profundo ateísmo se mueve furtivamente en la adoración actual. Cuando dejamos de creer en lo que el antiguo Libro común de oración llamaba nuestro “deber obligatorio” de dar gloria y honor a Dios, la adoración se convierte en una búsqueda egoísta de nuestro propio bien. Se convierte en una ocasión centrada en la humanidad para entretenerse, en vez de ser una convocatoria centrada en Dios para una suprema alabanza y vida santa.

            Esto es evidente en muchas de las iglesias antiguas donde reina ahora una agresiva informalidad. Su ritualismo inconsciente contiene sus propios aspectos rígidamente estilizados: el llamado a la adoración del pastor o el sacerdote por medio de un amigable “buenos días”, los fuertes abrazos (durante el saludo fraternal de paz) que podrían ocasionar demandas por abuso sexual en otras circunstancias, los vigorosos aplausos que siguen a las interpretaciones del coro o los solistas, las estridentes risotadas que provocan los chistes del predicador.

            De modo similar, la manía actual de “vestirse” para la adoración se mofa abiertamente de la parábola de Jesús del vestido de bodas, la cual nos enseña que no hemos de vestimos como patanes para el banquete de bodas del Rey. La orden de echar al hombre mal vestido a las tinieblas de afuera (Mat. 22:13) deja bien clara la conexión que existe entre el vestido y Dios. La moda casual refleja la noción de que estas personas tienen una consideración muy baja de Dios. Esta relación casual con Dios es peor que no tener ninguna en lo absoluto. Es una terrible falta de relación porque nos engaña en cuanto a los asuntos más fundamentales: la naturaleza y carácter del Dios triuno. No hay nada agradable en la redención de los males del mundo que realizó. La adoración debiera reflejar nuestra propia y profunda incomodidad con el pecado, además de capacitarnos para declarar el gozo de la salvación. Aunque la adoración no tiene por qué ser sombría y morosa, tampoco debiera ser tonta. Si el ingenio, la sutileza y la ironía están presentes, debieran ser teológicos y no triviales. Como le gustaba decir a G. K. Chesterton, nada es digno de ser creído si no podemos tratarlo con gran alegría.

¿Puede ser frívola la vida delante de Dios?

            Por contraste, hacer que el coro salude con la mano a la congregación –como, los una vez conservadores presbiterianos están haciendo ahora – es hacer que nuestra vida delante de Dios parezca un negocio frívolo. Tales descuidos acerca de las cosas santas hacen que tanto el estilo como la materia de nuestra adoración sean tramposos, caprichosos y vulgares. Esta nueva indiferencia en la adoración revela nuestra secreta incredulidad: nuestra convicción de que el hacedor y redentor del cosmos es un tipo amigable más bien parecido a nosotros: en suma, un dios falso que hemos hecho a nuestra imagen y semejanza.

            “Lo que todos estos cambios indican”, observa Peter Berger acerca de los estilos contemporáneos de adoración, “es la declaración de que nada extraordinario está ocurriendo, que lo que está aconteciendo es una reunión de gente ordinaria disfrutando la experiencia de la comunidad”. Berger aplica la mordaz frase “el triunfo de la trivialidad” a la nueva ligereza en la adoración.[1]

            A riesgo de ser reiterativo, yo llamaría a la nueva indiferencia acerca de la adoración la sacerdotización de lo sentimental. Flannery O’Connor dijo una vez que el sentimentalismo es a la religión lo que la pornografía es al arte. Ambos cometen sacrilegio contra la verdad buscándole atajos a la realidad. El cristianismo sentimental niega la dureza del sendero de la cruz, la pedregosa senda que hemos de transitar si hemos de obrar nuestra redención con temor y temblor. El arte pornográfico desconecta al sexo, arguye O’Connor, de su verdadero propósito comunicativo y procreativo, haciéndolo una experiencia en sí mismo.

¿Puede la adoración ser sentimental?

            El sentimentalismo es un exceso de emoción edificado sobre una falsa estimación de su objeto según observa C. S. Lewis. El verdadero sentimiento, por contraste, estima las cosas apropiadamente, las ama correctamente, las ordena verdaderamente. Para modificar lo que Lewis dice acerca de las grandes obras de arte, la verdadera adoración debiera instilar “sentimientos justos” acerca de Dios y el mundo: “Sentir placer, preferencia, disgusto, y odio hacia aquellas cosas que son realmente placenteras, preferibles, desagradables y odiosas”.[2] Deberíamos ser entrenados en los verdaderos sentimientos, dice Lewis: No nos llegan naturalmente. La adoración apropiada es uno de los medios para enseñar a los cristianos el amor no sentimental de Dios.

            Mucho de lo que se hace en la adoración popular, incluso en las iglesias tradicionalistas, promueve un peligroso sentimentalismo en la fe. No soy el primero en preguntarme si los himnos “A solas al huerto yo voy” y “El amor me levantó” no serán sexuales sin proponérselo. Hace poco fui testigo de un nexo más directo entre lo sentimental y lo pornográfico en la adoración contemporánea. Algunos de mis alumnos me habían invitado a una de sus reuniones de adoración de viernes por la noche. Mientras estos fervientes evangelistas cantaban con voz chillona las banales letras y los accidentados tonos de sus himnos de alabanza, un joven comenzó a girar sus caderas en una forma sugestivamente sexual. Un apenado estudiante se inclinó hacia mí para susurrar a mi oído una palabra de disculpa. Yo le dije que ese movimiento de caderas en la iglesia revelaba una consistencia honesta con el espíritu de la música y la atmósfera del servicio. El absoluto sentimentalismo que promovía inconscientemente una respuesta pornográfica.

            Es posible que Pablo haya estado preocupado con respecto a este sentimentalismo cuando advirtió contra el peligro de mantener a los creyentes en una fe infantil, conservándolos siempre como “niños en Cristo” (1 Cor. 3:1, 2). Incluso en el mejor de los casos la adoración contemporánea con mucha frecuencia promueve una adolescencia perpetua y sentimental en la fe. Puede ser que atraiga a la gente a la iglesia, dándoles la leche de la experiencia del evangelismo inicial, pero no logra hacerlos cristianos maduros que han aprendido a alimentarse de la vianda sólida de la adoración.

            Contra el argumento popular de que nuestras iglesias tradicionales morirán si no hacemos contemporáneo nuestro estilo de adoración, yo respondo que es posible atraer cantidad con sacrificio de la calidad. Puede ser que el sorprendente crecimiento numérico de las iglesias no tradicionales demuestre que es canceroso. La durísima verdad es que el primer deber de la iglesia es dar a Dios el verdadero honor y la verdadera alabanza a través de una adoración auténtica, aun cuando esto signifique que el rebaño de Cristo siga siendo una manada pequeña según las normas del mundo.

            Y, sin embargo, el crecimiento vertical y el horizontal no siempre son mutuamente excluyentes. Creo que la mayoría de la gente se aleja de la iglesia porque su mensaje y ministerio no le llegan al corazón. Nosotros los desafiamos muy poquito en las cosas profundas del Espíritu. La gran mayoría de las personas vienen a la iglesia, no para sentirse bien con respecto a ellas mismas, sino para sentir lo que el Westminster Shorter Catechism describe como el propósito principal de la existencia humana: “glorificar a Dios y disfrutarlo para siempre”. Este es el orden apropiado de las cosas. Nosotros buscamos primero el reino de Dios y su justicia en la adoración. Nuestro propio beneficio es simplemente el sub-producto, no el propósito principal. Restauraremos a la vida la adoración de la iglesia cuando dejemos de promoverla como un producto comercial. Cuando hayamos sido formados y transformados por virtud de la adoración, no trataremos de “obtener algo de ella”, sino honrar a Dios ofreciéndole lo que el Book of Common Prayer llama “un sacrificio de alabanza y acción de gracias”.

Sobre el autor: es profesor de religión en la Universidad Wake Forest en Winslon- Salem, Carolina del Norte.


Referencias:

[1] A Far Glory: The Quest for Faith in an Age of Credulity, 1992.

[2] The Abolition of Man, pág. 27.