Siempre que hablamos de la estructura homilética de un sermón, pensamos inmediatamente en los méritos y deméritos de los diferentes métodos de predicación. Para cada uno de ellos —el sermón temático, expositivo o textual— existen abogados ardorosos que con argumentos convincentes defienden la superioridad del sistema de su elección.
Entretanto, el principal problema en el público no es el sistema, sino el mensaje; no es la forma, sino la sustancia. Pablo, el evangelista de las naciones, sintetizó el contenido de su mensaje al declarar: “Porque no me propuse saber algo entre vosotros, sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Cor. 2:2).
En efecto, Cristo debe ser la pasión absorbente del predicador, pues todo orador debe amar en forma suprema el objeto de su elocuencia, condición fundamental para el éxito. El objeto de la elocuencia sagrada es Cristo. El condensa en su persona, y resume en sus enseñanzas las grandes y sublimes verdades del Evangelio.
Por eso afirmamos que todos los métodos homiléticos son eficaces, cuando el predicador exalta al Cordero de Dios, prefigurado, profetizado y anunciado en el Antiguo Testamento, y proclama la suficiencia de la sangre del Antiguo Testamento en la obra de la redención. Satanás, en su calculado esfuerzo por debilitar el poder del púlpito y neutralizar la eficacia de la predicación, suscitó en el seno de la iglesia algunas herejías que desfiguraron la personalidad de Cristo y mutilaron su obra.
En los primeros siglos de nuestra era, la iglesia cristiana, en rápidos y victoriosos movimientos, levantó “la bandera ensangrentada del Príncipe Emanuel” en el norte de África, y como consecuencia, se establecieron centenares de iglesias, teniendo como fundamento el Evangelio de la cruz. Pero la herejía arriana que pretendía reducir a Cristo a una semidivinidad, mero punto de unión entre lo creado y lo increado, debilitó en tal forma el ministerio de la Palabra, que el cristianismo casi se extinguió en la parte septentrional de aquel gran continente. Restaron apenas algunos vestigios de las grandes con quistas alcanzadas por una admirable estirpe de audaces mensajeros de la cruz.
A través de la Edad Moderna, especialmente durante los Siglos XVIII y XIX, la iglesia sufrió otra vez la acción ruinosa de nuevos enemigos, simulados en forma de ciencias naturales y filosóficas, que negaron lo sobrenatural, y despojaron a Cristo de su deidad. El púlpito se debilitó otra vez y las iglesias se transformaron en instituciones tradicionales, carentes de vigor misionero.
Fue precisamente en ese tiempo de apatía y tibieza religiosa que Dios suscitó en Europa y América predicadores como Roberto Hall, D. L. Moody, C. H. Spurgeon, Carlos Finney y otros extraordinarios heraldos de la fe. Proclamando a Cristo y su justicia, ellos revitalizaron la iglesia, y renovaron el entusiasmo por la obra del evangelismo.
Mas, el reavivamiento del siglo pasado tuvo corta duración. El racionalismo especulativo llevó una generación de ministros a cuestionar una vez más la deidad del Hijo de Dios. Hoy, muchos predicadores presentan a sus congregaciones a un Cristo moralista, revolucionario, filósofo, que consagró su vida a defender la causa de los oprimidos. Un Cristo descrucificado, ya se ve. Un Cristo sin la corona de espinas y sin el manto de las humillaciones. Un Cristo desfigurado y mutilado para no repugnar a la mentalidad racionalista de este siglo.
¿Qué podemos decir de la predicación adventista? Durante las cuatro primeras décadas de nuestra historia denominacional, los ministros adventistas inconscientemente relegaron a un segundo plano la proclamación de Cristo y su justicia. Temas como la doctrina del sábado, la perpetuidad de la ley, las profecías de Daniel y Apocalipsis, la inmortalidad condicional y otros, recibieron en nuestros púlpitos un tratamiento preferencial, mientras que la preeminencia de Cristo era imperceptiblemente ignorada.
Por eso, dirigiéndose a los ministros reunidos en el histórico congreso celebrado en Minneapolis, Minnesota, en 1888, dijo la Sra. de White:
“Muchos discursos, tal como la ofrenda de Caín, son ineficaces porque carecen de Cristo.
“El universo celestial está contemplando con asombro nuestra obra carente de Jesús. Abandonad el espíritu de controversia en el cual os estáis educando durante años” (extractos de un sermón inédito, prenunciado en el congreso de referencia, citado por Norval Pease en su libro, By Faith Alone, págs. 137, 138).
El congreso de Minneapolis inauguró una nueva era en la historia de la predicación adventista. Bajo la influencia de los mensajes presentados por E. G. de White, A. T. Jones y E. J. Waggoner, nuestros ministros sintieron la necesidad de dar a sus homilías una orientación menos argumentativa y más centrada en Cristo.
Mientras tanto pasaron algunos pocos años y el memorable despertar de 1888 se desvaneció. Nuestros púlpitos volvieron a ser trincheras activas contra el antinomianismo. Los truenos del Sinaí parecían suplantar la gloria del Calvario.
Se imponía una vez más la necesidad de restaurar en el seno de la iglesia el primado de Cristo. A. G. Daniells, W. W. Prescott, O. Montgomery, I. H. Evans, Carlyle B. Haynes y otros predicadores piadosos, con la palabra y la pluma, restauraron la primacía de Cristo y su obra en la predicación adventista.
S. D. Gordon contaba la historia de una devota ancianita que sabía de memoria extensos pasajes de las Escrituras y que, en el crepúsculo de su vida, se alegraba repitiendo en su poltrona los versículos preferidos. Poco a poco, con el debilitamiento físico, su memoria comenzó a fallar, hasta que por fin no conseguía recordar sino la última parte de 2 Tim. 1:12, que repetía con frecuencia: “… yo sé a quién he creído, y estoy cierto que él es poderoso para guardar mi depósito para aquel día”. El inexorable paso del tiempo la llevó a olvidar una gran porción de este texto. Pero ella podía repetir casi como en un susurro las palabras: “Él es poderoso…”
En los momentos postreros de su vida, ya en la agonía de la muerte, los seres queridos que la asistían, observaron que ella se esforzaba por hablar. Se acercaron todo lo posible a sus labios para oír el mensaje. Ella susurraba una única palabra: Él, Él, Él. Había perdido toda la Biblia, con excepción de una palabra. “En el pronombre Él —decía Gordon—, ella encontró una síntesis de la Biblia”.
Que nuestra plataforma como predicadores sea Él, y las almas bajo la influencia de nuestro ministerio se alegrarán ante la belleza de Cristo y de sus luminosas enseñanzas.