Un sermón sobre siete aspectos del ministerio de la piedad

“Y desde luego predicó a Cristo” (Hech. 9:20, VM). Este es el primer informe evangélico del apóstol Pablo. Es breve pero importante, porque nos revela el método que utilizaba y nos da un índice su vida.

Como todo predicador de éxito, Pablo sabía que “la gran verdad en torno a la que se centran todas las otras verdades” es “el sacrificio de Cristo como expiación por el pecado”.[1] Repite este pensamiento una vez y otra vez en sus epístolas. Y a través de los siglos, los maestros más ortodoxos de la Biblia han destacado esta misma verdad. Pablo. escribió a los corintios: “Porque primeramente os he enseñado… que Cristo fué muerto por nuestros pecados” (1 Cor. 15:3). La muerte expiatoria de Cristo era lo supremo. La puso ante todas las cosas (“primeramente”) en su ministerio. ¿Está ante todas las cosas en vuestro ministerio? ¿Está ante todo en vuestros pensamientos?

Casi 70 años atrás, alguien cuya pluma fue mojada en la inspiración y cuyos consejos han significado tanto para el Movimiento Adventista durante más de un siglo, declaró que “hay una gran verdad central que siempre debe mantenerse en la mente en la investigación de las Escrituras: Cristo, y él crucificado. Toda otra verdad está investida de influencia y poder en el grado en que se relacione con este tema”. Además, “el alma paralizada por el pecado puede ser dotada de vida únicamente a través de la obra realizada en la cruz por el Autor de nuestra salvación”.[2]

En la presentación de este tema utilizaré numerosas declaraciones tomadas de esta fuente de consejo dirigida por el Espíritu. Notemos la siguiente: En tanto que “la ciencia es demasiado limitada para comprender la expiación” y “la filosofía no puede explicarla”, y a pesar de que “siempre será un misterio que la razón más profunda no puede aprehender”,[3] es conveniente que meditemos en esta gran verdad, porque “este es nuestro mensaje, nuestro argumento, nuestra doctrina, nuestra advertencia al impenitente, nuestro aliento al afligido, la esperanza para cada creyente”. [4]

Ninguna cosa revela en forma tan maravillosa la altura, la profundidad, la longitud y la anchura del amor de Dios como su sacrificio consumado en el Calvario. Aunque contemplemos con horror el método diabólico de la crucifixión como medio de ejecución —y el ingenio humano no ha inventado una muerte más angustiosa—, sin embargo somos incapaces de comprender el pleno significado que tuvo en la experiencia de nuestro Señor. No sólo estaba muriendo, sino que en el mismo acto de dar su vida también estaba sosteniendo los pilares del universo moral.

El misterio principal de la muerte expiatoria de nuestro Señor parece estar en el hecho de que Dios eligió aceptar el castigo y los sufrimientos inmerecidos del único Hombre perfecto que ha vivido en el mundo, y aplicarlos como un equivalente justo para el sufrimiento que merecían los pecadores. Algunos teólogos liberales preguntan: “¿Cómo puede un Dios justo, la primera persona, tomar el pecado del hombre culpable, la segunda persona, y depositarlo en Cristo, una tercera persona inocente?” Si esa pregunta fuera correcta, sería realmente desconcertante. El hecho es que cuando Dios, la primera persona, toma el pecado del hombre culpable, la segunda persona, y lo deposita sobre Cristo, no lo deposita en una tercera persona, sino sobre sí mismo, porque Cristo es Dios. No hay implicada ninguna tercera persona. Es Dios quien permite la sustitución. Pero más todavía, él proporciona el Sustituto; y el Sustituto es él mismo. Cristo no solamente era divino como Dios; era Dios —Dios manifestado en la carne. Es verdad que era un hombre, pero era más que un hombre; era el Dios-hombre, que poseía una naturaleza dicotómica: divina y humana, “mezcladas misteriosamente en una persona”.[5] Porque poseía una naturaleza humana, fué posible que sufriera en nuestro lugar, porque fué “la naturaleza humana del Hijo de Dios la que vaciló bajo el terrible horror de la culpa del pecado”.[6] “La divinidad no se hundió y murió; eso habría sido imposible”.[7] “No habría podido realizar esto como Dios, pero al venir como hombre Cristo pudo morir”.[8]

El misterio de su divinidad

Muchos aspectos de la vida de nuestro Señor son misteriosos y milagrosos. Vamos a destacar siete de ellos. En primer término examinaremos el misterio de su divinidad, que llamamos el milagro eterno. El que nació en el pesebre de Betlehem era el Verbo Eterno, “cuya procedencia es de antiguo tiempo” (Miq. 5:2, VM). “Jehová, el eterno, el que posee existencia propia, el no creado”[9] de quien se habla en el Antiguo Testamento, es el Jesús, el Portador del pecado del Nuevo Testamento, porque “Jehová es el nombre dado a Cristo”.[10] Como Hijo de Dios “existía desde la eternidad, como una persona distinta pero uno con el Padre”,[11] porque “Cristo era esencialmente Dios, y en el sentido más elevado. Era… Dios sobre todo, bendito para siempre”.[12] “Al hablar de su preexistencia, Cristo lleva la mente hacia los siglos sin cuento. Nos asegura que nunca hubo un tiempo cuando no haya estado en estrecha comunión con el Dios eterno”.[13] Como el Verbo Eterno “era con Dios… Todas las cosas por él fueron hechas; y sin él nada de lo que es hecho, fué hecho” (Juan 1:1-3).

El misterio de su encarnación

Pensemos ahora en el misterio de su encarnación, o el milagro biológico. Este siempre ha constituido un desafío para el pensamiento humano. Sin embargo, las Escrituras afirman explícitamente que su nacimiento se produjo sin generación natural. Su ingreso en la familia humana no se produjo por la herencia, como en nuestro caso, sino por un acto creador. Es verdad que nació como Hijo del hombre, pero siguió siendo el Hijo de Dios. “Era Dios mientras estaba en la tierra, pero se despojó de su forma de Dios”.[14] Asumió voluntariamente la naturaleza humana. “Fue su propio acto, y lo realizó con su propio consentimiento”. [15] Cualesquiera limitaciones que haya soportado fueron limitaciones autoimpuestas. Continuó siendo lo que era como Ser divino. Añadió la naturaleza humana a su divinidad. La divinidad no se rebajó al grado de la humanidad: la divinidad conservó su lugar. “Aunque era tan grande como el Padre en su trono del cielo, se hizo uno con nosotros”.[16] Los 33 años de su permanencia entre los hombres pueden ser pensados como un intervalo en la carne, porque la eternidad estaba antes de él, y la eternidad está después de él. Pero fue más que un intervalo, porque “Dios adoptó la naturaleza humana en la persona de su Hijo, y la llevó al más alto cielo. Es ‘el Hijo del hombre’ quien comparte el trono del universo”.[17] Retiene para siempre el cuerpo de su resurrección. Aunque es Dios se puede “compadecer de nuestras flaquezas” (Heb. 4:15). Aún es “Jesucristo hombre” (1 Tim. 2:5).

El misterio de su personalidad

El tercero de estos misterios es el misterio de su personalidad, o el milagro psicológico. Aunque Jesús tenía una personalidad, sin embargo poseía dos naturalezas, una humana y otra divina. Era tan humano que sintió sed, pero era tan divino que pudo dar “el agua viva”, que “el que bebiere… para siempre no tendrá sed”; era tan humano que vencido por la fatiga se durmió en un barquichuelo, pero era tan divino que en un instante controló los elementos desatados. Despertado de su profundo sueño, vedlo avanzar hasta la cubierta del barquito, y dirigiéndose al negro cielo y a las enfurecidas ondas, exclamar: “¡Calla, enmudece!”. Y la tormenta pliega sus alas y se inclina a sus pies. Pocas veces se manifestó su divinidad; y cuando se manifestó, el testimonio unánime fué: “¿Qué hombre es éste?”

Como hombre, murió por los hombres, y sin embargo destruyó los poderes de las tinieblas resucitando de los muertos. Otros habían sido resucitados, pero aquí había alguien con poder para entregar su vida y para volverla a tomar. Su resurrección es el grandioso hecho incontrovertible del cristianismo. En este punto parecen reunirse todos los hilos del propósito eterno de Dios, comprendiendo a la encarnación y la expiación.

El misterio de su sabiduría

El misterio de sil sabiduría, o el milagro educacional, ha interesado a los educadores de 19 siglos. Todos han reconocido que Jesús de Nazaret fué el mayor maestro de todos los tiempos. Pero él nunca fué a la escuela. “¿De dónde tiene éste esta sabiduría?” preguntaban los eruditos y los labradores, porque todos reconocían la autoridad que respaldaba sus palabras. Los profetas de antaño decían: “Así dice Jehová”, pero Jesús dijo: “Yo os digo”. Los que vinieron antes de él instaron a sus oyentes a aceptar su ‘mensaje porque procedía de Dios. Jesús invitó a los hombres a aceptar su mensaje porque él venía de Dios. “Nunca ha hablado hombre así como este hombre”, fué la única explicación de los alguaciles del templo cuando los fariseos les reprocharon su incumplimiento de sus órdenes. Fueron para detenerlo, pero él los detuvo. Llevaban una orden de arresto, pero él los dejó desconcertados con su sabiduría. Sus seguidores dijeron acertadamente: “Tú tienes palabras de vida eterna”.

El misterio de su expiación

Más grande que todos los otros misterios es el misterio de su expiación, o el milagro del sacrificio. El que hizo el universo fué hecho que “gustase la muerte” (Heb. 2:9). Ved al que vino de la eternidad iniciar su marcha fúnebre hacia el Calvario. ¡Y qué muerte! ¡Qué sufrimiento! ¡Qué ignominia! Sin embargo, en ello está la culminación del gran propósito de gracia de Dios. “Si no se hubiera realizado esta expiación no habría habido perdón para el pecado”.[18] “En los concilios celestiales se señaló la cruz como el instrumento de la expiación”.[19]

Toda la Divinidad —el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo— participó en este sacrificio. El Padre dió a su Hijo, el Hijo dió a su Padre, y fué “por el Espíritu eterno” como “se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (Heb. 9:14). “Nadie me la quita [la vida]” dijo Jesús. Él la dió voluntariamente por nosotros. La imaginación humana queda anonadada con este pensamiento. “No hay palabras capaces de expresar el gozo del ciclo o la expresión de satisfacción y deleite de Dios en su Hijo unigénito cuando vió la consumación de la expiación”.[20] “Cuando el Padre contempló el sacrificio de su Hijo, se inclinó ante él en reconocimiento de su perfección. ‘Basta’, dijo, ‘la expiación es completa’ “.[21]

Cuando Jesús hizo la expiación en la cruz estaba oficiando como sacerdote, y él era al mismo tiempo sacerdote y sacrificio. Notemos estas palabras: “No era solamente la ofrenda sino que él mismo era el Ofrendador”.[22] Así al mismo tiempo “ocupa la doble posición… de sacerdote y víctima”.[23] Los cristianos de todos los credos reconocen que Cristo fué la víctima en el Calvario, pero no todos comprenden que también estaba oficiando como nuestro sumo sacerdote y para nuestro beneficio. Tampoco podía ser de otra manera, porque sólo en calidad de sacerdote ¡podía ofrecer el sacrificio.

En 1910 se hizo esta clara y solemne declaración: “Cumplió una fase de su sacerdocio muriendo en la cruz por la humanidad caída. Ahora está cumpliendo otra fase [su ministerio sacerdotal] al abogar delante de su Padre por el caso del pecador arrepentido y creyente, presentando a Dios las ofrendas de su pueblo”.[24] “Cristo se vació a sí mismo … y ofreció el sacrificio; él era el sacerdote, él era la víctima”.[25] No ofreció el sacrificio vestido con los magníficos atavíos de Aarón. En lugar de ello, en ese día trágico ocupó nuestro lugar con lágrimas y ropas manchadas de sangre. Rechazado por la tierra y al parecer abandonado por el cielo, vaciló bajo la carga del pecado del mundo.

El nacimiento y la muerte humanos fueron cosas ajenas a él, y siempre será un misterio “que por gracia de Dios gustase la muerte por todos” (Heb. 2:9). Por lo tanto, la cruz permanece como un símbolo del amor eterno. Mediante este gran acto de amor fué reunida toda la creación, y Dios mismo quedó justificado ante los ojos del universo. “El plan de redención tenía un propósito todavía más amplio y profundo que el de salvar al hombre. Cristo no vino a la tierra sólo por este motivo… vino para vindicar el carácter de Dios ante el universo. A este resultado de su gran sacrificio, a su influencia sobre los seres de otros mundos, así como sobre el hombre, se refirió el Salvador cuando poco antes de su crucifixión dijo: ‘Ahora es el juicio de este mundo: ahora el príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos traeré a mí mismo’ ”.[26]

La autora citada vuelve sobre este pensamiento en El Deseado de Todas las Gentes “El clamor, ‘Consumado es’, tuvo profundo significado para los ángeles y los mundos que no habían caído. La gran obra de la redención se realizó tanto para ellos como para nosotros. Ellos comparten con nosotros los frutos de la victoria de Cristo. Hasta la muerte de Cristo, el carácter de Satanás no fué revelado claramente a los ángeles o a los mundos que no habían caído. El archiapóstata se había revestido de tal manera de engaño que aun los seres santos no habían comprendido sus principios”.[27] Aunque los ángeles “no lo comprendiesen entonces todo, sabían que el universo quedaba eternamente seguro”.[28]

Este es un pensamiento anonadador: “El universo quedaba eternamente seguro”. ¿En qué forma se llevó a cabo esto? Veámoslo: Cuando Cristo exclamó en la cruz en su expirante agonía: ‘Consumado es’, un grito de triunfo resonó a través de todos los mundos, y a través del mismo cielo. Finalmente se había decidido la gran contienda que tanto había durado en este mundo, y Cristo era el vencedor… Satanás había revelado su verdadero carácter de mentiroso y asesino… Como una sola voz, el universo leal se unió para ensalzar la administración divina”.[29] En Apocalipsis 12: 10 leemos cuál fué esa exclamación de triunfo: “Ahora ha venido la salvación, y la virtud, y el reino de nuestro Dios, y el poder de su Cristo; porque el acusador de nuestros hermanos ha sido arrojado, el cual los acusaba delante de nuestro Dios día y noche”.

Cuando Cristo emergió del escenario de la contienda después de vencer al enemigo, “plantó su estandarte en las alturas eternas”,[30] y todo el cielo se regocijó. Este capítulo sublime de Apocalipsis con demasiada frecuencia ha sido poco más que la base para un estudio de historia eclesiástica, o, peor todavía, para un debate teológico. Si pudiéramos comprender el lugar vital de Cristo y su expiación, no sólo en este capítulo sino en todo el libro, esto daría una nueva dirección a nuestro estudio. Se nos ha instado a estudiar “las profecías de Daniel y del Apocalipsis, y en relación con ellas las palabras: ‘He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’ ”.[31] Si éste fuera el punto focal de nuestra meditación traería un enriquecimiento a nuestras almas y ampliaría nuestro concepto de nuestro Señor y Salvador. “¡Ojalá que la obra expiatoria de Cristo fuera cuidadosamente estudiada! Ojalá que todos estudien atentamente y con oración la Palabra de Dios, no para capacitarse para debatir puntos de doctrina en controversia, sino que como almas hambrientas puedan ser satisfechas”, para que Jesús pueda ser “revelado a nuestras almas en toda su excelsitud. Cuando seamos participantes de la naturaleza divina aborreceremos toda exaltación de nuestro yo, y lo que hemos considerado como sabiduría nos parecerá como escoria y basura. Los que se han educado como polemistas, que se han considerado hombres agudos y sutiles, contemplarán su obra con tristeza y vergüenza, y sabrán que su ofrenda ha sido tan sin valor como la de Caín, porque ha estado desposeída de la justicia de Cristo”.[32]

“Los adventistas del séptimo día debieran destacarse entre todos los que profesan ser cristianos, en cuanto a levantar a Cristo ante el mundo”.[33] ¿Nos destacamos? Debiéramos destacarnos. El tema de Cristo y de su gran sacrificio expiatorio no debiera ser objeto de menos estudio que la historia eclesiástica o la ciencia.

Es imposible explicar completamente ‘a encamación y la expiación, porque las mentes finitas no pueden comprender plenamente su significado más de lo que podemos comprender la naturaleza de la electricidad o de la fuerza de gravedad. Las Escrituras delinean el tema, y los que investiguen con corazones humildes recibirán la revelación de mayores verdades. Siempre hay mucho más de lo que aparece en la superficie. ¿No exaltaremos entonces la cruz de Cristo?” “La expiación no necesitará ser repetida; y no habrá peligro de otra rebelión en el universo de Dios”.[34]

El misterio de su ministerio

Aquí hay algo que inspira y anima: el misterio de su ministerio, o el milagro de la intercesión. Este es, posiblemente el menos comprendido, aun por muchos que aman a nuestro Señor. Aunque en el Nuevo Testamento se dedica todo un libro a este tema, sin embargo muchos cristianos lo consideran superficialmente. El centro del sermón pronunciado por Pedro en el Pentecostés consistía en la exaltación y el sacerdocio de nuestro Señor. El que tan poco tiempo antes había sido vejado públicamente, cuya crucifixión estaba tan vivida en la memoria de sus oyentes, se había levantado de los muertos, declaró el apóstol, y estaba sentado a la diestra de Dios para ser príncipe y salvador. Es verdad que era un sacerdote, pero era un rey-sacerdote, “coronado de gloria y de honra” (Heb. 2:9), y sentado en el trono como corregente con el Padre. “Y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, mas por su propia sangre, entró una sola vez en el santuario, habiendo obtenido eterna redención” (Heb. 9:12). Nuestra salvación eterna fué asegurada en la cruz, pero “la intercesión de Cristo por el hombre en el santuario celestial es tan esencial para el plan de la salvación como lo fué su muerte en la cruz”.[35] Como “el rey de gloria” y el jefe de la humanidad redimida, vivió “siempre para interceder” por nosotros (Heb.  7:25). Y esta intercesión se logra por virtud de su sangre.

¿Qué debemos entender por intercesión! Si nuestro concepto es que Cristo como Intercesor se esfuerza por mover a misericordia y perdón al Padre, entonces no hay duda de que hemos entendido mal el mensaje del Nuevo Testamento. Este es el concepto de la Iglesia Católica, con la diferencia de que enseña que la Virgen María es la intercesora que busca misericordia y perdón para los pecadores. Ciertamente no hay necesidad de despertar la simpatía por nosotros en el corazón del Padre, porque “Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí” (2 Cor. 5:19). Como se ha dicho antes, el Padre no estaba aceptando un don en el Calvario, sino que estaba haciendo una dádiva. La crucifixión fué tan real para él como lo fue para su Hijo. “El sufrimiento de los mártires no puede compararse con la agonía de Cristo. La presencia divina estaba con ellos en sus sufrimientos; pero el rostro del Padre permaneció oculto de su amado Hijo”.[36] Cristo debió soportar solo los padecimientos en beneficio nuestro. Hizo “la purgación de nuestros pecados por sí mismo” (Heb. 1:3). Pero también el corazón del Padre se quebrantó de dolor, y tanto más cuanto que contemplaba a su Hijo llevar en su cuerpo todo el peso del pecado del mundo. No pudo compartir esa terrible carga. “En la agonía del Getsemaní Dios sufrió con su Hijo la muerte del Calvario”.[37] Y en esa hora de agonía se interrumpió temporalmente la comunión que el Padre y el Hijo habían disfrutado durante la eternidad. Fué la comprensión de esa terrible separación la que indujo a nuestro Señor a exclamar desde las profundidades de su alma solitaria y atormentada: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Sintió lo que cada pecador perdido sentirá finalmente cuando sea separado de Dios.

La cruz había estado por horas rodeada de tinieblas, pero “de repente, la lobreguez se apartó… Una luz circuyó la cruz, y el rostro del Salvador brilló con una gloria como la del sol… Desapareció la sensación de haber perdido el favor de su Padre”. Sintiendo que era “vencedor”, exclamó con una voz que conmovió al universo: “¡Consumado es!” “La creación parecía estremecerse hasta los átomos. Los príncipes, los soldados, los verdugos y el pueblo, mudos de terror, yacían postrados en el suelo”.[38] “Cuando Cristo profirió la exclamación: ‘Consumado es’, sabía que había ganado la batalla. Como vencedor moral plantó su estandarte en las alturas eternas”.[39] Estas palabras no fueron dirigidas al populacho, a los sacerdotes o a los soldados, sino a su Padre.

“Todo el cielo se asoció al triunfo de Cristo. Satanás, derrotado, sabía que había perdido su reino”.[40] Como vencedor del reino de las tinieblas, Cristo ascendió a su Padre para comenzar su ministerio de intercesión. ¿En qué consiste este ministerio? “El Capitán de nuestra salvación está intercediendo por su pueblo, no como quien, por sus peticiones, quisiera mover al Padre a compasión, sino como vencedor, que pide los trofeos de su victoria”.[41] Reclamándonos como su propiedad, derrama su espíritu en nuestros corazones, y así nos da la victoria sobre Satanás y sus huestes malignas. “Mediante su propia expiación proveyó para el hombre un caudal infinito de poder moral” mediante el cual “conformará y modelará nuestro carácter de acuerdo con su propia voluntad”.[42] En la obra de intercesión que él mismo se impuso, nuestro Mediador toma las “oraciones sinceras y humildes” de su pueblo y de alguna misteriosa manera “mezcla con ellas los méritos de su propia vida de perfecta obediencia. Nuestras oraciones son hechas fragantes por este incienso”,[43] y “el perdón cubre toda transgresión”.[44] Así conduce su obra de intercesión “para derramar sobre sus discípulos los beneficios de su expiación”[45] realizada en forma tan maravillosa en la cruz.

Y este ministerio concluye en una obra de juicio. Nuestro Señor, quien reúne en sí mismo los atributos de “abogado y juez”, “es quien pronunciará el juicio sobre cada alma”.[46] “Porque el Padre a nadie juzga, mas todo el juicio dió al Hijo” (Juan 5:22). “La razón de la misión de Cristo radica en la humanidad sobreañadida a su divinidad”.[47] Apareciendo ante la presencia de Dios y de las huestes celestiales reunidas, comienza los “últimos actos de su ministerio en beneficio del hombre, a saber, cumplir la obra del juicio y hacer expiación por todos aquellos que resulten tener derecho a ella”,[48] porque “sólo él ha de pronunciar la sentencia de recompensa o castigo”.[49] El juicio se convoca ante la presencia del Padre —el Anciano de días— pero es Cristo mismo el que realiza esta obra. Como Sumo sacerdote, él es el juez señalado.

El misterio del segundo advenimiento

La séptima y última fase de esta serie de misterios es el misterio de su segundo advenimiento, o milagro escatológico. ¡Qué descripciones gráficas han dejado los profetas referente a este grandioso evento! Como pueblo nos hemos especializado en este aspecto de la revelación divina. Pero el lenguaje humano es inadecuado para describir un espectáculo tan sublime. Jesús dijo: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará sobre el trono de su gloria” (Mat. 25:31). Pensad en ello: “Todos los santos ángeles”. ¡Cuán majestuoso! Es Cristo que viene como Rey de reyes. “Fuego consumidor delante de él” (Sal. 50:3). Relámpagos deslumbrantes desgarran los cielos, y retumba la poderosa voz del arcángel que llama a los santos que duermen, quienes, apartando su mortaja de polvo, se levantan gozosos para recibir a su Señor.

Los siguientes pensamientos de un amigo mío resumen la escena: “Después de treinta años de amante servicio en un hogar perfumado por su presencia, Jesús sacudió el aserrín de sus sandalias y las virutas de su túnica, se despidió de sus padres y amigos, y luego descendió por el valle de Jezreel para comenzar una obra que terminó en la cruz. Pero un día no lejano ‘este mismo Jesús’, que nos compró con su sacrificio, sacudirá el polvo sideral de sus ropajes de gloría, citará a todos los ángeles del universo y descenderá de los cielos llameantes como el vencedor Rey de Eternidad”. Esa procesión terminará únicamente cuando las puertas de la Nueva Jerusalén se abran para dar la bienvenida a la humanidad redimida, que una vez se rebeló y que fué rescatada por los méritos del Cristo incomparable, el Salvador del mundo.

Sobre el autor: Director de la Asociación Ministerial de la Asociación General.


Referencias:

[1] Obreros Evangélicos, pág. 330.

[2] Manuscrito No 31, 1890.

[3] The Signs of the Times, 24-10-1906.

[4] Manuscrito No 49, 1898.

[5] The SDA Bible Commentary, tomo 5, pág. 1113.

[6] Carta No 97, 1898.

[7] The SDA Bible Commentary, tomo 5, pág. 1113.

[8] Carta 97, 1898.

[9] Patriarcas y Profetas, pág. 312.

[10] The Signs of the Times, 3-5-1899.

[11] The Review and Herald, 5-4-1906.

[12] Ibid.

[13] The Signs of the Times, 29-8-1900.

[14] The Review and Herald, 5-7-1887.

[15] Ibid.

[16] The Youth’s Instructor, 21-11-1895.

[17] El Deseado de Todas las Gentes, pág. 20.

[18] The Review and Herald, 23-4-1901.

[19] Manuscrito No 165, 1899.

[20] The Signs of the Times, 16-8-1899.

[21] The Review and Herald, 24-9-1901.

[22] Manuscrito No 92, 1899.

[23] Carta No 192, 1906.

[24] Manuscrito No 42, 1901.

[25] The Southern Watchman, 6-8-1903.

[26] Patriarcas y Profetas, pág. 55.

[27] El Deseado de Todas las Gentes, pág. 691.

[28] Id., págs. 697. 698.

[29] Patriarcas y Profetas, págs, 56, 57.

[30] Manuscrito No 111, 1897.

[31] Obreros Evangélicos, pág. 154.

[32] The Review and Herald, 29-11-1892.

[33] Obreros Evangélicos, pág. 164.

[34] The Signs of the Times, 30-12-1899.

[35] El Conflicto de los Siglos, pág. 543.

[36] Manuscrito No 84, 1897.

[37] The Home Missionary, abril de 1893

[38] El Deseado de Todas las Gentes, pág. 689.

[39] Manuscrito Nv 111, 1897.

[40] El Deseado de Todas las Gentes, pág. 691.

[41] Obreros Evangélicos, págs. 161, 162.

[42] Lecciones Prácticas del Gran Maestro, pág. 145.

[43] Sons and Daughters of God, pág. 22.

[44] Lecciones Prácticas del Gran Maestro, pág. 145.

[45] Early Writings, pág. 260.

[46] El Deseado de Todas las Gentes, pág. 175.

[47] The Review and Herald, 22-11-1898.

[48] El Conflicto de los Siglos, pág. 534.

[49] The Review and Herald, 22-11-1898.