Un análisis de los orígenes del marxismo y el intento de armonizarlo con el cristianismo.
Vivimos en un período de la historia occidental que aún no es comprendido en profundidad y que se ha vuelto el objeto del análisis de muchos intelectuales y teólogos. De modo aún provisorio, tal vez nuestro tiempo pueda pensarse como posmoderno u otro término más o menos semejante. Sobre este contexto histórico, al analizar su trayectoria personal en un libro, Eric Hobsbawm, historiador británico, calificó el siglo XX como “tiempos interesantes”,[1] sin atreverse a profundizar en las ambigüedades del siglo siguiente.
Sin embargo, en otro libro dejó claro que “la destrucción del pasado […] es uno de los fenómenos más característicos y lúgubres de fines del siglo XX”.[2] Esta perspectiva también puede describir el supuesto fin de las metanarrativas y la creciente disminución del poder simbólico del cristianismo, socavado desde el siglo XIX y descrito por el filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas, al referirse a Friedrich Nietzsche como “el punto de inflexión de la posmodernidad”.[3]
Gilles Lipovetsky, filósofo francés, considera el actual contexto histórico, de fuertes cambios y progresos científicos, como “tiempos hipermodernos”.[4] Para acuñar esta expresión, utilizó el concepto de “hipertexto”, que se refiere a un texto bifurcado, sin secuencia ni linealidad, cuyo final no puede percibirse desde el inicio y que siempre está en continua actualización. Se trata, desde cierto punto de vista y a riesgo de reduccionismo, de un extraño optimismo sustentado solo por el progreso humano en plan inmanente y lleno de personificaciones de culto y mediáticas. Más compatible con estos tiempos es quizá lo que él, ya en 1983, denominó “la era del vacío”,[5] anticipando el profundo individualismo típico de finales del siglo XX y cada vez más presente en la actualidad.
Por su parte, Zygmunt Bauman, sociólogo polaco, se refirió a nuestra época con el conocido término de “modernidad líquida”. Dado que lo líquido puede ser contenido por cualquier recipiente o discurso vacío, la Verdad, que es sólida, repleta de sentido y significados inmutables, no es compatible con lo que es transitorio, finito y sin raíces. La perspectiva de un ser humano, paradójicamente finito y autosuficiente, es una cuestión a la que el cristianismo debe dar respuesta, desde la cosmovisión presentada en la Biblia.
No obstante, nuestra época no nació en el vacío. Fue concebida siglos antes, tras la ruptura del paradigma supuestamente teocéntrico a finales de la Edad Media y la inserción de una nueva forma de pensar, conocida como antropocentrismo. El teocentrismo, algo así como “Dios en el centro”, tal vez no sea la mejor expresión para definir ese período. Suena mejor hablar de una especie de “eclesiocentrismo”, algo así como “la iglesia en el centro”; en este caso, la Iglesia Romana Medieval, generalmente más interesada en el poder secular.
El Renacimiento, al final de la Edad Media, fue uno de los movimientos responsables por el Iluminismo. Este, lenta, pero gradual y sistemáticamente, creó un contexto que oscureció el papel simbólico y normativo de la iglesia cristiana en Europa. En muchos aspectos se observan obvios avances proporcionados por el Iluminismo como, por ejemplo, el nacimiento de la ciencia moderna. Sin embargo, cierta falta de equilibrio entre la ciencia y la religión, que otrora proporcionó grandes beneficios al mundo, llevó, en el siglo XIX, al desarrollo de ideas contrarias a la soberanía de Dios y al lugar del ser humano. En ese contexto se destacan Friedrich Nietzsche, filólogo crítico de la religión occidental, Charles Darwin y su Teoría de la Evolución, y Karl Marx, como representante del materialismo histórico, enfoque que condiciona la evolución histórica a la lucha de diferentes clases sociales, motivada por la explotación de los más pobres por parte de los más ricos.
Es posible entender diversos aspectos del pensamiento de estos autores a la luz de su propia época. Sin embargo, hay que hacer aquí la salvedad que hizo Pablo: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Rom. 12:2). Es decir, el cristiano debe tener un compromiso primario, no con los paradigmas que moldean su tiempo, sino con la revelación divina, que es atemporal. Esta es una premisa histórica para aquellos que aceptan la Biblia como su regla de fe y práctica.[6]
En la sociedad, la influencia de pensadores de la Era Moderna sobre la comprensión de la religión cristiana resultó en un gran énfasis en su aspecto inmanente, con resultados desastrosos. A fin de cuentas, “cuando mueren los dioses, y los sistemas de valores se desmoronan, el hombre solo encuentra una cosa, su cuerpo. El dominio de lo físico”.[7] En contrapartida, en el mismo período, Dios levantó un movimiento con un mensaje distinto y la misión de exaltar los fundamentos de la verdad contenidos en las Sagradas Escrituras.
Recientemente, las redes sociales se convirtieron en el escenario de algunos debates en los cuales los defensores de una integración entre el marxismo y el cristianismo plantean cuestionamientos respecto del modo en el cual las denominaciones protestantes abordan determinados temas de la sociedad. Este artículo se propone presentar una visión introductoria del marxismo, a fin de evaluar la viabilidad de su integración con el pensamiento cristiano, especialmente el adventista.
Orígenes del marxismo
Karl Marx (1818-1883) fue un filósofo, periodista, historiador, economista y revolucionario socialista. Friedrich Engels, en el discurso que tuvo en el funeral de su amigo, afirmó: “Marx era, antes que nada, un revolucionario. Su verdadera misión en la vida era contribuir, de un modo u otro, al derrumbe de la sociedad capitalista y de las instituciones estatales, […] para la liberación del proletariado moderno, al que fue el primero en hacer consciente de su posición y de sus necesidades, consciente de las condiciones de su emancipación. La lucha era su elemento. Y él luchó con una tenacidad y un éxito con los que pocos podrían rivalizar”.[8]
La teoría de Marx, aunque de diferentes formas, sirvió de base para revoluciones en todo el mundo. En su alcance, el marxismo abarca temas como la filosofía y la política, entre otros, que se encuentran en una serie de textos, publicados posteriormente por Engels. Se lo considera un pensamiento clásico, pasible de múltiples lecturas. Entre sus múltiples escritos, se considera El Capital (1867) como su principal obra, por resultar de un estudio minucioso de la producción material en la sociedad burguesa, con la intención de comprender su estructura y dinámica de funcionamiento.
Los conceptos marxistas no son fáciles de entender, ya que implican “un tejido de categorías” que va “de lo abstracto a lo concreto, […] de las estructuras a la superficie de la apariencia”.[9] La forma en que Marx elaboró los conceptos siguió un método, el materialismo histórico dialéctico, en reacción a los pensadores idealistas que inicialmente lo influyeron. Ese método defiende que las bases materiales deben ser el foco de la investigación, pues son objetivas; esto es, existen independientemente de la voluntad del investigador. Así, no son las ideas (la conciencia) las que forman a los individuos, sino sus condiciones de existencia (materiales) las que forman su conciencia. Esto justifica el término materialismo y su perspectiva inmanente.[10]
Al analizar las condiciones sociales de su época, Marx entendió que la esencia de la sociedad reside en la propiedad privada y en la distinción entre clases sociales, y que estos son los factores desencadenantes de problemas como pobreza, miseria y explotación. El núcleo de la teoría marxista radica en la superación de la sociedad de clases por parte del proletariado, pues a medida que la clase obrera ascendiera al poder y alcanzara la condición de clase dominante, establecería la democracia para arrebatar el capital a la burguesía y concentrarlo en manos del Estado.[11]
Este pensamiento presupone que el ser humano, como ser histórico y social, es capaz de resolver el problema de la explotación resultante de la división de clases. En este proceso, se aboliría la competencia entre los individuos y, en consecuencia, la propiedad privada, para establecer en su lugar “[…] la denominada comunidad de bienes”.[12] Así, desaparecerían las crisis, y el excedente de la producción sería para suplir las necesidades de todos. En esta nueva realidad, los jóvenes podrían pasar por diferentes sectores de la producción, ya que no habría trabajos más valorados que otros, así como la extinción de la explotación de la agricultura por medio de la industria.[13]
Aunque el marxismo, teoría social, y el cristianismo, religión revelada, pertenezcan a categorías diferentes, a lo largo del tiempo, algunos religiosos se propusieron unir los conceptos en busca de una religiosidad que se librara de algunas distorsiones del ideal bíblico perpetuadas por siglos.
Sin juzgar las intenciones de quienes proponen esa integración, es necesario analizar si las principales premisas del pensamiento marxista son compatibles con la cosmovisión bíblica. En primer lugar, de acuerdo con las Escrituras, el origen de la desigualdad social y del sufrimiento humano no está en el modo de producción, sino en la caída de la humanidad, inserta en el contexto del gran conflicto cósmico entre el bien y el mal. En segundo lugar, al contrario del pensamiento marxista, que defiende el poder de la capacidad humana para resolver por sí misma los problemas resultantes de la forma por la cual los seres humanos se organizan en sociedad, la Biblia muestra que la solución para la humanidad está en el acercamiento a lo divino, por medio de la obra salvífica de Jesucristo. Finalmente, el marxismo defiende la posibilidad de transformar el mundo a partir del proceso revolucionario, mientras la enseñanza de la Palabra de Dios es enfática al decir que la restauración plena no ocurrirá antes de la segunda venida de Jesús.
Marxismo y religión
Marx no se dedicó a escribir sobre religión, pero la criticó. Como instancia social, la incluye en la crítica que hace al propio mundo real, de la cual forma parte. Aunque el pensador no ironiza sobre la religión, la ve como “la obra de la humanidad sufriente y oprimida, obligada a buscar consuelo en el universo imaginario de la fe”.[14] Para él, la crítica de la religión es la crítica de las condiciones humanas que hace que las personas busquen una religión.
Por ello, acuñó su frase clásica cuando escribió que “la angustia religiosa es a la vez la expresión del dolor real y la protesta contra él. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, como lo es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo”.[15] Para Eduardo Chagas, Marx criticó la religión “en su dimensión social y política, como expresión de la alienación del hombre de su mundo real y de la conformación social con este mundo”, no en su dimensión privada, porque esta concierne a cada individuo.[16]
Así, para Marx, la religión tenía el papel de una protesta impotente para combatir la insatisfactoria condición humana, al mismo tiempo que alimentaba la esperanza ilusoria de una vida en otro mundo, ya que este está lleno de desigualdades e injusticias. Así, estas creencias impiden a los seres humanos luchar contra este estado de cosas y aspirar a una transformación real en el mundo concreto.
Por lo tanto, tratar de combatir las injusticias de nuestra sociedad a partir de los presupuestos marxistas es insuficiente, ya que ignoran, e incluso contradicen, las premisas que se encuentran en las Escrituras. Lejos de una visión humana inmanentista y revolucionaria, la única revolución admitida en la Palabra es la del amor, ejemplificada por Jesús de Nazaret. La que lleva al cristiano auténtico a actuar en el espíritu de Cristo, para predicar el evangelio que transforma y alivia el sufrimiento humano, mientras espera “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Ped. 3:13).
Sobre el autor: Profesor de la Facultad de Teología de Unasp, EC.
Referencias
[1] Eric Hobsbawm, Interesting Times: A Twentieth-Century Life (Nueva York: Pantheon Books, 2002).
[2] Eric Hobsbawm, Era dos Extremos: O Breve Século XX (San Pablo: Cia. das Letras, 1995), p. 13.
[3] Jürgen Habermas, O Discurso Filosófico da Modernidade (San Pablo: Martins Fontes, 2000), p. 121.
[4] Gilles Lipovetsky, Os Tempos Hipermodernos (San Pablo: Barcarolla, 2004).
[5] Gilles Lipovetsky, A Era do Vazio: Ensaios Sobre o Individualismo Contemporâneo (Barueri: Manole, 2005).
[6] H. Richard Niebuhr, Cristo e Cultura (Rio de Janeiro: Paz e Terra, 1967), p. 67.
[7] G. Suffert, Le Cadavre de Dieu Bouge Ancore (Paris: Grasset, 1975), p. 79.
[8] “Karl Marx’s Funeral”, disponible en <bit.ly/3jgOUVH>, consultado el 18/1/2021.
[9] José Arthur Giannotti, “Vida e Obra”, en Karl Marx, Para a Crítica da Economia Política. Do Capital. O Rendimento e Suas Fontes (San Pablo: Nova Cultural, 1999), p. 17.
[10] Karl Marx y Friedrich Engels, A Ideologia Alemã (San Pablo: Expressão Popular, 2009).
[11] Karl Marx y Friedrich Engels, Manifesto do Partido Comunista (San Pablo: Expressão Popular, 2008).
[12] Friedrich Engels, Princípios Básicos do Comunismo, en Karl Marx y Friedrich Engels, Obras Escolhidas (Lisboa: Avante; Moscow: Progresso, 1982), t. 1.
[13] Engels, Princípios Básicos do Comunismo.
[14] Giovanni Reale, História da Filosofia: Do Humanismo à Kant (San Pablo: Paulus, 1990).
[15] Karl Marx, Crítica da Filosofia do Direito de Hegel (San Pablo: Boitempo Editorial, 2005), pp. 146, 147.
[16] Eduardo Ferreira Chagas, “A Crítica da Religião como Crítica da Realidade Social no Pensamento de Karl Marx”, disponible en <bit.ly/39NPxms>, consultado el 14/1/2021.