¿Porqué las personas religiosas son particularmente susceptibles al prejuicio? ¿De que manera se lo puede combatir?

Prejuicio. Es una palabra fea, una actitud que se puede discernir fácilmente y, generalmente, es desagradable cuando se percibe en otras personas, pero que difícilmente admitamos su manifestación en nosotros. Clifford T. Morgan explica el prejuicio de la siguiente manera: “El prejuicio es la constante tendencia a catalogar exageradamente a las personas. Es la manera de aglutinar a diferentes individuos sobre la base de características comunes, mayormente irrelevantes. Cada miembro de ese grupo, entonces, es visto como portador de las mismas características de los demás”.[1]

Generalmente, desarrollamos prejuicios hacia los miembros de un grupo que difiere del que formamos parte y con el que nos sentimos cómodos: otra raza, otro sexo otra religión, otro grupo socio-económico, etc.

Si bien el prejuicio no se manifiesta en una discriminación instantánea, a menudo se revela en el exclusivismo o en la falta de compasión social. Las personas prejuiciadas no apoyan la idea de proporcionar ayuda a quienes no son de su grupo (los de “afuera”), especialmente cuando esta ayuda puede involucrar un sacrificio personal. Y si bien no manifiestan desagrado hacia estos grupos, desarrollan, a lo menos, una actitud de suspicacia hacia ellos y no se compadecen de sus apremios. Más bien se inclinan a considerar que las desventuras que les ocurren a los demás no son otra cosa que las consecuencias de sus mismas acciones.

El prejuicio y la religión

Como el prejuicio es algo desagradable, generalmente no admitimos que lo abrigamos. Y en realidad los cristianos debiéramos ser las personas más libres de prejuicios. Definimos a nuestro Dios como amor (1 Juan 4: 8), y el mandamiento de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos es el fundamento de nuestra religión (Mat. 22: 37-39). En la historia del buen samaritano (Luc. 10: 29-37), Jesús amplió el concepto de “prójimo” hasta incluir a grupos que estaban fuera de su pueblo. La iglesia primitiva aprendió que el evangelio debía unir las divisiones establecidas entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres (Gál. 3: 28). Descubrieron que Dios no se conduce parcialmente con ningún grupo de personas (Hech. 10: 34, 35), y que la manifestación de favoritismo entre las diferentes clases sociales es un pecado (Sant. 2: 1-9).

Creo que ya hablamos suficiente acerca de lo ideal. Pero, ¿cuál es la realidad? Aquí nos encontramos con una paradoja. Hace más de 25 años, Gordon Allport señaló que los investigadores de las conductas sociales y de las manifestaciones psicológicas hablan observado que, “en promedio, los que asisten a la iglesia son más intolerantes que los que no lo hacen”.[2] Doce años después, Andrew Greeley observó: “Los resultados de las investigaciones acerca de la conexión entre la religión y el prejuicio son abrumadores”.[3]Por esa misma época, J. D. Davidson redactó un informe del estudio hecho en las congregaciones bautista y metodista en Indiana, Estados Unidos. Descubrió que los miembros laicos que tenían un nivel elevado de concepciones verticales (por ejemplo, las ideas acerca de Dios) tendían a manifestar índices muy bajos de “consecuencias sociales” (es decir, la participación en diferentes actividades sociales motivadas por la religión), mientras que los que tenían un grado elevado de concepciones horizontales (por ejemplo, la importancia del ser humano) tenían también un grado elevado en la dimensión social.[4] Más recientemente, Daniel Batson y Larry Ventis concluyeron que “al menos en Estados Unidos, y entre las personas blancas, cristianas y de clase media, la religión no está asociada al desarrollo del amor y la aceptación del prójimo, sino al aumento de la Intolerancia, el prejuicio y la discriminación “.[5]

¿Cómo es posible ésto? A primera vista esta situación parece incoherente e increíble. Un erudito cristiano establece los contrastes que esperaríamos encontrar, entre la religión y el prejuicio, al afirmar que “la fe cristiana proclama la unidad de la humanidad; el prejuicio separa a los hombres. La fe cristiana busca hacer la vida más plena y más rica; el prejuicio confina y reduce la vida, tanto de los que son objeto del prejuicio

como de quienes desarrollan prejuicios. La fe cristiana proclama la soberanía de Dios sobre la vida de todos los hombres; el prejuicio enaltece a algunos hombres para que dominen a otros. La fe cristiana echa fuera el temor; el prejuicio alimenta el temor”.[6]

¿Por qué la relación?

Los investigadores de la religión y de la conducta han identificado una cantidad de factores que pueden inclinar a muchas personas religiosas hacia el prejuicio. A continuación discutiremos, brevemente, siete factores.

La doctrina de la revelación. Si Dios nos ha dado la verdad, entonces, nosotros estamos en lo correcto. Y si estamos en la posición debida, los demás están equivocados. La posesión de la “verdad” presenta un verdadero campo minado para quienes abrazamos una religión revelada. Se necesita un finísimo sentido del equilibrio para cruzar este campo sin detonar los explosivos. “Existe una paradoja donde, por un lado, la religión enseña el amor, el respeto y la igualdad; y sin embargo, por el otro, enseña el particularismo, que transmite el concepto de que sólo la religión elegida tiene la verdad y puede ofrecer la salvación”.[7] Esta concepción, combinada con algunas otras necesidades psicológicas, abre una amplia puerta al prejuicio.

El pueblo elegido. Estrechamente relacionada con la doctrina de la revelación se encuentra la doctrina de la elección. Dios escogió a mi grupo (mi iglesia, mi raza, mi sexo), y lo hizo de una manera especial. “Cualquiera sea la justificación teológica que tenga la doctrina, la perspectiva de que un grupo es elegido (en tanto que otros no) genera de inmediato un alejamiento del concepto de hermandad y cae en la intolerancia. Y lo hace así porque favorece el orgullo personal y la ambición por el estatus, que son dos raíces psicológicas muy importantes del prejuicio”.[8]

Greeley dice que “los grupos religiosos conforman dentro del marco mayor de la sociedad varias asociaciones grupales que, a su vez, generan desconfianza, temores, hostilidad hacia los miembros que no forman parte de sus respectivos grupos; una hostilidad que es particularmente poderosa porque las diferencias marcadas son el resultado de una socialización muy temprana. Ser religiosos en crecimiento… implica no sólo crecer como componentes de un grupo religioso, sino también como alguien diferente y en clara oposición a los miembros de otros grupos religiosos”.[9]

Batson y Ventis explicaron que la religión puede “justificar el rechazo insensible a todo aquel que no es semejante a uno. Porque pareciera ser el corolario trágico que surge del conocimiento de estar entre los elegidos de Dios. Y si unos son ‘elegidos’, las ‘ovejas’, el ‘pueblo elegido’, la ‘familia de Dios’, entonces los otros son los ‘condenados’, los ‘chivos emisarios’, los ‘marginados’, los ‘infieles’. Estos rótulos, lejos de estimular el amor hermanable, tienden a favorecer el rechazo y la intolerancia”.[10]

La perspectiva de la salvación. La preocupación que se concentra en la salvación, en la etapa más allá de la vida, puede conducir a una falta de interés por las dificultades temporales de las personas. Milton Rokeach condujo una investigación en la que pidió a las personas participantes del estudio que establecieran las jerarquías de importancia de 18 valores. Los que otorgaron a la “salvación” el nivel más elevado en su escala de valores eran las personas que estaban más ansiosas por mantener el statu quo y, generalmente, eran las más indiferentes a las necesidades de las minorías y de los pobres. Su nivel de compasión social era significativamente más bajo y desarrollaban una mayor oposición a los derechos civiles que quienes le otorgaban a la salvación una importancia menor.[11]

Es posible que lleguemos a desarrollar una atención tan marcada en el mundo futuro y en el galardón, que obnubile nuestra visión del mundo en que vivimos. La preocupación por nuestra propia salvación puede conducirnos a una despreocupación egoísta acerca de la salvación de los demás. Entonces, al percibir la condición de los pobres y los oprimidos, nuestro mensaje hacia ellos podría tener este matiz: “Sopórtalo estoicamente. Te será resarcido cuando Jesús vuelva”. Ha sido la tendencia de las personas religiosas a tolerar la injusticia basándose en la promesa de un galardón futuro la que hizo que Karl Marx catalogara a la religión como el “opio de los pueblos”.

La ética del trabajo. Paradójicamente, los cristianos pueden llegar a desarrollar prejuicios por una razón opuesta al concepto de alejamiento de este mundo. La denominada “ética protestante” invita a los creyentes a trabajar duro y a no gastar el dinero en placeres frívolos. Como consecuencia, estos cristianos tienden a acumular posesiones y, de este modo, progresar en la escala socioeconómica. Pueden llegar a considerar que su prosperidad es un signo del favor divino y a mirar con desdén a los menos afortunados, considerándolos inmerecedores de los favores del cielo. Estos cristianos se comparan con los demás y deciden hacer las cosas muy bien en un sistema donde el galardón se fundamenta en el mérito.

Allport describe el fenómeno de esta manera: “Para muchas personas, la religión es un hábito obtuso, o una investidura tribal que se utiliza para una ceremonia ocasional, por una conveniencia familiar o por comodidad personal. Es algo que se usa, pero que no se vive. Y se puede utilizar de varias maneras: para mejorar el estatus personal, para apoyar la confianza propia, para ampliar el patrimonio individual, para ganar amigos, poder o influencia. Puede utilizarse como una defensa contra la realidad y, lo que es más importante, para alcanzar una supersanción de la fórmula personal del estilo de vida adoptado. Este sentimiento me asegura que Dios ve las cosas a mi manera”.[12]

El conservadurismo religioso. Por su misma naturaleza la iglesia es un agente de la postura conservadora. Los cristianos adoran a un Dios “que no cambia”, y hablan de verdades eternas. Y al vivir en un mundo marcado por rápidos cambios tecnológicos, pedagógicos, sociales y de valores, encuentran que la iglesia es la institución con la que pueden contar para conservar lo mejor del pasado, un pilar de estabilidad con el cual preservar el orden y la seguridad en sus vidas. Douglas Walrath nos recuerda que la iglesia le da prominencia a la tradición en cada uno de los aspectos de su vida.[13] Quienes concurren a la iglesia pueden percibir a los “de afuera” como una amenaza a la estabilidad y a la permanencia de su estilo de vida.

La necesidad de satisfacción. Un axioma psicológico sostiene que la conducta es el resultado de intentar satisfacer necesidades. El prejuicio muy a menudo sirve a la necesidad de alcanzar una superioridad de estatus,[14] sea mental, moral, religioso o social. Pero la religión también puede satisfacer esta necesidad. Podemos llegar a considerarnos como superiores a aquellos que ni están en “la verdad” ni “en” el Dios al que adoramos. Puede ser que no tengamos la riqueza, el poder o el prestigio que poseen otros miembros de nuestra sociedad, pero en nuestra religión tenemos algo que es infinitamente mejor que lo que ellos tienen, por lo que podemos llegar a contemplarlos con desdén. Podemos llegar a sentir la necesidad de distanciarnos de quienes se encuentran en un peldaño inferior de la escala teológica social.

“La razón por la que, en promedio, los concurrentes a la iglesia tienen más prejuicios que quienes no asisten, no es por causa de que la religión favorezca el prejuicio, sino porque una gran cantidad de personas, por causa de su estructura psicológica, necesitan el prejuicio y la religión para su economía de vida”.[15] Por lo tanto, si tienen dudas e inseguridad, el prejuicio amplia la autoestima de ellos y la religión les proporciona seguridad. Si los motiva la culpa, el prejuicio les ofrece un chivo emisario, y la religión, alivio. Si temen al fracaso, el prejuicio insiste en que los otros grupos son una amenaza, y la religión ofrece el galardón.[16]

El estilo cognoscitivo cerrado. El último vínculo que discutiremos, entre la religión y el prejuicio, involucra la forma en que algunas personas procesan la información. Las personas que tienen prejuicios a menudo tienen hábitos mentales rígidos. Carecen de complejidad en el procesamiento de la información y prefieren las respuestas sencillas, llanas e inequívocas. Tanto en la religión como en el prejuicio a menudo sirven a las necesidades de quienes necesitan distinciones claramente manifiestas entre lo bueno y lo malo.[17]

James Dittes ha resumido las conclusiones a las que llegó su investigación sobre las características de la personalidad que armoniza con el prejuicio. 1) Necesidad de una estructura inmutable; 2) necesidad de un absolutismo religioso (“decir, ‘no lo sé’, los alejaría de su perspectiva cognoscitiva”); 3) mentes cerradas; es decir, que no están abiertas a nuevas ideas; 4) elevado respeto por la jerarquía y el orden.[18] Las personas rígidas suelen buscar una religión que hable con certidumbre, porque una religión así les ofrece seguridad y no pueden tolerar la ambigüedad. Las nuevas ideas y los grupos diferentes amenazan la estabilidad de su condición; porque si las cosas son inciertas, entonces, es posible que nada se pueda dar por sentado.

Formas de ser religioso

Si bien hay explicaciones perfectamente razonables a las relaciones entre la religión y el prejuicio, no todas las personas religiosas tienen prejuicios. Muchos estudiosos del tema creen que lo que determina la diferencia es el modo en que los individuos integran una religión a sus vidas. Richard Gorsuch y Daniel Aleshire, por ejemplo, descubrieron que las personas que no son miembros de iglesia y los miembros de iglesia muy activos, tienen en común la virtud de desarrollar menos prejuicios, en tanto que los marginalmente activos desarrollan más prejuicios.[19]

Diferentes eruditos aplicaron distintos rótulos a los extremos de la religiosidad. Las dimensiones más conocidas y más estudiadas son las que Allport catalogó como la “extrínseca” y la “intrínseca”. La primera “es una perspectiva religiosa autocomplaciente, utilitaria y autodefensiva que proporciona al creyente consuelo y salvación a expensas de los otros grupos”. La última (la “intrínseca”) “es la que marca la vida de quien ha interiorizado el credo total de su fe sin reservas, incluyendo el mandamiento de amar al prójimo. Una persona de esta categoría abriga la intención de servir a su religión, y no tanto de que ésta le sirva a ella”.[20]

Dittes identificó dos vertientes de religión en la parábola del hijo pródigo registrada en Lucas 15. La abierta, caracterizada por el padre y su conducta ante la religión del pródigo, y la del hermano mayor —que sirve, obedece y obtiene su galardón a costa del otro—, que representa la religión contractual. Dittes nota que el prejuicio está asociado a la religión contractual, y no con la religión del pródigo, porque “el prejuicio, después de todo, tiene una semblanza familiar con la religión contractual… Así, en un momento de religión contractual tomamos los insondables misterios de Dios y de su relación con nosotros y los hundimos en una obra (por ejemplo, ir a la iglesia) o en un objeto (por ejemplo, el rosario) o en una norma (por ejemplo, ‘No bebas’) que es algo sondable y manipulable, y que ahora se ha reducido extremadamente como para ser tratado como Dios… En un momento de prejuicio hundimos los ricos e insondables misterios de otras personas en estereotipos, en imágenes, o en rótulos, que pueden ser manipulados para nuestro beneficio, pero que tienen muy poca semejanza con la persona real. La mente prejuiciada y la mente contractual —como la del hermano mayor— reducen su experiencia y la del mundo a límites familiares y estrechos a los que pueden patrullar y controlar”.[21]

No solucionamos el problema de la religión y su relación con el prejuicio abandonando la religión, sino reemplazando la forma religiosa contractual y extrínseca por la pródiga e intrínseca. O quizá, lo que es mejor todavía, madurando en nuestra experiencia religiosa.

En 1950 Allport publicó su primera declaración importante distinguiendo la religión madura de la inmadura. Propuso seis criterios que identifican a la fe religiosa madura.[22] Roland Fleck resume y comenta estos criterios de la siguiente manera:

  1. Bien diferenciada. El cristianismo maduro sabe que la religión es compleja, y examina continuamente su fe.

2.   Dinámica. La fe madura puede surgir de necesidades muy sencillas, pero con el tiempo se transforma en una fuerza motivadora.

3.  Coherente. Una vida religiosa madura producirá una moral coherente.

4.  Comprensiva. La fe madura aborda todas las preguntas fundamentales de la vida, buscando respuestas funcionales a estos interrogantes. La tolerancia será una de las características naturales de esta comprensión.

5.  Integral. La religión cristiana que es madura no está compartamentalizada o aislada de otros aspectos del mundo.

6.  Solucionadora de problemas. El cristiano maduro siempre busca descubrir la verdad. Sabe, sin embargo, que la militancia no requiere una completa certidumbre[23]

Al crecer en ese tipo de madurez, no perdemos nuestra fe religiosa ni nuestra creencia en la revelación y la elección. “Pero el dogma es moderado con humildad, y armoniza con el mandato bíblico, y en él [retenemos] el juicio hasta el día de la cosecha. Un sentimiento religioso de esta clase es el que inunda toda la vida y le proporciona motivación y significado. Ya no se limita más a un segmento de interés propio. Sólo por medio de un sentimiento religioso tan amplio es que la enseñanza de la fraternidad hermanable llega a tener raíces firmes.[24]

Esta madurez religiosa genera la capacidad de “actuar de todo corazón aunque no se tenga plena certeza. Se puede estar seguro, sin estar excesivamente seguro”.[25]

Venciendo el prejuicio

Una vez que comprendemos el prejuicio, podemos abrigar un sentimiento de indignación —una especie de prejuicio contra los que tienen prejuicios. Pero debemos tener cuidado. “Cuando atacamos el prejuicio, en nosotros o en los otros, e intentamos sermonearlo o amenazarlo, rara vez tenemos éxito.

Porque nuestra reprensión y amenaza sólo logra ampliar la necesidad de prejuicio… Si vamos a desbaratar el prejuicio debemos desarticular la necesidad que se tiene por el prejuicio y no favorecerla”.[26]

Dittes sugiere varias formas en las que la comunidad cristiana puede erradicar la necesidad que el prejuicio satisface:

  1. En todo aquello que el prejuicio proporcione sentimientos de importancia y dignidad, pero sólo animado por la indignidad de otras personas, la comunidad cristiana puede transmitir estos sentimientos de un modo más positivo, más profundo, si ofrece el mismo abrazo comprensivo que el padre de la parábola de Lucas 15 le dio a sus dos hijos.
  2. Donde el prejuicio transmita el poder defensivo de la valla y de la agresividad que lleva a buscar el dominio de las vidas ajenas, la comunidad cristiana puede ofrecer el poder que surge cuando nos abrimos a las infinitas riquezas de la creación de Dios y a las maravillas que también tiene nuestro prójimo.
  3. Donde el prejuicio haga que las personas se sientan vencedoras alcanzando el pináculo de ciertos logros, la comunidad cristiana puede demostrar que las categorías de los ganadores y de los perdedores son sólo aspectos transitorios de nuestra cultura. El éxito para Dios es el servicio y la cruz.
  4. En lo que el prejuicio proporcione la noción de pertenecer a un grupo en contraposición a la soledad y al aislamiento, y genera, de este modo, un sentimiento de solidaridad grupal creando una separación artificial entre los que pertenecen a este grupo y los que son de “afuera”, la comunidad cristiana puede encontrar maneras de crear un genuino sentido de pertenencia.
  5. Donde el prejuicio ayude a la persona a enfrentar al mundo encapsulándose en una pequeña fortaleza, la comunidad cristiana puede mostrarle que no necesita salvarse a sí misma. Eso ya fue realizado.[27]

En tanto que, como cristianos, debemos ver el prejuicio como pecado, también debemos seguir el ejemplo de Jesús de amar al pecador. Cuando amamos y aceptamos a las personas prejuiciadas, destruimos la inseguridad que alimenta el prejuicio que ellas tienen. De esta manera desbaratamos la necesidad de elaborar prejuicios. Y lo más significativo es que desarrollamos la conducta apropiada para tratar con las personas que son diferentes a nosotros. El prejuicio es un intento de garantizar nuestra dignidad propia recubriéndonos con ciertas estructuras protectoras. Pero la fe cristiana le dice a las personas que tienen prejuicios: “Su dignidad personal no necesita una garantía tan frágil. La garantía ya la dio Uno que es inmutable y con quien no podemos competir”.[28]

Sobre el autor: Roger L. Dudley es profesor de Ministerio Cristiano y dirige el Instituto de Ministerios de la Iglesia en el Seminario Teológico Adventista del Séptimo Día, Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.


Referencias

[1] Clifford T. Morgan, A Brief Introduction to Psichology, (Nueva York, McGraw-Hill, 1977), págs. 383, 384.

[2] Gordon W. Allport, Personality and Social Encounter (Boston, Beacon Press, 1960), pág. 257

[3]  Andrew M. Gree-ley, The Denominational Society (Glenvlew, Scott, Foresman and Co., 1972), pág. 207.

[4] J. D. Davidson, “Religious Belief as an Independent Variable”, Journal for the Scientice Study of Religion, n° 11 (1972): 6575.

[5] C. Daniel Batson y W. Larry Ventis, The Religious Experience: A Social-Psychological Perspectiva (Nueva York, Oxford University Press, 1982), pág. 257.

[6]  James E. Dittes, Blas and the Pious (Minneapolls, Ausburg Pub. House, 1973), pág. 50.

[7] Merlin B. Brinkerhoff y Marlene M. Mackle, “The Applicability of Social Distance for Religious Research: An Exploration”, Review of Religions Research, n° 28 (1986):

[8] Gordon W. Allport, ibíd., pág. 258.

[9] Andrew M. Greeley, Ibíd., pág. 216.

[10]C. Daniel Batson y w. Larry Ventis, ibid., pag. 254

[11] Milton Rokeach, “The H. Paul Douglass Lectures for 1969”, Review of Religious Research, n° 11 (otoño de 1969): 3.39

[12]  Gordon W. Allport, “Behavioral Science, Religión, and Mental Health”, Journal of Religión and Health, n° 2 (abril de 1963): 193.

[13] Douglas A. Walrath, “Social Change and Local Churches: 19511975”, en Understanding Church Growth and Decline: 1950-1978 (Nueva York, Pilgrim Press, 1979),

págs. 248-269.

[14]  Clifford T. Morgan, ibíd., pág. 386.

[15] Gordon W. Allport, “The Religious Context of Prejudlce”, Journal for the Scientific Study of Religión, n° 5 (oto

ño de 1966): 451.

[16]  James E. Dittes, ibíd., págs. 60, 61.

[17] Véase James E. Dittes, pág. 28; Andrew M. Greeley,págs. 211, 213.

[18] James E. Dittes, ibíd., págs. 30-32.

[19] Richard L. Gorsuch y Daniel Aleshlre, “Christian Faith-based Ethnic Prejudice: A Review and Interpretaron of Research”, Journal for the Scientific Study of Religión, n’ó 13 (1974): 281307.

[20] Gordon W. Allport, Personality and Social Encounter, pág. 257.

[21] James E. Dittes, ibíd., págs. 75-77.

[22] Gordon W. Allport, The Individual and His Religión (Nueva York, Macmillan, 1950), pág. 57.

[23]  Ronald J.Fleck, “Dimensions of Personal Religion: A Dichotomy or Trichotomy?”, en Research In Mental Health and Rellgious Behavior, William J. Donaldson, Jr., editor (Atlanta, The Psychological Studies Institute, Inc., 1976), pág. 192.

[24] Gordon W. Allport, Personality and Social Encounter,pág. 265.

[25] Gordon W. Allport, The Individual and His Religión, pág. 72.

[26] James E. Dittes, ibíd., pág. 47.

[27] Ibíd., págs. 93-95.

[28] Ibíd., pág. 92.