Las circunstancias que encara el Congreso de la Asociación General para 1995 son sorprendentemente similares a las que encaraba el Concilio de Jerusalén en el año 49 a. C. Esa primera “Asociación General”, me parece, puede ilustrarnos cómo manejar el asunto de la ordenación en forma tal que unifique en vez de fragmentar a la iglesia. Es un asunto digno de ser puesto en oración.

            Al considerar los posibles paralelismos, podemos describir completamente el modelo bíblico. Por cierto, ya es historia, y se registra en Hechos 14 y 15. La posibilidad de que Utrecht siga ese modelo, sin embargo, es un asunto de esperanza, no de historia —una esperanza brillante, sin duda—, y el análisis a continuación ha sido escrito por un “prisionero de la esperanza” (véase Zac. 9:12). Examinemos este paralelismo, ambos lados reales y con gran potencial.

  1. Un asunto de proporciones mundiales

            En Jerusalén toda la iglesia trató el asunto de la circuncisión. Una decisión mundial es necesaria solamente si los creyentes desean conservar la unidad del cuerpo de Cristo. Pablo y Bernabé podrían haber guiado a un grupo centrífugo de gentiles cristianos, dividiendo así la iglesia entre gentiles y judíos. Pero los delegados al Concilio de Jerusalén se reunieron para resolver el asunto porque creían en la unidad de la iglesia.

            De igual forma, para los adventistas modernos,’ la ordenación de la mujer es un asunto mundial. Por eso está en la agenda de Utrecht. Aunque otros elementos cristianos se han dividido en este asunto, Dios nos llama a tratarlo como cristianos, siguiendo la dirección del Espíritu, para que la unidad del cuerpo remanente pueda ser preservada. Y el tema nos afecta a todos, sin importar nuestra convicción personal sobre el asunto.

  • Un asunto de acción de misión

            Hechos 14:21-28 describe el crecimiento de la iglesia con cierta exuberancia. Pablo y Bernabé fueron de pueblo en pueblo ganando a muchos discípulos para el Señor. Nombraron ancianos para cada grupo de creyentes, oraron con ellos, y los confiaron al cuidado del Señor.

            Cuando regresaron a Antioquía, los misioneros reunieron a la iglesia y les hablaron de las bendiciones de Dios en sus esfuerzos. En particular, les contaron cómo Dios había abierto la puerta de la fe a los gentiles (Hech. 14:27). Aparentemente la circuncisión no era un tema de discusión para los gentiles, hasta que algunos creyentes vinieron de Judea y declararon: “Que, si no os circuncidáis, conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos” (Hech. 15:1).

            Pablo y Bernabé se alarmaron temiendo que su misión a los gentiles pudiera peligrar. No deseando mezclar la circuncisión con la salvación, ellos tuvieron “una disensión y contienda no pequeña” con sus hermanos judíos. Pronto llegó a ser evidente para los creyentes de Antioquía que la iglesia más grande debía tratar este asunto que penetraba el corazón de la misión de la iglesia. Ellos enviaron a Pablo y a Bernabé a Jerusalén para tratar el asunto con los hermanos.

            La disensión no pudo calmar el ardor de los misioneros que se dirigían a Jerusalén. Ellos viajaron a través de Fenicia y Samaría, “contando la conversión de los gentiles. Y causaron gran alegría a todos los hermanos” (vers. 3). En Jerusalén ellos “contaron todas las cosas que Dios había hecho en medio de ellos” (vers. 4).

            Pero la discordia irrumpió de nuevo, cuando ciertos creyentes de la secta de los fariseos expresaron sus convicciones acerca de los nuevos creyentes gentiles: “Es necesario circuncidarlos, y mandarles que guarden la ley de Moisés” (vers. 5). Es cierto que la asociación tenía su agenda, pero note que era una agenda impulsada por su misión, derivada como resultado directo de un crecimiento explosivo de la iglesia entre los gentiles.

            De igual manera, el asunto de la ordenación de la mujer es un asunto impulsado por su misión, especialmente en Norteamérica. Los colegios adventistas en los Estados Unidos, están llenos de mujeres jóvenes, cuyos corazones se han acogido a la convicción de que Dios las quiere para servirle en una forma especial.

            Todo esto representa un dilema agudo para la iglesia. El presidente de la División Norteamericana, Alfred McClure, lo expresó en su apelación al Concilio Anual de 1994: “Por invitación de su iglesia, las mujeres han asistido a nuestros seminarios por dos décadas. ¿Qué clase de mensaje les enviamos si las hacemos sentir inferiores por no darles una aprobación total de parte de la iglesia?”[1]

            Y un efecto ondulante se mueve más allá de aquellos que son llamados al ministerio. Muchos, particularmente mujeres, ven en la posición de la iglesia respecto a la ordenación de la mujer un símbolo de su actitud hacia todos los asuntos referentes a igualdad de trato, incluyendo raza o sexo. A medida que se abren gradualmente puertas que representan la igualdad, uno escucha ecos del libro de los Hechos, del esparcimiento de las buenas nuevas con gran regocijo a través de Fenicia y Samaría, desde Antioquia hasta Jerusalén.

            Pero las opiniones están aún divididas. Las decisiones en Utrecht serán cruciales, y las implicaciones para nuestra misión serán de largo alcance.

  • Un asunto estructurado por la cultura y la geografía.

            El relato de Hechos sugiere que los judíos cristianos de la Diáspora (judíos que vivían fuera de Palestina), estaban dispuestos a no hacer un problema de la circuncisión para los no judíos. El contacto cercano con los gentiles había alimentado sentimientos positivos entre los judíos cristianos y ellos respondieron con gozo cuando los gentiles inundaron la iglesia.

            En Judea, sin embargo, un espíritu más crítico prevalecía, especialmente entre los cristianos con trasfondo farisaico. Era difícil para ellos imaginar a alguien adorando al Dios verdadero sin antes ser un judío. Pero las conversaciones, aun disensiones y discusiones, comenzaron a construir los puentes que mantendrían a la iglesia unida.

            En nuestros días, el asunto de la ordenación de la mujer es también estructurado por la cultura y la geografía. Las tradiciones democráticas de occidente han dado ímpetu a la idea de igualdad de la mujer, aunque la lucha no ha sido fácil. Otras culturas ven el asunto de la igualdad de un modo bastante diferente. He escuchado, por ejemplo, discusiones acaloradas entre los musulmanes del Medio Oriente y los cristianos de Occidente acerca del papel de la mujer. Los musulmanes sintieron repugnancia hacia la idea de “forzar” la libertad en sus mujeres. “Nosotros las protegemos”, declararon abruptamente.

            En contraste con propuestas anteriores en cuanto a la ordenación, la que se llevará al congreso de Utrecht respeta las diferencias geográficas y culturales, proponiendo que las decisiones sobre la ordenación sean hechas por división. Esto es fiel al modelo establecido por el Concilio de Jerusalén. Así como la circuncisión no fue abandonada por todos ni impuesta a todos, así la iglesia no debe intentar imponer un paso forzado de unidad en la cuestión de la ordenación, desechando las convicciones profundas y los patrones culturales. La iglesia puede, sin embargo, apoyar una unidad que permita la diversidad cultural. En verdad, el permitir tal diversidad, sería un impulso poderoso hacia la unidad.

  • Un asunto llevado a la práctica forzado por circunstancias cambiantes y el paso del tiempo.

            Es alentador saber que la iglesia no trató formalmente el asunto de la circuncisión sino hasta 15 artos después de la resurrección de Cristo. En otras palabras, no era muy claro para los primeros cristianos que la muerte de Jesús en la cruz había cancelado la ley de Moisés. Solamente cuando el evangelismo explotó entre los gentiles, los creyentes finalmente se dieron cuenta de que algunos elementos del judaísmo podrían caducar.

            La lista de cuatro “cosas necesarias” que el Concilio de Jerusalén pidió a los creyentes gentiles comprendía: abstenerse de “cosas ofrecidas a los ídolos, de sangre, de cosas estranguladas, y de inmoralidad sexual” (Hech. 15:29), y representan un sobresaliente cuadro intermedio entre los requerimientos tradicionales judíos y la libertad cristiana de la que Pablo habla tan celosamente en pasajes como Romanos 14 y 1 Corintios 8 y 10. Y Pablo mismo, al tratar cuidadosamente el asunto de “los hermanos débiles” (1 Cor. 8:7-13; 10:23-30), revela un agudo conocimiento de lo difícil que es vivir en un tiempo de transición.

            La decisión de eliminar la circuncisión como un requerimiento, mientras afirmaban la prohibición de los alimentos ofrecidos a los ídolos, es partícula- mente interesante a la luz de la posición del Antiguo Testamento sobre estos dos asuntos, pues ninguna declaración definida, “así dice el Señor”, puede ser hallada para ninguna de las dos posiciones. En ninguna parte del Antiguo Testamento se insinúa siquiera que la circuncisión debía ser puesta a un lado; y tampoco trata claramente el asunto de los alimentos ofrecidos a los ídolos. Sin embargo, en el nombre del Espíritu Santo, el Concilio de Jerusalén endosó ambas posiciones porque consideró que las circunstancias en la iglesia y el mundo lo exigían.

            Realmente, el Antiguo Testamento mismo muestra que tal adaptabilidad había sido por mucho tiempo la manera en que Dios se relacionaba con su pueblo. En Deuteronomio 23, por ejemplo, a los eunucos, los hijos ¡legítimos, amonitas y moabitas les era prohibido tener un lugar en la congregación del Señor; sin embargo, en Isaías 56:4,5, se abre la puerta a los eunucos; Jueces 11 bendice a Jefté, el hijo ¡legítimo; y el linaje real de David (del cual era parte Jesús) incluye a Rut, la moabita (Rut 4:17-22; Mat. 1:5) y también a Naamán, amonita (1 Reyes 14:21). Sin embargo, cuando la comunidad postexílica corría peligro, Esdras y Nehemías de nuevo “hicieron cumplir” el mandato mosaico al insistir que los judíos mandasen lejos a sus esposas de descendencia moabita y amonita (Esdras 9 y 10; Nehemías 13:23-27). En otras palabras, el principio de adaptación tan bien expresado por Pablo como “a todos me hice todo” (1 Cor. 9:22, NRV 1990) describe la forma consistente en que Dios trata a su pueblo.

            En cuanto al asunto de la ordenación en nuestros días, circunstancias cambiantes pueden finalmente haber preparado el camino para conceder un trato ecuánime a todos los hijos de Dios, ya sean judíos o gentiles, esclavos o libres, hombres o mujeres (compárese con Gál. 3:28). Históricamente, el deseo de los cristianos de conceder tal igualdad ha llegado gradualmente e, irónicamente, paso a paso en el orden presentado en Gálatas 3:28. El Nuevo Testamento mismo afirma la igualdad del judío y del gentil. Pero la abolición de la esclavitud no llegó sino hasta casi 19 siglos más tarde y en América, cuando menos, a expensas de la guerra civil.

            Actualmente, a fines del siglo XX, el asunto de la igualdad del hombre y la mujer surge finalmente y ha empezado a destacarse. Quizás los adventistas, quizás los cristianos, están ahora listos a escuchar la invitación de Dios a volver al glorioso ideal de Génesis 1, una humanidad en la que el hombre y la mujer son creados a la imagen de Dios (Gén. 1:27). Si fue necesario un Concilio de Jerusalén para poder declarar que Dios “no hace diferencia” entre judío y gentil en lo que a la salvación se refiere (Hech. 15:9), quizás el Congreso de la Asociación General en Utrecht pueda declarar que Dios “no hace acepción” entre hombre y mujer en lo que al ministerio y al servicio se refiere.

            ¿Pueden los adventistas conscientemente votar una posición que difiera de la que hemos aceptado en el pasado? Hechos 15 nos dice que cuando el tiempo sea propicio, los cambios llegarán. El adventismo tiene una clásica descripción de tales cambios: “la verdad presente”, ¡lustrada muy bien por las palabras de Elena de White a la Sesión de la Asociación General de 1888: “Aquello que Dios da a sus siervos para decir hoy, no hubiera sido quizás la verdad presente hace 20 años, pero es el mensaje de Dios para este tiempo’.[2]

  • El poderoso como defensor del débil

            En el Concilio de Jerusalén, siendo que todos los delegados estaban circuncidados, ellos eran quienes tenían que hablar en favor de los incircuncisos. En otras palabras, quienes estaban en el poder y eran poderosos, se constituyeron en defensores de los débiles. Ambos, Pedro y Santiago, apoyaron con todas sus fuerzas la posición propuesta por Pablo y Bernabé. Y los cuatro hombres eran judíos circuncidados.

            Fue esa clase de defensa la que aseguró la unidad de la iglesia y capacitó al Concilio de Jerusalén para trabajar juntos en pro de una meta común. Aún más, cuando el poderoso habla y actúa en favor del débil, esta actitud protege al débil del peligro espiritual de tener que luchar por su propia causa y defender sus propios derechos.

            Y así debe ocurrir con el asunto de la ordenación. Hombres consagrados que ostentan privilegios y tienen poder deben ser defensores de los débiles. Si es correcto que las mujeres sirvan en el ministerio, la iglesia no debe atreverse a obligarlas a ser sus propias defensoras. Los riesgos espirituales son muy elevados. En Utrecht la vasta mayoría de los delegados serán hombres ordenados. Estará en manos de ellos el privilegio y el poder hablar y votar en favor del débil. Esto sucedió en Jerusalén; debe también suceder en Utrecht.

  • Una solución propuesta sobre el principio de Igualdad, no de exégesis.

            Si bien el registro del Concilio de Jerusalén, según Hechos 15, es bastante breve, es muy instructivo notar los tipos de argumentos incluidos en el recuento bíblico. Pedro, tomando la palabra después de “mucha discusión’ (vers. 7), no hizo una exégesis de la Escritura. El simplemente narró la historia de cómo Dios había demostrado la igualdad entre el judío y el gentil, otorgando el Espíritu Santo a ambos (vers. 8) y sin hacer “diferencia” purificando el corazón de ambos por fe (vers. 9). Entonces, refiriéndose al “yugo”, el cual ni “nuestros padres ni nosotros somos capaces de llevar” (vers. 10), Pedro abiertamente expresó su propia convicción: “Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, igual que ellos” (vers. 11).

            Sin mencionar al Señor Jesús directamente, Pedro realza la verdad registrada en Mateo 7:12: “Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas”. Probablemente todos los argumentos exegéticos basados en pasajes específicos del Antiguo Testamento fueron totalmente ventilados en la “mucha discusión” antes del discurso de Pedro. Y los tradicionalistas hubiesen tenido mucho de su parte. ¿Dónde puede uno encontrar en el Antiguo Testamento, el cual era su única Biblia, un “así dice Jehová”, al poner a un lado la circuncisión en la ley de Moisés? A nivel de pasajes particulares, los tradicionalistas, al parecer, argumentaron con garras de hierro. Uno fácilmente podría imaginarse el equivalente del primer siglo del “Yo, Jehová, no cambio” (Mal. 3:6), y “Una vez la verdad, siempre la verdad”.

            Pero lo anterior es solamente una conjetura, pues Hechos 15 registra únicamente cómo Pedro trascendió la letra de la ley, trasladándose al principio más elevado de igualdad, que sostiene toda estructura de derecho. Como Jesús, que declaró que él no había venido a “abrogar” la ley sino a “cumplirla” (Mat. 5:17), Pedro ve la ley personificada y totalmente cumplida en el principio de la igualdad ante Dios.

            El no aclara su sorprendente declaración acerca del “yugo” insoportable (Hech. 15:10), aunque su vocabulario hace eco de la declaración de Jesús acerca de “cargas pesadas y difíciles de llevar” puestas sobre los hombros humanos por los fariseos (Mat. 23:4). El énfasis que hace Pedro acerca de la igualdad implica que estos requerimientos llegan a ser una carga cuando no realzan el amor hacia nuestro Dios y el de unos con otros. Jesús dijo que toda la ley y los profetas “penden” de los dos grandes mandamientos (Mat. 22:35-40)- Cuando los requerimientos ya no están unidos a estos dos grandes principios, se vuelven arbitrarios y llegan a ser un “yugo” difícil de llevar. Como lo describe Elena de White: “Las palabras y acciones arbitrarias desatan las peores pasiones en el corazón humano”[3] O expresado en términos teológicos: “Los errores de la teología, hoy de moda, han lanzado al escepticismo a muchas almas que, de otro modo, habrían creído en las Escrituras”.[4]

            Como está registrado en Hechos, Santiago continúa el discurso de Pedro con un resumen y una conclusión. El, como Pedro, evita cualquier argumento exegético, aunque cita Amós 9:11-12 en una versión que se asemeja a la Biblia griega en vez del hebreo. El punto en referencia y acerca del discurso es que Dios ha preparado el camino para que los gentiles lo busquen. “Por lo cual”, concluye Santiago, “que no se inquiete a los gentiles que se convierten a Dios” (Hech. 15:19). Santiago hace una lista de las cuatro “cosas necesarias” que aún deben ser importantes para los gentiles (vers. 20, 29). La abstención de los alimentos ofrecidos a los ídolos sería un símbolo importante para la cultura pagana más grande; el hecho de evitar la sangre y las cosas estranguladas facilitaría el compañerismo en la mesa entre judíos y gentiles; la declaración en contra de la inmoralidad sexual afirmó los principios morales básicos. Pero la guerra principal había terminado: la circuncisión ya no era un requerimiento.

            Volviendo al asunto de la ordenación de la mujer, debemos preguntamos si los discursos de Pedro y Santiago son modelos oportunos. ¿Podemos basar nuestra solución en el gran principio de igualdad en vez de hacerlo en la exégesis de pasajes aislados? Ya sea que uno interprete la “maldición” de Génesis 3 en términos penales o como el resultado “natural” del pecado, el capítulo explica por qué toda la Biblia está dominada por la perspectiva masculina: “Y él se enseñoreará de ti” (Gén. 3:16). ¡Cuán cierto! En un mundo pecaminoso, el más poderoso dominará al más débil.

            Sobre la base de pasajes particulares se puede elaborar un caso fuerte de dominio masculino, aun en el Nuevo Testamento: ‘Como en todas las iglesias de los santos, vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar. Y si quieren aprender algo, pregunten en casa a sus maridos; porque es indecoroso que una mujer hable en la congregación” (1 Cor. 14:34, 35). “La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer silencio, sobre el hombre, sino estar en silencio” (1 Tim. 2:11,12).

            Si uno pasa por alto la evidencia poderosa de que Dios se adapta constantemente a las condiciones pecaminosas humanas, y si uno les concede valor absoluto a pasajes específicos dirigidos a situaciones culturales específicas, entonces uno también puede argumentar en favor del dominio masculino y la sumisión femenina. Los versículos específicos son bien claros. Pero esa fue precisamente la posición de la hermandad judaica, quienes defendían la circuncisión en el Concilio de Jerusalén.

            Sin embargo, si seguimos a Pedro y a Santiago en la posición que adoptó ese concilio, entonces, con Pedro, podemos argumentar en favor de la igualdad: el Señor no ha hecho “diferencia” (Hech. 15:9). Y con Santiago, podemos reconocer que el Señor ha abierto una puerta al servicio y al ministerio para nuestras hermanas en Cristo. ¿Nos atreveremos a “inquietarlas’ (vers. 19) con restricciones que sean una carga?

            La exégesis de los pasajes específicos es aún importante; sin embargo, revelando la forma en que Dios ha adaptado su verdad a nuestro mundo, hablando “muchas veces y de muchas maneras” a través de los profetas (Heb. 1:1). Una cuidadosa exégesis también revelará cómo Dios “en los postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo” (vers. 2). Pero ser testigos cristianos involucra más que una exégesis cuidadosa. Nosotros somos llamados a ser “hacedores de la Palabra, y no tan solamente oidores” (Sant. 1:22). Esto debe guiar nuestras acciones en Utrecht.

            Este quizá sea también el lugar donde notar que, cuando uno pasa del asunto de la igualdad entre el hombre y la mujer al asunto más estrecho de la ordenación, las cosas no están del todo claras. En un artículo tipo encuesta sobre el tema de la ordenación, David F. Wright cita a un erudito diciendo que “casi todos los asuntos relacionados con el tema quedan aún sin resolver”.[5] Wright mismo argumenta que las Escrituras señalan hacia la ordenación por la congregación local; la imposición de manos por miembros “comunes”, afirma la enseñanza bíblica y protestante, de que todos los creyentes constituyen “un real sacerdocio” (1 Pedro 2S).[6] Y el libro de Apocalipsis declara que durante el milenio el pueblo de Dios se constituirá en “sacerdotes de Dios y de Cristo”, y reinarán con él (Apoc. 20:6). ¿Será que sólo los hombres podrán ser “sacerdotes” de Dios?, ¿o es un privilegio que alcanza a todos los hijos de Dios?

  • Una solución que parecía buena para el Espíritu y para nosotros.

            Una de las características más emocionantes y maravillosas del Concilio de Jerusalén fue la manera en que el Espíritu unió a la iglesia. En la carta enviada a los creyentes Santiago escribió la solución: “Porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros* (Hech. 15:28). Dadas las contenciones delicadas que guiaron al Concilio, casi cualquier observador humano hubiera perdido la fe en la unidad. Una división parecía inevitable. Pero sucedieron cosas buenas, porque la iglesia estaba abierta a la dirección del Espíritu.

            Cuando somos guiados por el Espíritu, nuestras palabras y acciones revelarán el espíritu de Jesús. En el Congreso de la Asociación General de 1888, Elena de White vio el “espíritu” de los participantes que indicaba, no sólo si el Espíritu Santo estaba presente o no, sino que revelaba también si los participantes enseñaban o no la verdad. En una de sus declaraciones más sorprendentes, exclamó: “Después de escuchar la acalorada discusión, comencé a pensar que era posible, al fin y al cabo, que pudiésemos estar equivocados respecto de la ley en Gálatas, pues la verdad no requería un espíritu tal para sostenerla’.[7]

            ¿Prevalecerá el espíritu correcto en Utrecht? Si, por la gracia de Dios.

  • Unidad en la diversidad.

            Parte del ingenio del Concilio de Jerusalén radica en la buena disposición de los creyentes en permitir la diversidad mientras afirmaban la unidad. Por un lado, no se insistió en la circuncisión como una obligación para todos; pero, por otro lado, tampoco se prohibió su práctica. Y en ese contexto no debemos ser desviados por la vehemente retórica de Pablo a los Gálatas: “Si os circuncidáis, de nada os aprovechará Cristo” (Gál. 5:2). Pablo estaba hablando de una situación específica que requería palabras fuertes. Su propio ejemplo constituye un elemento equilibrante, pues inmediatamente después del Concilio de Jerusalén Pablo circuncidó a su colega Timoteo “por causa de los judíos” (Hech. 16:3). En la práctica actual, entonces, Pablo podía ser más conservador que el concilio, circuncidando a Timoteo aun cuando ya no era un “requerimiento”. Pero él también podía ser más liberal que el Concilio de Jerusalén, como lo indica su consejo sobre alimentos ofrecidos a los ídolos en 1 Corintios 8 y 10.

            En resumen, la unidad de la iglesia es preservada cuando permitimos cierta libertad a los individuos o congregaciones locales para responder a situaciones específicas en la medida que el Señor nos concede sabiduría.

            Aplicándolo a la ordenación de la mujer, parecería que la iglesia finalmente tiene en sus manos una propuesta que sigue el modelo de Hechos 15, uno que no impone la ordenación de la mujer, sino que la permite en donde puede ser útil. Propuestas previas sobre ordenación dieron por sentado una unidad cerrada que podía forzar la conciencia y practicarla en formas que podrían ser destructivas. La iglesia es mejor servida cuando el pueblo de Dios vive los principios de igualdad en todos los niveles, tratando unos a otros como desearíamos ser tratados. Esa fue la convicción de Pedro en el Concilio de Jerusalén. Y por la gracia de Dios, puede ser la nuestra al encarar asuntos importantes este próximo verano de 1995 en Utrecht.


Referencias

[1] Citado en la Revista Adventista del 20 de octubre de 1994.

[2] Manuscrito No. 8a de 1888, citado en Thirteen Crisis Years, A. V. Olson, (Washington, D.C.- Reviewand Herald Publishing Association, 1981). pág. 282; cf. The Ellen G. White Materials (Washington, D.C.: Ellen G. White Estate, 1987), tomo 1. pág. 133.

[3] Elena G. de White, Testimonies for the Church (Mountain View, California: Pacific Press Publishing Association, 1948), tomo 6, pág. 134.

[4] EI conflicto de los siglos (Mountain View, California: Pacific Press Publishing Association, 1911). pág. 580.

[5] E. J. Kilmartin, Studia Liturgia 13 (1979): 45, en “Ordination”, David F. Wright, Themelios 10:3 (abril de 1985): 5.

[6] Wright, pág. 9.

[7] Manuscrito No. 24,1888, en The Ellen G. White 1888 Materials, tomo 1.1, pág. 221.