Sermón pronunciado en Viena, el sábado 19 de julio de 1975
“Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras. Esto habla, y exhorta y reprende con toda autoridad. Nadie te menosprecie” (Tito 2: 11-15).
Estas palabras de amonestación, de consejo, de esperanza, fueron escritas hace muchísimos años —más de 1900— por el gran apóstol Pablo. Las dirigió a “Tito, verdadero hijo en la común fe”. Representan las palabras, el consejo y el aliento de un misionero de experiencia a un misionero joven que estaba trabajando en una isla. Porque en esa época Tito había sido enviado a la isla de Creta para que efectuara un ministerio misionero entre las iglesias cristianas de ese lugar.
Las cartas de Pablo a las iglesias y a algunos dirigentes en particular, como Timoteo y Tito, son modelos de claridad y franqueza. En todas ellas Pablo procura edificar la iglesia de Jesucristo y fortalecer a sus dirigentes. Era un padre, un maestro y, más que nada, un “siervo de Dios y apóstol de Jesucristo”. Creemos que él esperaba que la carta fuera compartida con las iglesias, y eso es lo que hizo precisamente Tito.
Por lo tanto, no nos sorprende que después del saludo, Pablo repita el encargo que, sin duda, ya le había dado antes a Tito verbalmente: “Por esta causa te dejé en Creta, para que corrigieses lo deficiente, y establecieses ancianos en cada ciudad, así como yo te mandé” (Tito 1:5).
Evidentemente, las buenas nuevas de salvación hallaron terreno fértil en la isla de Creta. Era necesario organizar y fortalecer constantemente a estos miembros nuevos de la familia de Dios. Y, como sucede por lo general en los lugares donde la obra de Dios progresa, había personas que procuraban deshacer la labor iniciada por Pablo y que ahora Tito continuaba. Pablo dedica unos pocos versículos en el primer capítulo de la carta a estos “contumaces, habladores de vanidades y engañadores”. Son hombres que “profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan, siendo abominables y rebeldes, reprobados en cuanto a toda buena obra” (Tito 1:10, 16).
Estos falsos maestros actúan motivados por el deseo de obtener beneficios económicos. Movidos por este propósito, enseñan “lo que no conviene” y, según Pablo, “es preciso taparles la boca”.
Quizá Tito se preguntó cómo iba a taparles la boca a estos maestros falsos y perversos. Pero Pablo no lo dejó mucho tiempo sumido en la duda. En el capítulo 2, versículo 1, leemos: “Pero tú habla lo que está de acuerdo con la sana doctrina”. Este es un enfoque positivo y una lección para la iglesia actual. El mundo está pereciendo por falta de doctrina sana. Hay “hambre en la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová” (Amos 8:11).
Pablo procede luego a bosquejar la sana doctrina que edificará a los creyentes y desbaratará los planes de los que quieren derribar y destruir la iglesia. Sus consejos son prácticos y están dirigidos a los grupos de cualquier edad, comenzando por los ancianos e incluyendo a los jóvenes de ambos sexos, a las amas de casa y a los siervos.
No es fácil clasificar estas verdades que Pablo recomienda como antídoto contra las enseñanzas de los maestros perversos y falsos. Sería muy largo hacer una clasificación completa, pero vamos a dividir sus consejos en tres secciones: en primer lugar, la gracia redentora y el poder que hay en Cristo Jesús y que está al alcance de todos los hombres; en segundo lugar, la responsabilidad que recae sobre los ciudadanos cristianos en este mundo; y finalmente la esperanza bienaventurada de la ciudadanía celestial. Primero el poder, luego los resultados presentes y finalmente la esperanza de todos los siglos.
En los versículos 13 y 14, Pablo habla de “nuestro… Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad”.
Este fue el tema central de la predicación de Pablo: Jesucristo en la cruz del Calvario, el Salvador del mundo, el único medio de salvación. “Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado… Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios. Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Cor. 1:23-25), escribió Pablo a los corintios. Él estaba decidido a “no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Cor. 2:2).
¿Qué sucedió aquel día tan lejano en el monte Gólgota? ¿Fue tan sólo que tres hombres murieron en tres cruces? ¡No! Las gloriosas nuevas del Evangelio nos dicen que en aquel día oscuro un hombre murió para que todos los hombres puedan vivir.
¿Qué aconteció en el Calvario? Dios estaba allí. Dios el Hijo, es verdad, pero también estaba Dios el Padre. Su presencia no se reveló en aquel momento. Pero estaba allí. (Véase El Deseado de Todas las Gentes, pág. 702.) Allí estaban los ángeles santos, que presenciaron la desesperada agonía del Salvador, y velaron sus rostros para no ver ese terrible espectáculo. (Véase Id., pág. 701.) Allí estaban los discípulos, “envueltos en la incertidumbre y la duda” (El Conflicto de los Siglos, pág. 394). El Calvario fue “para ellos cruel desengaño” (Id., pág. 396). Todavía no habían comprendido que “el ‘reino de Dios’ que habían declarado estar próximo, fue establecido por la muerte de Cristo” (Id., pág. 395). “El reino de la gracia, que hasta entonces existiera por la promesa de Dios, quedó establecido” (Id., pág. 396). Allí estaba Satanás, atormentando el corazón de Jesús con sus fieras tentaciones. “Cuando Jesús vino al mundo, el poder de Satanás fue dirigido contra él. Desde que apareció como niño en Belén, el usurpador obró para lograr su destrucción. De toda manera posible, procuró impedir que Jesús alcanzase una infancia perfecta, una virilidad inmaculada, un ministerio santo, y un sacrificio sin mancha. Pero fue derrotado” (El Deseado de Todas las Gentes, pág. 707).
¿Qué aconteció en el Calvario? El carácter de Dios quedó reinvindicado ante el universo. Se justificó el trato que Dios el Padre y Dios el Hijo dieron a la rebelión de Satanás. (Véase Patriarcas y Profetas, pág. 55.) ¿Qué aconteció en el Calvario? El perfecto Cordero de Dios tomó sobre sí los pecados del mundo: tus pecados y los míos, y pagó su precio. Pero “el perdón de los pecados no es el único resultado de la muerte de Jesús. Él hizo el sacrificio infinito, no sólo para que el pecado fuese quitado, sino para que la naturaleza humana pudiese ser restaurada, reembellecida, reconstruida desde sus ruinas y hecha idónea para la presencia de Dios” (Joyas de los Testimonios, tomo 2, pág. 209).
Sí, todo esto aconteció en el Calvario. Y Pablo le recuerda a Tito que “la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres” (Tito 2:11). El Cristo del Calvario “se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y para purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:14). El Calvario dejó todo arreglado. Se pagó la deuda y se derrotó al enemigo de una vez y para siempre. Al hombre se le aseguró la posibilidad de elección. Se iluminaron las siguientes palabras de Moisés: “A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia” (Deut. 30:19). Allí se aseguró que todo vestigio de pecado será eliminado del universo: eliminado por medio de la sangre o eliminado por medio del fuego. A cada hombre y a cada mujer se le ofrece esa posibilidad de elección. Tus pecados pueden ser cubiertos por la sangre de Jesucristo; entonces el resultado será la vida eterna. O de lo contrario tus pecados serán quemados junto contigo en el fuego del gran día final y el resultado será la muerte eterna.
Este fue el mensaje del Pentecostés. “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hech. 2:38, 39). Esta sigue siendo la verdad evangélica para nuestros días.
Hay poder en la cruz del Calvario. Poder suficiente para ayudarnos a llegar. Hay salvación en la cruz de Jesucristo. Salvación suficiente para todos los que la acepten. ¡Cuánto les debemos al Calvario, y al Padre y al Hijo que sufrieron tanto en ese Calvario! Juntamente con Pablo nos gloriamos en la cruz, aunque apenas alcanzamos a comprender el costo y el inmenso tesoro que ella encierra.
Un débil anciano hacía mucho tiempo que estaba internado en un hospital. Ya la vida casi se le había ido. En su juventud fue un poderoso hombre de negocios. Amasó una inmensa fortuna. Sin embargo había nacido en la pobreza; la suya era realmente una de esas historias que van “de los harapos a las riquezas”. Sus hijos y nietos se beneficiarían con la gran fortuna que había reunido.
Pero ahora su única diversión consistía en recordar sus grandezas pasadas y en recibir la visita ocasional de sus nietos. Tenía una docena de nietos. Y cada vez que iban a verlo, se reunían antes alrededor de su madre para recibir las instrucciones de último minuto, que eran las siguientes: Chicos, van a entrar a visitar al abuelo por unos minutos. Quédense callados y pórtense bien. Y recuerden siempre una cosa: todo lo que tienen en este mundo se lo deben a este hombre. ¡Todo!”
Ustedes y yo somos hijos del Rey. ¡Qué privilegio! ¡Cuánto le debemos! Todo lo que tenemos, todo lo que esperamos, proviene de él.
Pedro se refirió a la naturaleza transitoria de este mundo, al hablar del día cuando “los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas” (2 Ped. 3:10). Este es un mensaje importante para un tiempo importante. Quienes entiendan esta verdad se convertirán en personas diferentes. Pedro nos lanza un serio desafío: ‘Tuesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir!” (2 Ped. 3:11).
En su oración por sus discípulos, Jesús declaró la gran verdad —y al mismo tiempo la preciosa promesa— de que debemos vivir incontaminados en un mundo manchado por el pecado. “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal” (Juan 17:15).
En su carta a Tito, Pablo habla también de este mundo y de la relación que los cristianos deben tener con él. “La gracia de Dios”, dijo, nos enseña “que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente” (Tito 2:11, 12).
Todo esto, la oración de nuestro Señor, la amonestación de Pedro, el consejo de Pablo, nos inducen a hacer las preguntas que deben ocupar el lugar más importante en nuestra mente al reunirnos aquí en Viena, en la mitad de la década de 1970. Esas preguntas son: ¿Qué espera Dios de su iglesia y de su pueblo en forma individual, en este tiempo del fin, en este día cumbre cuando todas las señales claman que el reino de la gracia pronto se unirá con el reino de la gloria? ¿Qué mensaje debería vivir y predicar ese pueblo “en este siglo”?
Primero, debe haber un mensaje que llame a los hombres al arrepentimiento. Ese es el mensaje que predicó Jesús, porque el registro inspirado nos dice que “desde entonces comenzó Jesús a predicar, y a decir: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mat. 4:17). El arrepentimiento era también el mensaje de Juan el Bautista: “Arrepentíos”, “haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento” (Mat. 3:2, 8).
El arrepentimiento fue el mensaje de la iglesia apostólica. Bajo la poderosa predicación, llena del Espíritu Santo, de Pedro y los otros apóstoles, 3.000 almas fueron bautizadas en un día. El arrepentimiento sigue siendo una parte importante del mensaje que hay que dar hoy.
Pero el arrepentimiento solo no basta. El pecador le da la espalda a sus antiguos caminos, pero debe encontrar otros nuevos. Descarta los viejos hábitos y costumbres, pero necesita una nueva forma de vida: abandonar todas las cosas perniciosas y dañinas. ¿Con qué las reemplazará? Habrá que hallar la respuesta, no en las cosas materiales, ni siquiera en las cosas buenas, sino en los inapreciables ofrecimientos de nuestro Salvador Jesucristo. La respuesta se halla en la relación entre la vid y los sarmientos. Jesús declaró: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5).
Otra parte del mensaje que la iglesia debe llevar hoy al mundo es el que menciona la sierva del Señor cuando dice: “La justificación por la fe y la justicia de Cristo son los temas que hay que presentar a un mundo que perece” (Carta 24, 1892).
Cuando se comprende y se acepta esta gran verdad, sigue teniendo el mismo efecto que tuvo en Martín Lutero, cuando le pareció oír una voz semejante a un trueno que le decía: “El justo por la fe vivirá” (Rom. 1:17). Cristo pagó el precio, y ningún hombre ni mujer ha caído tan bajo o se ha alejado tanto que no se le puedan perdonar o borrar sus pecados, cuando los confiesa y acepta el perdón que se le ofrece con tanta generosidad
Estrechamente unido al mensaje de la justificación por la fe se halla el de la santificación. “Santificación significa mantener una comunión habitual con Dios” (E. G. White, Review and Herald, 15 de marzo de 1906). Se ha dicho que la santificación es la obra de toda la vida, pero no es mi obra. No es algo que puedo hacer por mis propias fuerzas. El poder debe provenir del gran generador espiritual del universo. La comunión habitual con Dios es la fórmula, el medio, el camino. También en el mensaje de la santificación encontramos una de las grandes verdades por cuya carencia el mundo está pereciendo.
Pero existe aún otro mensaje que tiene un profundo significado para los adventistas. Es un mensaje triple destinado al último tiempo de la historia y está entrelazado con las grandes profecías de las Escrituras. Nos referimos al mensaje de los tres ángeles de Apocalipsis 14. Estos mensajes siguen siendo “la verdad presente”. Hay que proclamarlos al mundo. No han perdido ni un ápice de su importancia. Hace muchos años la sierva del Señor escribió: “Los mensajes de este capítulo constituyen una triple amonestación, que debe servir para preparar a los habitantes de la tierra para la segunda venida del Señor. La declaración: ‘Ha llegado la hora de su juicio’, indica la obra final de la actuación de Cristo para la salvación de los hombres. Proclama una verdad que debe seguir siendo proclamada hasta el fin de la intercesión del Salvador y su regreso a la tierra para llevar a su pueblo consigo” (El Conflicto de los Siglos, pág. 488).
Estas grandes verdades que hemos mencionado, y otras que no podemos mencionar por falta de tiempo, señalan la culminación de todas las cosas terrenales. El pecador que las acepta, que ordena su vida en armonía con ellas, se transforma de pecador en santo, aunque siga siendo un santo terrenal. Al igual que el patriarca Abrahán, habita “en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas”, y también como Abrahán, espera “la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Heb. 11:9, 10). Esta es la esperanza bienaventurada, y al escribir a Tito, el apóstol Pablo lo amonesta —a él y a nosotros también— a aguardar “la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”. Esta es la esperanza definitiva, la esperanza final, la esperanza valedera. Esta es la respuesta a todos los males y problemas de la humanidad. Esta es también una parte del mensaje para hoy, el mensaje que le ha sido confiado a la iglesia de Dios.
No nos vayamos a equivocar, hermanos y hermanas: el Señor no vendrá “algún día”. El viene pronto. Es tan real como el resplandor del sol de mediodía. Tan próximo como el tiempo que nos falta para la medianoche. Casi hemos llegado. No es el momento de desanimarnos y ceder. Estamos casi en el hogar.
Un joven soldado regresó de la guerra. Había estado en el centro de varias batallas. Más de una vez creyó que iba a perder la vida. Pero ahora se encontraba junto al avión supersónico que lo había llevado de regreso a la ciudad donde vivía. Su anciano padre estaba a su lado. También había ido a darle la bienvenida un numeroso grupo de amigos y conciudadanos.
Volviéndose hacia su padre le dijo: “Papá, creí que jamás volvería a verte a ti o a mis amigos aquí. Mientras luchaban furiosamente a mi alrededor y mis compañeros morían, pensé en ustedes y anhelé estar en casa. Oré, y Dios respondió mis oraciones. Finalmente todo terminó y me dijeron que podía regresar. Me embarqué en un buque para transporte de tropas y exclamé: ¡Alabado sea Dios! ¡Regreso a casa!’ Cuando desembarcamos pensé: ‘Ahora estoy realmente en camino a casa’. Me senté en el avión y dije: ‘Casi he llegado a casa’. Finalmente aterrizó el avión. Entonces afirmé: ‘Ahora estoy en casa’ ”.
Algún día tú y yo diremos lo mismo. Será un día glorioso.
“No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande galardón; porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa. Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Heb. 10:35-37).
Esta es una de las promesas más hermosas para la iglesia remanente. Necesitamos hoy el mensaje de valor y esperanza que encierra. Notemos dos pensamientos muy especiales de este pasaje. El primero dice: “os es necesaria la paciencia”. Cuando Pablo escribió estas palabras a la iglesia hebrea, probablemente no entendió plenamente cuánta paciencia necesitaría. Sin duda, esperaba recibir el “grande galardón” dentro de un plazo bastante breve. Pero la palabra inspirada fue: “paciencia”. Hoy también necesitamos paciencia.
Tuvimos el privilegio de vivir y trabajar en el territorio de la División Interamericana, entre personas de habla castellana. Centenares de veces oímos que los padres les decían a sus hijos: “paciencia”. ¡Paciencia! A algún conductor apurado también se le advertía: “paciencia”. A un ministro irritado por las demoras de la comisión, un compañero le aconsejó: “paciencia”. Quizá, más que un consejo era una mención de algo que debía recordar. También nosotros lo necesitamos mientras esperamos el cumplimiento de esta esperanza bienaventurada.
Con mucha frecuencia leemos estas palabras de Pablo a los hebreos y nos sentimos agradecidos por la promesa; nuestra confianza crece y nuestra fe se afirma. Pero pasamos por alto el importante mensaje que está en la mitad del pasaje, y éste es el segundo punto que analizaremos en relación con este texto. Pablo dice que recibiremos la promesa “habiendo hecho la voluntad de Dios” o, como lo expresa la versión de Straubinger, “después de cumplir la voluntad de Dios”.
Las promesas divinas son condicionales. Dios cumplirá su parte del contrato. La pregunta es, ¿cumpliré yo mi parte? ¿Será fiel la iglesia, en conjunto y unida, a las condiciones de este contrato celestial? Dios está mucho más ansioso por cumplir su parte del contrato, que nosotros por recibir los grandes beneficios que se derivan de la obediencia a él. Y el contrato se inclina notablemente en nuestro favor. Es tan poco lo que hacemos. Dios nos ha prometido beneficios que superan los cálculos y la comprensión humana. Todo lo que nos pide es que hagamos su voluntad y que aceptemos la salvación que nuestro Salvador nos ofrece tan generosamente. ¡Cuánto a cambio de tan poco!
David declaró: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” (Sal. 40:8). Su ferviente súplica era: “Enséñame a hacer tu voluntad, porque tú eres mi Dios” (Sal. 143:10).
Cristo se sometió a la voluntad de su Padre. En el jardín del Getsemaní oró: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mat. 26:39).
En este tiempo, cuando todas las señales indican la proximidad de la esperanza bienaventurada, deberíamos preguntarnos diariamente: ¿Cuál es la voluntad de Dios para mí? Al igual que Pablo en el camino a Damasco, deberíamos clamar: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” (Hech. 9:6).
Dios se deleita en responder a esas oraciones. A Pablo no lo dejó sumido en la duda acerca de cuál era la voluntad divina para él. Tampoco nos dejará a nosotros.
Tanto las Escrituras como los Testimonio indican claramente que el cumplimiento de la voluntad de Dios en relación con la consumación de la esperanza bienaventurada consta de dos partes.
En primer lugar, es un asunto personal en el cual debo estar involucrado interiormente. “Pues la voluntad de Dios es vuestra santificación” (1 Tes. 4:3). Algunas versiones iluminan esta palabra “santificación”.
“Que ustedes vivan consagrados a él” (Dios Llega al Hombre).
“Que huyáis de la impureza” (Evaristo Martín Nieto)
“Que seáis santos” (New English Bible)
“Separados y apartados para una vida pura y santa” (Amp N. T.).
En segundo lugar, es la voluntad de Dios que este mensaje de santidad y santificación se dé en forma rápida e inmediata, con urgencia, a todos los seres que viven en la tierra. No es un mensaje para unos pocos favorecidos. Es para cada hombre, mujer y niño. “Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin” (Mat. 24:14). Es un mensaje de amor. Pero es también un mensaje de juicio. Dios depende de sus santos en esta hora final para llevarlo a “toda nación, tribu, lengua y pueblo” (Apoc. 14:6).
Queridos hermanos y hermanas, vosotros que representáis a una familia de dos millones y medio de santos, ¿qué respondéis a esta gran comisión? ¿Os sentís satisfechos con vuestra experiencia en el Señor? ¿Estáis satisfechos con vuestra iglesia y con el alcance que ha tenido en el mundo hasta 1975 la difusión del mensaje de esperanza y de amor? ¡Quiera Dios que nunca nos sintamos satisfechos! Agradecidos por las ricas bendiciones que Dios nos ha concedido en forma personal y a la iglesia, ¡sí! Pero satisfechos con el estado de cosas actual, ¡no! Gozosos por servir al Rey, ¡sí! Pero esperar que haya otros cien años de progreso para la iglesia en esta tierra y bajo las presentes circunstancias, ¡decididamente no!
“Ahora, mientras los cuatro ángeles están reteniendo los cuatro vientos, es el momento en que debemos asegurar nuestra vocación y elección” (Primeros Escritos, pág. 58).
“Ahora es el momento de que nos hagamos tesoros en el cielo y pongamos nuestro corazón en orden, preparándolo para el tiempo de angustia” (Id., pág. 57).
“Ahora es cuando debe estar la ley de Dios en nuestra mente, en nuestra frente, y escrita en nuestros corazones” (Id., pág. 58).
Y podemos añadir: Ahora es el momento de acabar su obra. Dios nos enseñará el camino, porque él nos ha enviado al mundo con su mensaje. AHORA ES EL TIEMPO.
MARANATHA—
Sobre el autor: Secretario de la Asociación General