En la parábola de la oveja perdida, el pastor sale en busca de una oveja: el menor número que podía mencionarse. Al descubrir que falta una oveja, no mira con negligencia el rebaño que está albergado en seguridad, ni dice: Tengo noventa y nueve, y me costaría demasiada molestia salir en busca de la extraviada. Vuelva ella, y le abriré la puerta del redil y la dejaré entrar. No; apenas se extravía la oveja, el pastor se llena de pesar y ansiedad. Dejando las noventa y nueve en el redil, sale en busca de la que se perdió. Por oscura y tempestuosa que sea la noche, por peligroso e incierto que sea el camino, por larga y tediosa que sea la búsqueda, no se desalienta hasta encontrar la oveja perdida.
¡Con qué alivio oye a lo lejos su primer débil balido! Siguiendo el sonido, trepa a las alturas más escarpadas; llega a la misma orilla del precipicio, a riesgo de perder la vida. Así sigue buscando, mientras que el balido, cada vez más débil, le indica que su oveja está por morir.
Y cuando encuentra la extraviada, ¿le ordena que lo siga? ¿La amenaza o castiga, o la arrea delante de sí, al recordar la molestia y ansiedad que sufrió por ella? No; pone la exhausta oveja sobre sus hombros, y con alegre gratitud porque su búsqueda no fue vana, vuelve al aprisco. Su gratitud encuentra expresión en cantos de regocijo. “Y viniendo a casa, junta a los amigos y a los vecinos, diciéndoles: Dadme el parabién, porque he hallado mi oveja que se había perdido” (Luc. 15:6).
Así también cuando el Buen Pastor encuentra al pecador perdido, el cielo y la tierra se unen para regocijarse y dar gracias. Porque “habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que de noventa y nueve justos, que no necesitan arrepentimiento” (vers. 7).
El Gran Pastor tiene subpastores, a quienes delega el cuidado de sus ovejas y corderos. La primera obra que Cristo confió a Pedro, al restaurarlo en el ministerio, fue la de apacentar sus corderos (ver Juan 21:15). Esta era una obra en la cual Pedro tenía poca experiencia.
Iba a requerir gran cuidado y ternura, mucha paciencia y perseverancia. Lo llamaba a ministrar a los niños y jóvenes, y a los que fuesen nuevos en la fe, a enseñar a los ignorantes, abrirles las Escrituras y educarlos para ser útiles en el servicio de Cristo. Hasta entonces Pedro no había sido idóneo para hacer esto, ni siquiera para comprender su importancia.
Era significativa la pregunta que Cristo dirigió a Pedro. Mencionó una sola condición del discipulado y el servicio. Le preguntó: “¿Me amas?” Esta es la calificación esencial. Aunque Pedro poseyese todas las demás, sin el amor de Cristo no podía ser un fiel pastor de la grey del Señor. El saber, la benevolencia, la elocuencia, la gratitud y el celo son de ayuda en la buena obra; pero sin el amor de Jesús en el corazón, la obra del ministro cristiano resultará en fracaso.
Pedro recordó durante toda su vida la lección que Cristo le enseñó a orillas del mar de Galilea. Dijo, escribiendo a las iglesias, inspirado por el Espíritu Santo: “Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos, y testigo de las aflicciones de Cristo, que soy también participante de la gloria que ha de ser revelada: Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, teniendo cuidado de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino de un ánimo pronto; y no como teniendo señorío sobre las heredades del Señor, sino siendo dechados de la grey. Y cuando apareciere el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria” (1 Ped. 5:1-4).
La oveja extraviada del redil es la más inerme de las criaturas. Hay que buscarla, pues no puede encontrar por sí misma el camino para volver. Así es con el alma que se ha alejado de Dios; es tan impotente como la oveja perdida; y a menos que el amor divino acuda en su socorro, nunca podrá encontrar el camino hacia Dios. Por tanto, ¡con qué compasión, pena y perseverancia debe el subpastor buscar a las ovejas perdidas! ¡Cuán voluntariamente debe soportar renunciaciones, penurias y privaciones! […]
El espíritu del verdadero pastor consiste en el olvido de sí mismo. Él pierde de vista el yo a fin de hacer las obras de Dios. Por la predicación de la palabra y por el ministerio personal en los hogares de la gente, aprende a conocer sus necesidades, sus tristezas, sus pruebas; y, cooperando con Cristo, el gran Aliviador de las cargas de los hombres, comparte sus aflicciones, consuela sus angustias, alivia el hambre de su alma y gana sus corazones para Dios. En esta obra el pastor es ayudado por los ángeles celestiales, y recibe instrucción e ilustración en la verdad que hace sabio para salvación.
En nuestra obra, el esfuerzo individual logrará mucho más de lo que se puede estimar. Es por falta de él por lo que las almas perecen. Un alma es de valor infinito; el Calvario nos dice su precio. Un alma ganada para Cristo contribuirá a ganar a otras, y la cosecha de bendición y salvación irá siempre en aumento.