El sol brillaba y hacía resplandecer las cristalinas aguas del Caribe. En la playa, diez mil personas formaban fila cantando himnos y aguardando el comienzo del bautismo. En ese día histórico 644 personas fueron sumergidas en las aguas, en el nombre de Jesucristo, para la remisión de sus pecados. Cuatrocientas ochenta de esas personas eran flamantes adventistas; el resto eran ex cristianos y creyentes de otras iglesias que deseaban reavivar su fe.

Cuarenta pastores estuvieron bautizando por más de tres horas hasta terminar la divina tarea. Difícilmente olvidarán esta ceremonia los que la presenciaron. A medida que los rayos del sol poniente enviaban sus postreras bendiciones sobre las aguas, había regocijo en el cielo, temblaba el infierno, y los hijos e hijas de Dios cantaban de alegría.

El bautismo es una de las principales funciones de la iglesia. “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mal. 28:19). Al participar de este rito ordenado por Dios, el creyente expresa su fe en la muerte, la sepultura y la resurrección de nuestro Señor (Rom. 6:4, 5). Por eso, el objeto principal de nuestro ministerio consiste en guiar a los hombres hacia este acto de fe.

Los apóstoles consideraban que el bautismo era algo muy importante. Creían que toda persona debería pasar por esa experiencia. “Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hech. 2:38). Por lo tanto, el bautismo es legítimo conforme al mandamiento de nuestro Salvador y a la práctica de los apóstoles. El problema hoy en día consiste en que la iglesia se ha apartado tanto de sus fuentes que al parecer algunos de sus miembros y pastores creen que puede existir sin el bautismo. En efecto, algunos miembros se sienten incómodos cuando se acerca la hora del bautismo.

Esta actitud laodicense se ve con claridad en algunas expresiones tan familiares como éstas: “No queremos que venga ningún evangelista a alborotar el vecindario”, o “Estos interesados no están suficientemente maduros para el bautismo”, o “El pastor se está apurando para sumergir gente, a fin de alcanzar el blanco que le fijó la asociación”.

Algunas veces los padres muestran su falta de interés por el bautismo, cuando lo solicitan sus hijos de diez u once años; entonces les dicen: “Eres muy chico”, o “Aún eres muy joven para saber lo que estás por hacer”. Pero ¿en qué lugar de la Biblia se nos dice que es mejor que entreguemos nuestra vida a Cristo cuando seamos viejos?

Algunos de nuestros hermanos han estado tanto tiempo en la iglesia que se han olvidado de cómo llegaron a ella. Sí, se han olvidado de que algún hombre consagrado los condujo suavemente hacia las aguas bautismales y los sumergió en ellas en el nombre del Ser Supremo. Otros se han vuelto duros y criticones. Han convertido la iglesia de Dios en un club social. Aceptan a algunas personas y rechazan a otras sobre la base de conceptos puramente humanos.

Recuerden los tales que Cristo la llamó “mi iglesia” (Mat. 16:18), y que por lo tanto el templo de Dios es suyo y que es un privilegio para nosotros ser miembros de su cuerpo. Que nadie se interponga entonces entre Dios y la persona que lo busca. Por el contrario, apartémonos con temor frente al milagro de la conversión, la obra que realiza el Espíritu Santo en el corazón humano.

La actitud laodicense

Esta actitud laodicense de parte de algunos de nuestros hermanos se debe a su vez a la actitud de algunos pastores. Crease o no, hay predicadores que no se entusiasman demasiado por tener un bautismo, y hacen poco o nada para llevarlo a cabo. Están tan ocupados en administrar, que se han desentendido de este mandamiento de Dios.

Ya lo ven, tienen cosas más importantes que hacer, como ser presidir comisiones, participar en reuniones de junta, y administrar enormes instituciones. Después de todo, hay que cuidar las finanzas de una organización, hay que pagar sueldos, hay que aplicar reglamentos, hay que inventar lemas y hay que formular declaraciones. ¿Qué importa entonces si el bautisterio está seco?

Creo que puedo contestar esta pregunta. Si el bautisterio sigue seco, no habrá organización que administrar, ni decisiones que tomar, ni comisiones que presidir —en efecto, no habría comisiones— ni departamentos que manejar, ni miembros de junta que reunir, ni coro para cantar. En resumen, no habría iglesia. Esto nos lleva a una conclusión inevitable: las aguas bautismales deben mantenerse siempre en movimiento, no solamente para conservar lo que tenemos, sino para que la iglesia sea una fuerza dinámica, puesto que para eso se la fundó.

Indudablemente, nuestra relativa parálisis se debe en parte al hecho de que hemos puesto lo secundario en primer lugar. Como resultado de hecho, en la mente de muchos obreros la ganancia personal de almas no ocupa su lugar en comparación con el cargo que tienen en la organización. Si queremos ejercer un ministerio carente de egoísmo, el deber será siempre más importante que el puesto, y únicamente un ministerio libre de egoísmo recibirá el pleno respaldo del Espíritu Santo.

Por lo tanto, el mandamiento de enseñar y bautizar es la actividad prioritaria de la iglesia, y todo lo demás dependerá de ella. Hemos visto a dónde conduce el concepto de gestión autoritaria ejemplificado por la iglesia del medioevo. No debiéramos conformarnos ni siquiera con una versión modificada de semejante caricatura. Aunque organizada, la Iglesia Adventista nunca debe participar ni de la pompa ni de las complicaciones inherentes al formulismo jerarquizante. Debe ser un ministerio revestido de una túnica inconsútil, calzado con sandalias, directo, que obre donde están los hombres, conduciéndolos adonde deben estar, y las aguas del bautisterio, en permanente movimiento, deberían simbolizar ese espíritu.

Estos conceptos deberían ser repetidos una y otra vez en nuestras iglesias, en nuestras asociaciones y en nuestros colegios, donde se preparan nuestros seminaristas, para que adquieran una adecuada escala de valores, buen juicio y, por sobre todas las cosas, para que lleguen a ser canales perfectos, mediante los cuales pueda manifestarse el poder del Espíritu Santo.

Escepticismo clerical

Hay ciertas actitudes extrañas de origen clerical, hacia el bautismo, que tenemos el deber de enfrentar. Para empezar, una organización que promueve los bautismos se convierte en sospechosa. Surgen dudas en cuanto a si se los debe promover o no. Se dice además que esto induce a los pastores a bautizar a cualquiera con tal de alcanzar el blanco. Se expresa la idea de que el pastor debería trabajar de acuerdo con su luz interior, y que la iglesia debería quedar satisfecha con los resultados que se obtengan. Se añade que no se deberían llevar estadísticas, porque tienden a fomentar el orgullo o a causar depresión. Además, si un pastor está realmente convertido, hará su obra sin necesidad de que lo aguijoneen.

Reconozcamos con toda honestidad que hay algo de verdad en todo esto; pero también hay algo de error. Comencemos con el asunto de las estadísticas. En Hechos 2:41 descubrimos que los primeros discípulos no les tenían miedo: “Así que, los que recibieron su palabra fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil personas”. Pareciera que el Espíritu Santo inspiró al Dr. Lucas para que incluyera en sus escritos tan importante dato estadístico. Me pregunto por qué.

En el capítulo 4, versículo 4, leemos: “Pero muchos de los que habían oído la palabra, creyeron; y el número de los varones era como cinco mil”. Una vez más se nos presenta una información de tipo estadístico. ¿Por qué? Más adelante, en el capítulo 5, versículo 14, leemos: “Y los que creían en el Señor aumentaban más, gran número así de hombres como de mujeres”. Y en el capítulo 6, versículo 7, encontramos esto: “Y crecía la palabra del Señor, y el número de los discípulos se multiplicaba grandemente en Jerusalén; también muchos de los sacerdotes obedecían a la fe”.

Nótese el uso de las expresiones “gran número”, y “muchos”, “como tres mil personas”, “como cinco mil varones” y muchas otras más. Parecería que el Espíritu Santo aprueba las estadísticas que inspiran y animan. Las estadísticas, por si mismas, no tienden a enorgullecer y, por lo tanto, no son pecaminosas. Sólo marcan la pauta a seguir. Y, aunque no lo dicen todo, nos señalan en forma indirecta la presencia de Dios en la obra de la iglesia. Como lo hemos dicho anteriormente, han existido desde los tiempos apostólicos.

Lo que las estadísticas no pueden abarcar

Por supuesto, hay cosas que las estadísticas no pueden abarcar. Por ejemplo, no pueden indicar ni el tiempo, ni la energía ni la preocupación, unida a la oración, invertidos por el pastor o el evangelista para la conversión de un alma. Tampoco pueden revelar adecuadamente algunas circunstancias como el clima, o las dificultades que existen para predicar el Evangelio en ciertos países. Tampoco nos informan siempre acerca de las regiones escasamente pobladas que constituyen ciertos distritos pastorales, y que cinco bautismos en Alaska pueden equivaler a cien en cualquier otro lado, o que dos conversos en Jerusalén pueden equivaler o ser más que 25 en Washington, la capital de los Estados Unidos.

También disponemos de la información histórica relativa a misioneros que han trabajado durante años bajo circunstancias desfavorables sin haber logrado ni una sola conversión, pero que estaban poniendo los cimientos de la explosión evangelizadora que hoy observamos en esos mismos lugares.

La estadística nunca podrá revelar el valor que el cielo confiere a esos esfuerzos, ni los fríos guarismos podrán anticipar los resultados finales de esos esfuerzos sin valor estadístico. Pero hay ciertas cosas que las estadísticas revelan. Nos dicen si la obra de Dios está bien orientada. Deben inspirar al pastor a alcanzar mayores alturas que antes, en su esfuerzo evangelizados Las estadísticas deberían alertar a los campos a elevar sus miras, tomando en consideración los logros del pasado, y confortar nuestros corazones con la idea de que Dios está obrando en nuestro medio.

Las estadísticas son necesarias

Hay personas a quienes las estadísticas ofenden. Esos hermanos concienzudos y bien intencionados no quieren que “la mano derecha sepa lo que hace la izquierda”. Sencillamente quieren “hacer la obra” y “dejar los resultados con Dios”. Pero esta actitud implica ciertas dificultades.

En el automóvil, hay una aguja que indica cuándo se está terminando el combustible. Hay un velocímetro para saber cuándo se está avanzando convenientemente o se está excediendo el límite de la velocidad. Hay dispositivos que indican en qué estado está un auto. Está el indicador del nivel del aceite y de la carga de la batería, todos ellos muy útiles. Desde mi punto de vista, ésta es la base de la necesidad de las estadísticas: indicar el estado de salud espiritual del cuerpo de Cristo.

En el campo de la medicina los médicos tienen estetoscopios, termómetros e instrumentos que les permiten examinar las manifestaciones físicas de la vida. Gracias a ellos, se han evitado muchos fallecimientos. Es importante examinar el cuerpo de Cristo para verificar su estado de salud espiritual.

Los escritos del Nuevo Testamento indican claramente que las grandes cantidades de conversos ponen de manifiesto significativamente la obra del Espíritu Santo en la iglesia. Esas estadísticas son animadoras y no enorgullecen necesariamente. Algunos se preocupan tanto por la obra que se olvidan de los resultados. El mandamiento relativo al bautismo indica claramente que a Cristo le interesan los resultados, y en el último libro de la Biblia dice: “Después miré, y he aquí el Cordero estaba en pie sobre el monte de Sion, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, que tenían el nombre de él y el de su Padre escrito en la frente” (Apoc. 14:1).

Aunque esta estadística puede simbolizar un número mayor o menor de personas, aparece allí para mostrarnos cuán amplios serán los resultados finales de la predicación del Evangelio. Apocalipsis 7:9, 13, 14 añade: “Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos”. “Entonces uno de los ancianos habló, diciéndome: Estos que están vestidos de ropas blancas, ¿quiénes son, y de dónde han venido? Yo le dije: Señor, tú lo sabes. Y él me dijo: Estos son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero”.

Inspirados por esta inconmensurable proyección estadística, deberíamos continuar trabajando como si ganar un alma fuera nuestra obra suprema, sabiendo al mismo tiempo que ésa es la obra de Dios, y que debemos resistir la tentación de caer en el orgullo laodicense al informarnos en cuanto a nuestro crecimiento. Por el contrario, confesemos humildemente a Dios que, si fuéramos mejores, las cosas irían mejor, y consagrémonos en su nombre para cumplir nuestro deber.

Sobre el autor: Secretario asociado de la Asociación Ministerial de la Asociación General, y redactor asociado de The Ministry.