I–Antecedentes

El espíritu de profecía nos ha dicho que “los ritos del bautismo y de la Cena del Señor son dos columnas monumentales, uno afuera y otro adentro de la iglesia. En estos ritos Cristo ha inscripto el nombre del Dios verdadero”.[1] Y nosotros insistimos en decir que el bautismo es, efectivamente, un rito pero, un rito con un simbolismo multifacético por medio del cual se proclama: primero, la purificación de los pecados del catecúmeno (Hech. 22:16); en segundo lugar el bautismo es un juramento de lealtad que hacemos ante Dios y los testigos presenciales, al iniciar la nueva vida en Cristo (2 Ped. 1:4), y es en tercer lugar, el signo o señal de la entrada del catecúmeno en la comunidad de los fieles (Hech. 2:41).

Como rito significativo, el bautismo es anterior a la era cristiana y fue práctica generalizada entre los judíos. Los prosélitos del judaísmo debían pasar por la experiencia del bautismo antes de ser admitidos en la comunidad de los creyentes. Pero con el bautismo de Juan el Bautista, se inicia un capítulo nuevo y singularísimo en la historia de la salvación, porque el Bautista, como lo atestigua el Evangelio, “prepara el camino” del Señor (Mar. 1:2-8; Luc. 1:14-17; Juan 1:29-31), y es, por designio de Dios, el instrumento para realizar un acto de iniciación único, e irrepetible, el bautismo de Jesús (Mat. 3:13-15).

Obsérvese que el Señor Jesús pide ser bautizado por Juan para dar cumplimiento “a toda justicia”, y dar cumplimiento a toda justicia equivale aquí a dar inicio a su ministerio de hijo de Dios. Nótese que al salir del agua se arrodilla en la orilla y “la mirada del Salvador parece penetrar el cielo mientras vuelca los anhelos de su alma en oración… Pide el testimonio de que Dios acepta la humanidad en la persona de su Hijo… Los cielos se abren… y de los cielos abiertos, se oyó la voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo contentamiento”.[2] En esa ocasión Dios “habló a Jesús como a nuestro representante”.[3] Es en ese sentido que el bautismo llega a ser mediante Cristo, precisamente eso, el signo de nuestra incorporación a la familia celestial, porque si fuimos bautizados en Cristo, de Cristo estamos vestidos (Gál. 3:27).

II–El bautismo sacramental

Debemos interrogar aquí si el bautismo practicado por la Iglesia Adventista participa de la calidad sacramental del bautismo romano. Pues bien, si por sacramento queremos significar lo que la dogmática romana afirma, nuestro bautismo NO ES en modo alguno sacramento. Y en esto debemos ser precisos. En la teología dogmática (romana) el bautismo es uno de los siete sacramentos. Por sacramento entienden “lo que produce la gracia santificante por sí misma (ex opere operato), es decir, prescindiendo de los actos del que los recibe (ex opere operantis).[4] Bautismo, dicen ellos, “es una ablución que lava el cuerpo y significa la gracia santificante que lava el alma de la mancha del pecado”.[5] Por eso, “aun los niños que, ningún pecado pudieron cometer ellos mismos, son bautizados con toda verdad para librarlos del pecado, a fin de que en ellos se purifique por la regeneración lo que con la generación contrajeron; es decir, a fin de que por la regeneración espiritual se vean libres del pecado original que contrajeron por descender de Adán por generación”.[6]

De las declaraciones anotadas se deduce claramente que para la dogmática romana el bautismo infunde la “gracia santificante (ex opere operato), es decir, por propia virtud, con prescindencia de los actos del que lo recibe y además lava el alma de todos los pecados y del pecado original”. No veo cómo nosotros podamos conciliar el concepto sacramental con la doctrina bíblica. Hay un abismo insalvable.

III–El simbolismo bautismal

Y ahora nos corresponde exponer brevemente cuál es el concepto adventista acerca del bautismo.

1. Símbolo de purificación. Como lo indicamos en párrafos anteriores el bautismo evangélico se nos ofrece en la perspectiva de un simbolismo múltiple. “Como símbolo de la purificación del pecado, Juan el Bautista bautizaba en las aguas del Jordán. Así, mediante una lección objetiva muy significativa declaraba que todos los que querían formar parte del pueblo elegido de Dios estaban contaminados por el pecado y que sin la purificación del corazón y de la vida no podrían tener parte en el reino del Mesías”.[7]

A Saulo de Tarso se le dijo: “Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre” (Hech. 22:16). Pero aquí debemos tomar cuidado en las derivaciones que obtengamos del texto ya que NO ES el agua lo que quita la mancha del pecado. El bautismo no quita “las inmundicias de la carne”, dice Pedro, y agrega, “el bautismo que corresponde a esto ahora NOS SALVA (no quitando las inmundicias de la carne, sino como la aspiración de una buena conciencia hacia Dios) por la resurrección de Jesucristo” (1 Ped. 3:21). Subrayemos aquí esta idea una vez más: los pecados son lavados con “la sangre de Jesucristo su Hijo [quien] nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7), pues “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Heb. 9:22). Conviene recordar que uno de los requisitos para recibir el bautismo es el arrepentimiento (Hech. 2:38) por el pecado cometido, y la manifestación de un profundo deseo de ser limpiado. Elena de White nos dice que “muchos se unen a la iglesia sin estar previamente unidos con Cristo”.[8]

El bautismo es un símbolo de purificación en el que el Espíritu Santo atestigua de la obra que se ha realizado en el alma. Hay entre el bautismo del agua y el bautismo del Espíritu Santo la relación que hay entre la “palabra humana” y la “palabra de Dios”. En la predicación, por ejemplo, la palabra humana no llega a ser palabra divina sino cuando el Espíritu hace de la palabra humana la palabra de Dios para aquel que la escucha con fe. Así el bautismo que es realizado por un ser humano no se convierte en acto divino, símbolo valedero de nuestra salvación en Cristo Jesús, hasta que el Espíritu le da testimonio en el corazón del bautizado que lo recibe por fe.

2. Juramento de lealtad. En el año 1903 la Hna. White escribió acerca del bautismo diciendo que “cuando los cristianos se someten al solemne rito del bautismo, el Señor registra el voto que hacen de serle fieles. Este voto es su juramento de lealtad… Si son fieles a su voto, serán provistos de gracia y poder que los habilitarán para cumplir con toda justicia”.[9] Y si el bautismo es un juramento de lealtad, y no es un sacramento como lo quiere la dogmática romana, ¿qué sentido puede tener el bautismo de los infantes? Sabemos que el bautismo de los niños se originó al afirmarse la sacramentalidad del agua y su poder para borrar la mancha del pecado original.

El Nuevo Testamento ignora en absoluto la idea del bautismo sacramental siempre que entendamos por sacramento lo que R. Bultmann define como “una acción que por medios naturales pone en acción fuerzas sobrenaturales, por lo general mediante el empleo de palabras pronunciadas acompañando a la acción y que por el solo hecho de ser pronunciadas en el tenor prescripto liberan esas fuerzas”.[10]

Rechazamos que el bautismo sea un sacramento, pero a la vez confesamos que es un signo o señal de la salvación que Dios ofrece al mundo en Jesucristo crucificado, sepultado y resucitado (Rom. 6:3). El bautismo no es solamente una oración en que se jura a Dios lealtad y se le pide el Espíritu Santo; allí Dios testifica al creyente personalmente, que la oración ha sido oída y el pedido concedido.

3. Señal de entrada. “Cristo ha hecho del bautismo una señal de entrada en su reino espiritual… Antes que el hombre pudiera encontrar un hogar en la iglesia y antes de traspasar el umbral del reino espiritual de Dios, ha de recibir la impresión del nombre divino: ‘Jehová Justicia nuestra’ ”.[11]

El catecúmeno abandona la “familia del pecado” y es adoptado en la “familia de Dios” mediante Jesucristo su Salvador. No sólo somos sepultados con Cristo en el bautismo, sino que “como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andamos en vida nueva” (Rom. 6:4).

“El bautismo es una solemne renuncia del mundo. Los que son bautizados en el triple nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en el momento de entrar en la vida cristiana, declaran públicamente que han abandonado el servicio de Satanás, y han llegado a ser miembros de la familia real, hijos del Rey Celestial”.[12]

En este sentido las palabras de Cristo dichas a Nicodemo cobran singular actualidad: “el que no naciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Juan 3:5).

Sobre el autor: Director del Depto. de Teología del Colegio de las Antillas


Referencias

[1] Elena G. de White, Estudio de los Testimonios, pág. 377, Casa Editora Sudamericana, Bs. Aires, 1930.

[2] Elena G. de White, El Deseado de Todas las Gentes, pág. 86. Pub. Interamericanas, California, 1966.

[3] Ibid.

[4] Padre Jesús de Bujanda, Manual de Teología Dogmática, pág. 359, Sociedad de San Miguel, Bs. Aires, 1943.

[5] Id., pág. 364.

[6] Id., pág. 322.

[7] Elena G. de White, El Deseado de Todas las Gentes, pág. 84.

[8] Elena G. de White, Evangelismo, pág. 239, Casa Editora Sudamericana, Bs. Aires, 1949.

[9] Id., págs. 229, 230.

[10] R. Bultmann, Theologie des neuen Testaments, pág. 133, citado por Charles Masson en Cuadernos Teológicos, Bs. Aires, 1955.

[11] Elena G. de White, Evangelismo, pág. 229.

[12] Ibid.