El bautismo físico, aunque divinamente requerido, es un acto humano. Pero Juan el Bautista predicó que cuando Jesús viniera, él bautizaría con el Espíritu Santo y con fuego.
¿Qué significa el bautismo? ¿Debe continuar la iglesia celebrando este antiguo rito?, ¿ha perdido su significado? A través de los siglos la forma de entrar en la iglesia cristiana ha sido mediante el rito del bautismo. Es un símbolo riquísimo que arroja un amplio espectro de significado para el creyente. Mediante este rito, el creyente participa en el acto divino de la redención; lo conmemora y lo proclama.
El rito del bautismo, tal como se presenta en el Nuevo Testamento, juega un papel semejante al de la circuncisión del Antiguo Testamento.
La circuncisión simbolizaba el acto de cortar el cuerpo del pecado y representaba la limpieza del corazón de todo mal. Moisés mandó a los israelitas: “Circuncidad, pues, el prepucio de vuestro corazón” (Deut. 10:16). En este pasaje, el sistema ritual parece referirse a un acto humano que Dios requiere que su pueblo realice en obediencia a su mandato. Parece como que ellos debían hacer algo. Pero un poco más adelante, en su discurso de despedida, Moisés explicó: “Y circuncidará Jehová tu Dios tu corazón, y el corazón de tu descendencia, para que ames a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas” (Deut. 30:6). Aquí vemos que la circuncisión es un acto divino que Dios realizará en los corazones humanos.
Volverse del pecado
En el Nuevo Testamento uno descubre el mismo significado esencial de volverse del pecado. En su sermón del día de Pentecostés Pedro amonestó a sus oyentes: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hech. 2:38).
El bautismo físico, aunque divinamente requerido, es un acto humano. Pero Juan el Bautista predicó que cuando Jesús viniera, él bautizaría con el Espíritu Santo y con fuego (Mat. 3:11). Así, los dos elementos presentes en la circuncisión —el simbolismo de limpieza y la naturaleza divino-humana del rito— también están presentes en el bautismo.
Es digno de notarse que Pablo pone a estos ritos lado a lado. “En él también fuisteis circuncidados —dijo—, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos” (Col. 2:11,12). Es evidente que Pablo consideró estos dos ritos como estrechamente relacionados. Así, como ocurre en la circuncisión, el bautismo es tanto una señal como un sello de la relación pactual.
Sepultados juntamente con él
Pablo concibe el bautismo como la participación del creyente en la muerte y resurrección del Señor. Y afirma que, habiendo sido crucificados con él, hemos resucitado con él (Rom. 6:3-5). Estas afirmaciones son los hechos fundamentales de nuestra experiencia cristiana. Al entrar en la experiencia del bautismo el creyente, de manera mística, participa en las actividades reales y salvíficas de Jesús. El bautismo no es una forma hueca.
En el bautismo de Jesús el Padre anunció: ‘Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mat. 3:17). Esta declaración le comunicó tres verdades vitales a Jesús, verdades que tienen relevancia para la inminente experiencia de la tentación en el desierto y para su subsecuente ministerio. El anuncio se centró en la identidad de Jesús, sus relaciones con el Padre, y su aprobación de parte del Padre. Examinaremos en su momento cada uno de estos conceptos uno por uno.
En la declaración: “Este es mi Hijo amado”, el Padre anunció la identidad de Jesús. Habiendo crecido en un humilde hogar campesino de Nazaret, Jesús no proyectaba externamente su identidad divina. Siendo Dios, Jesús conocía todas las cosas. Pero como ser humano, muchas de esas cosas seguían siendo poco claras para él. Sin embargo, por causa de su ministerio que estaba a punto de comenzar, era esencial para él la comprensión de su identidad divina.
Durante el ayuno del desierto y después de él, Jesús estaba macilento y con hambre, y ciertamente no proyectaba la imagen de Hijo de Dios. Satanás se aprovechó de su situación para crear dudas en su mente con respecto a su identidad divina. “Si eres Hijo de Dios…”, comenzó diciendo el enemigo. “En vista de tu condición presente, de hambre extrema, debilidad física, y aparente rechazo divino, ¿cómo puedes pretender ser el Hijo de Dios?”
Fue así como un conocimiento personal de su identidad divina significó una seguridad para Jesús. Le ayudó a desviar el desafío del diablo. Y es significativo el hecho de que la confirmación de la identidad de Jesús vino después de su bautismo.
Una nueva identidad
En forma similar, nosotros también nos incorporamos a Cristo en nuestro bautismo. Llegamos a ser hijos de Dios, herederos con Cristo de todos los privilegios de ser miembros de la familia de Dios. En otras palabras, adquirimos una nueva identidad. Cuando afrontamos la tentación, hemos de mirar hacia atrás, a nuestro bautismo y oír, una vez más, en forma clara y distinta, lo que el Padre declara: ‘Este es mi hijo, mi hija’.
El bautismo, por tanto, es un memorial de lo que somos, un símbolo de nuestra adopción. Así, el apóstol Juan dice con énfasis casi angustioso: “Amados, ahora somos hijos de Dios” (1 Juan 3:2). Todo aquel que esté consciente de esta identidad, dice él, “se purifica a sí mismo, así como él es puro” (vers. 3). Es digno de notarse que Juan une nuestra identidad como hijos de Dios con nuestra motivación para vivir vidas puras. Esto sugiere que el secreto de la victoria frente a la terrible tentación es vivir bajo la clara conciencia de nuestra identidad como hijos de Dios.
Relación
La declaración de Dios en el bautismo de Jesús se refiere a él como “mi Hijo amado”. Esto sugiere una tierna relación de amor que une al Padre con el Hijo.
Aquí, una vez más, los humildes comienzos de la vida terrenal de Jesús no fueron una indicación evidente de que vivía a la luz del amor del Padre. Nacido en un pesebre, criado como pobre, con padres terrenales, luchando cada día por el pan cotidiano, vestido con el traje de la humanidad, afrontando hambre extrema y tentación en el desierto, y posteriormente sufriendo la muerte humillante de la cruz, ¿cómo podía Jesús pretender ser el muy Amado de Dios?
Satanás sabía que dudar del amor de Dios abre la puerta a la tentación. Si podía inducir a Jesús a sentirse inseguro del constante amor del Padre, el Salvador podía perder la seguridad de que todo lo que el Padre permitía que le ocurriera, tenía su origen en su amor, y por lo tanto, en sus mejores intereses.
De aquí la seguridad del amor del Padre en ocasión de su bautismo. Con esta seguridad Jesús podía hacerle frente a todas las pruebas y tentaciones. Era su seguridad.
Nosotros, como hijos de Dios, afrontaremos pruebas, tentaciones, privaciones: circunstancias que pueden inducirnos eventualmente a cuestionar el amor de Dios. En un momento tal, el reconocimiento y la seguridad del amor personal de Dios nos servirá de baluarte.
Aprobación
“En quien tengo complacencia”.
Hasta este momento Jesús había vivido una vida de obediencia a sus padres terrenales y a Dios. Una vida tal de obediencia complace a Dios. Pero inmediatamente después venía el desierto, la tentación y su ministerio público. Una clara conciencia de esta aprobación divina anterior habría de servirle de apoyo contra la tentación, dándole la seguridad de su aprobación futura.
La declaración divina respecto a Jesús se aplica a nosotros también, a medida que afrontamos los desafíos de la vida diaria. Cuando sabemos que Dios sonríe al vemos, somos motivados a vivir más triunfalmente para él. Experimentamos la victoria de Jesús a medida que afrontamos la vida con una sensación de seguridad. En un tiempo cuando Israel experimentaba gran tristeza por sus pecados y fracasos pasados, Nehemías los alentó con estas palabras: “El gozo de Jehová es vuestra fuerza” (Neh. 8:10). Por tanto, Dios quiere que vivamos conscientes de su aprobación. El bautismo es como un monumento que conmemora nuestra aceptación en el Amado, y nuestra adopción en la familia divina.
Un ejemplo para nosotros
Al principio de su ministerio público Jesús se dirigió al río Jordán para ser bautizado por Juan el Bautista. Jesús no necesitaba ser bautizado, ni necesitaba la experiencia del nuevo nacimiento. Él era sin pecado. Juan, reconociendo este hecho, objetó cuando Jesús le solicitó el bautismo. Pero él insistió. “Pero Jesús le respondió: Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia. Entonces le dejó” (Mat. 3:15). Jesús insistió en ser bautizado públicamente a fin de darnos ejemplo a todos sus seguidores.
Demostró por medio de su bautismo cuál es el medio de entrada en la familia de Dios. Su insistencia sugiere que no habría una experiencia opcional. Más tarde Jesús le diría a Nicodemo: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5).
Jesús insistió en la necesidad del bautismo tanto del agua como del Espíritu en nuestra experiencia. La regeneración espiritual es la esencia de nuestra adopción y debe, necesariamente, preceder al bautismo del agua. Pero esa necesidad esencial debe ser formalizada por la acción del agua bautismal. Las instituciones humanas significativas con mucha frecuencia se inician mediante una ceremonia que implica cierto estimulo emocional. Con frecuencia esta dimensión emocional de un ritual es lo que enriquece el recuerdo del evento. Y algunas veces, cuando la institución ha perdido temporalmente su frescura, el recuerdo de la ceremonia de lanzamiento o inauguración, provee un punto de apoyo para volver la corriente a su cauce.
Tomemos por ejemplo el matrimonio y la ceremonia nupcial llena de emociones: adorno especial, hermosa decoración, música atractiva, votos repetidos en un marco romántico, besos, pasteles, y regalos. Todos estos elementos reunidos sirven como un memorable punto de partida.
El 15 de diciembre de 1976 Angelina y yo nos unimos en santo matrimonio después de siete años de noviazgo. Fue un día muy hermoso, y queda en nuestra memoria como un momento de solemne transición en nuestras relaciones. La ceremonia nupcial estuvo necesariamente precedida por la experiencia de enamorarse el uno del otro y por un vibrante noviazgo. ¿Por qué necesitamos realizar una ceremonia? Ya nos amábamos, ¿no?
Para nosotros había por lo menos tres razones para celebrar una ceremonia nupcial. En primer lugar, la boda formalizó nuestra relación amorosa, dándole un nuevo estatus legal y social. En segundo lugar, la ceremonia nos trajo nuevos privilegios y responsabilidades que se sumaban a nuestro nuevo estatus de esposo y esposa. Finalmente, nos proveyó un marco hermoso para celebrar la esencia de nuestra relación en presencia de parientes que nos expresaban sus buenos deseos de dicha y felicidad. La ceremonia nupcial no creó el amor, sino que proveyó la forma para una relación ya existente.
Punto de transición
Del mismo modo, la ceremonia bautismal formaliza nuestras relaciones con Cristo al proveer un punto de transición en nuestra entrada en la iglesia. Y por causa de las nuevas relaciones formalizadas con la iglesia, el miembro bautizado obtiene privilegios de compañerismo y comunión y nuevas responsabilidades para el servicio dentro de la comunidad de la fe. Finalmente, la ceremonia nos provee un punto de celebración. Tiene el potencial de hablar a otros: ya sea invitándolos a entrar en una relación similar o reafirmando la experiencia que ya tienen.
De vez en cuando mi esposa y yo retrocedemos, en alas del recuerdo, hacia el 15 de diciembre de 1976. Tomamos el viejo álbum de fotografías. Siempre hay una sonrisa espontánea en nuestros rostros cuando revivimos el pasado. Con frecuencia esto transforma las viejas rutinas de nuestro presente y ocurre la restauración del antiguo brillo. Y cuando las incomprensiones o desilusiones asaltan nuestro camino, como ocurre con todos los matrimonios, recordamos el 15 de diciembre. Después de todo, estamos casados. En ese momento la forma protege la esencia.
Del mismo modo, las aguas del bautismo forman un ancla a la cual el creyente retorna para encontrar estabilidad en medio de las pruebas y los conflictos. El regreso al pasado y la reflexión en el acto bautismal restablecen el registro de la experiencia. Es por esta razón que el servicio bautismal debiera ser sencillo y sin embargo memorable. Cuando las tentaciones y las pruebas alcanzan al hijo de Dios, reflexionar en el momento del bautismo restablecerá el equilibrio espiritual. ¡Después de todo, he sido bautizado!
El bautismo, por lo tanto, es un punto de referencia al cual el creyente se vuelve, una y otra vez, para captar la frescura de la voz de Dios dirigida a él por medio de Cristo. Sirve al mismo propósito que sirvió en la experiencia de Cristo. Es un ancla que afirma al hijo de Dios en medio de las inquietantes olas de las pruebas y la duda.
Sobre el autor: Joel N. Musvosvi es secretario ministerial de la División Afroriental, con sede en Harare, Zimbabue.