La conmoción provocada por la masacre de Jonestown en una selva de la ex Guayana Británica hace unos meses, continúa creando una actitud negativa hacia la religión en general. Los probables resultados de esta actitud son muy vanados. Uno de ellos es el posible aumento del control y la intervención del gobierno. Ya algunos abogados, funcionarios estatales y ciudadanos destacados han pedido que el congreso de los Estados Unidos realice inspecciones en las organizaciones religiosas controvertidas, revisiones impositivas de las iglesias sospechosas de delitos económicos, y que encargue a la Policía la investigación de las posibles actividades delictivas realizadas por ciertos grupos religiosos. Coincidimos con la declaración del presidente Cárter, vertida en la conferencia de prensa que realizó después de la masacre de la Guayana: “No creo que debamos reaccionar, por causa de la tragedia de Jonestown, tratando de controlar las creencias religiosas de la gente”.
Nuestra preocupación, en este caso, no es la libertad religiosa, sin embargo. Le dejamos a nuestra revista hermana Liberty esa responsabilidad, pues a pesar de lo serio que puede ser el ataque potencial a la libertad religiosa, pensamos que hay implicaciones más profundas que tienen consecuencias eternas.
La tragedia de Jonestown y otros brotes recientes de violencia han atraído la atención, como nunca antes, sobre el auge de las sectas religiosas. El término secta se aplica corrientemente a un sistema de culto religioso o ritual, pero también puede tener una aplicación secular. Cierta definición del término implica devoción a una persona o un principio, o una admiración desmedida por una o ambos, especialmente cuando se lo asimila a una moda pasajera, tal como el culto nudista. De manera que la palabra se aplica a algo más que a una mera aberración religiosa.
Por ejemplo, la vida política nos da evidencias de la existencia de ciertas sectas no religiosas. Temblamos al pensar en las casi mil vidas que se perdieron en Jonestown, pero consideremos los innumerables millones que fueron inmolados en el altar del sacrificio por los conflictos armados de las sectas políticas.
Sin embargo, este término se usa comúnmente en un sentido religioso para describir a los grupos que se han apartado notablemente de lo que se considera la ortodoxia cristiana histórica. Se calcula que más de tres millones de jóvenes norteamericanos pertenecen a una variedad de sectas y grupos religiosos marginales. Por cierto esta cifra debiera inducimos a preguntarnos: “¿Por qué tantos jóvenes han llegado a la conclusión de que el cristianismo histórico no satisface sus necesidades? ¿Qué ofrecen esas sectas y que falta en el cristianismo?”
Los psicólogos seculares, al tratar de encontrar una explicación para el incremento de estos actos de absurda violencia, han señalado con el dedo en parte a la iglesia y la religión. En la revista U. S. News and World Report del 11 de diciembre de 1978, se cita al psicoanalista y psicólogo Ernest van de Haag: “Una de las razones que nos explican el desarrollo de las sectas es que las iglesias tradicionales se han debilitado mucho. La gente desea más, y las iglesias históricas deben llegar a darle más sentido a la vivencia religiosa”. También nos dice que la razón más destacada del resentimiento y el odio acumulados por la gente, es que “la sociedad no les ha dado sentido a sus vidas, como lo hacía la religión en el pasado”.
¿Es verdad que el cristianismo, en conjunto, no ofrece la conducción moral y el sólido contenido bíblico para orientar la vida humana que tuvo otrora? Desde nuestro punto de vista nos parece que el ataque está bien fundamentado. Por lo tanto, en este artículo deseamos examinar lo que consideramos las características distintivas del auténtico cristianismo. Reconocemos que semejante tarea no nos lleva, a veces, a conclusiones bien definidas. Algunos de los rasgos considerados distintivos de las sectas también se pueden manifestar en el cristianismo ortodoxo. A veces las diferencias son sólo de grado. Pero si la iglesia va a ocupar el lugar que le corresponde en la vida del hombre y la mujer modernos, debemos considerar las características que le han dado autoridad y autenticidad a su voz a través de los siglos.
El cristianismo auténtico no usa ni la fuerza ni la coerción
Es natural comenzar por aquí ya que la masacre de Jonestown motivó este análisis.
Hasta un conocimiento limitado de la vida de Cristo, como lo encontramos en las Escrituras, indica que métodos tales como “programaciones” o “lavados de cerebro” no concuerdan con el plan divino. Mucho menos lo es la obligación perentoria o la persecución. El principio del amor es el fundamento de la Iglesia de Cristo. Muchas sectas reaccionan violentamente contra los que ponen en tela de juicio sus doctrinas o señalan sus defectos. En contraste con esto, la auténtica iglesia cristiana siempre usará el amor aun para disciplinar a sus miembros. El recurso extremo que acepta la iglesia del Nuevo Testamento es la expulsión. Y aun así, la disciplina se aplica de tal modo que el pecador comprende que la iglesia todavía lo ama, aunque no se le permita seguir siendo miembro de ella.
La experiencia de Jesús con Santiago y Juan, los hijos del trueno, pone énfasis sobre la ausencia de violencia en el cristianismo verdadero. Ambos apóstoles se llenaron de indignación cuando una ciudad samaritana se negó a recibir al Maestro. Le sugirieron a Cristo que podía tomar una medida ejemplarizadora si hacía descender fuego del cielo para que consumiera a sus habitantes. La respuesta de Jesús constituye una verdad básica del cristianismo: “Entonces volviéndose él, los reprendió, diciendo: Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas” (Luc. 9:55, 56).
Jesús no fuerza a nadie a recibirle. Es Satanás quien trata de violentar la conciencia. Cristo siempre trata de ganar al hombre por medio del amor y la ternura. En la perspectiva de Cristo el servicio y la obediencia forzados no son aceptables.
Como escribió Elena G. de White: “No puede haber una evidencia más concluyente de que poseemos el espíritu de Satanás que el deseo de dañar y destruir a los que no aprecian nuestro trabajo u obran contrariamente a nuestras ideas” (El Deseado de Todas las Gentes, pág. 452). Nada es más ofensivo para Dios que contemplar las manchas que ha dejado el fanatismo religioso en la historia humana.
La autoridad de las Escrituras
El auge de las sectas no ha sido tan virulento en el medio oeste norteamericano, donde estas aberrantes formas de culto no han cundido tanto. Los observadores creen que esa ausencia de interés por el asunto se debe a la forma bastante conservadora que el cristianismo ha asumido allí, y a su apego a la Biblia.
El hecho de que estas sectas no parecen lograr conversiones en los lugares donde se reconoce la autoridad de la Biblia y los creyentes se aterran a un sólido sistema de valores, debiera inducir a los ministros a dejar a un lado, por el momento al menos, los volúmenes teológicos y los comentarios críticos que se encuentran en sus bibliotecas, para examinar con renovado interés sus frecuentemente abandonadas Biblias.
Cada día es más evidente que está en bancarrota la filosofía humanista y evolucionista que ha dado forma a gran parte de la teología por más de una generación. La corriente actual que tiende hacia el conservadorismo político, ético y teológico es una indicación de que el péndulo se inclina hacia un mayor respeto por la autoridad. ¡Aun las buenas costumbres están haciendo su regreso triunfal!
El pragmatismo y la permisividad han dejado su marca en una generación que ahora parece tener menos raíces y que está especialmente dispuesta a servirse a sí misma y a tropezar con el ego cuando enfrenta los conceptos relativos a la autoridad. ¿Qué más se puede esperar de los que fueron criados en un clima de ignorancia bíblica y de testimonio anémico?
En su libro In the Presence of My Enemies (En presencia de mis enemigos), Howard Rutledge, que pasó siete años (cinco de ellos en confinamiento solitario) en un campo de prisioneros de guerra en Vietnam, cuenta como él y muchos de sus compañeros mantuvieron su integridad y su cordura, y vencieron el temor a la muerte que los rodeaba, recordando las lecciones espirituales que habían olvidado hacía mucho tiempo, y que habían aprendido en su niñez en la escuela dominical. Al menos así tenían algo a que aferrarse en los momentos cuando tan desesperadamente necesitaban precisamente eso.
¿Qué nos puede decir acerca de los miembros de su congregación? ¿Los está alimentando con el Pan de Vida, lo único que podrá sostenerlos durante los momentos críticos de la existencia? ¿Está fundada la fe de ellos en las Sagradas Escrituras como la revelación auténtica de la voluntad divina: la norma del carácter, la fuente de las doctrinas, y la prueba de la experiencia? ¿Están convencidos de que la Biblia es inspirada por Dios, es digna de confianza y verdadera?
En su Palabra Dios nos ha entregado el conocimiento esencial para nuestra salvación, y la sabiduría que nos guardará de ser arrastrados por cualquier falso viento de doctrina. Y está escrita en un lenguaje que ha satisfecho las más profundas necesidades e impresionado los corazones y las vidas de la gente por miles de años en prácticamente todo país de la tierra. Esto solamente basta para demostrar claramente que la Biblia es el producto de una mente divina, y no el resultado de las quimeras siempre cambiantes del pensamiento humano.
El conocimiento del hombre, aun en este siglo iluminado por los descubrimientos científicos, ha resultado ser una guía muy poco digna de confianza. Sin una fe basada sólidamente en la revelación de Dios y de su voluntad para nosotros, la gente va a la deriva sin un ancla para el alma, y naturalmente se vuelve susceptible a las corrientes y modas que avanzan y retroceden como el péndulo desquiciado de un reloj durante un terremoto.
Y la tierra está temblando: Temblando debido a una serie de horribles e inauditas sacudidas que dan una incuestionable evidencia de que hoy la gente necesita restablecer su confianza en la autoridad de la Palabra de Dios. Cualquier grupo pretendidamente cristiano que rebaje las Escrituras y su autoridad por el medio que sea, descarta ciertamente una de las características fundamentales del cristiano histórico.
La divinidad y la importancia de Cristo
Nada es más importante para el cristianismo histórico que la persona de Cristo. Nada distingue más la calidad de fe de alguien que su actitud hacia Cristo, alrededor de quien gira todo el cristianismo.
La iglesia cristiana a través de los siglos a menudo ha empuñado el garrote contra las sectas que han amenazado la verdad bíblica de la divinidad y la importancia del Salvador. Todavía lo sigue haciendo. El actual auge de las sectas, caracterizado por la importancia que le da a maestros de inspiración oriental, o a figuras carismáticas y paternalistas como la de Jim Jones y el reverendo Moon (cuyos seguidores ven en él a un “segundo mesías”), y otros grupos extravagantes, dejan por completo de darle al Hijo de Dios el lugar que le corresponde.
Por más que deploremos estos evidentes escamoteos de la verdad bíblica de un divino Salvador que es el unigénito Hijo del eterno Padre, el Creador y Redentor del género humano, debemos reconocer que estas tendencias existen en las dos corrientes del cristianismo: la liberal y la conservadora, que también privan a Jesucristo de la exaltada posición que debiera tener.
No hay duda de que a lo menos en parte debemos culpar del vacío espiritual que sufre nuestra sociedad, condenado hasta por los secularistas, a los que desde dentro de la iglesia han despojado a las Escrituras de sus elementos sobrenaturales. Cuando descartamos el nacimiento virginal, cuando reducimos los milagros de Jesús a mitos piadosos, ¿qué nos queda? Nos queda sólo la cáscara de un Cristo que es sólo un maestro de moral, que posiblemente esté por encima de todos los demás pensadores, pero que es solamente un maestro de moral y no un divino Salvador. Nos queda sólo un filósofo humano que nos salva con su meritorio ejemplo, en lugar de un divino Redentor que nos salva por su muerte vicaria.
Por otro lado, podemos sostener opiniones bíblicas correctas sobre la naturaleza y la misión de Cristo, y al mismo tiempo menospreciar su singular posición en la iglesia. Parece que se está manifestando una tendencia perturbadora dentro de la cristiandad que está arrastrando a los ministros, casi inconscientemente, al más insidioso de los cultos: el culto al individuo, el culto del “mírame a mí”.
La tendencia a tener la escuela dominical más grande de la región (con la fama consiguiente para el pastor), los mejores programas religiosos de televisión, con músicos extraordinarios y predicadores carismáticos de renombre, la construcción de templos de costo multimillonario, la creación de pujantes empresas religiosas y la promoción de famosos predicadores, todo eso nos parece una forma sutil de desplazar a Jesucristo, mientras ostensiblemente se está promoviendo su causa. El papa Juan Pablo II es digno de alabanza por su esfuerzo deliberado de reducir la pompa y el ceremonial que tradicionalmente acompañan a su investidura.
No olvidemos nunca que una religión ostentosa es naturalmente atractiva para el corazón no convertido. Encontramos en los recursos religiosos modernos un poder seductor y hechizante, que deriva de las conferencias y las producciones musicales bien ensayadas. Comparemos toda la pompa y el sensacionalismo que encontramos en algunas de nuestras iglesias con el humilde Jesucristo que nació en un pesebre, se crio en la casa de un carpintero y finalmente fue crucificado. Lo admiramos por lo que fue y lo que hizo, y nada más. Mientras estuvo en esta tierra no necesitó agentes de publicidad porque su autoridad y su poder eran manifiestos. ¡Comparemos su ejemplo con lo que está sucediendo en muchos sectores del mundo religioso actual! Nos parece que hay demasiado del “hijo del hombre”, con minúscula, y muy poco del “Hijo del Hombre”, con mayúscula, en las actividades religiosas de los ministros de todas las iglesias, incluyendo la nuestra.
En Jonestown el culto al individuo creció en tal proporción que Jim Jones amonestaba a gritos a los que prestaban más atención a la Biblia que a él diciendo: “Mírenme a mí, y no a la Biblia” y acto seguido, egocéntricamente, arrojaba la Palabra de Dios al suelo. Su proceder nos deja pasmados. Pero antes de sacudir la cabeza, acomodarnos el dobladillo de nuestro manto eclesiástico y señalar con desprecio a las sectas religiosas de ese tipo, asegurémonos de que no estamos desarrollando cultos personalistas a nuestro alrededor.
Compañeros en el ministerio: Nada puede tomar el lugar de Cristo; ni la reputación, ni la doctrina desligada de Cristo, ni la posición. ¡Nada! Elena G. de White nos amonesta elocuentemente: “Ensalzad a Jesús, los que enseñáis a las gentes, ensalzadlo en la predicación, en el canto y en la oración. Dedicad todas vuestras facultades a conducir a las almas confusas, extraviadas y perdidas al ‘Cordero de Dios’. Ensalzad al Salvador resucitado, y decid a cuantos os escuchen: Venid a Aquel que ‘nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros’ (Efe. 5:2). Sea la ciencia de la salvación el centro de cada sermón, el tema de todo canto. Derrámese en toda súplica. No pongáis nada en vuestra predicación como suplemento de Cristo, la sabiduría y el poder de Dios. Enalteced la Palabra de vida al presentar a Jesús como la esperanza del penitente y la fortaleza de cada creyente. Revelad el camino de paz al afligido y al abatido, y manifestad la gracia y la perfección del Salvador” (Obreros Evangélicos, pág. 168).