La dimensión, la importancia y el propósito están indisolublemente unidos en la predicación evangelizadora. Cuanto más amplio sea el propósito de la predicación, mayor será su dimensión. Por lo tanto, tenemos que pensar en la predicación evangelizadora como un instrumento para conducir a la gente a Cristo, llevarla al bautismo y enseñarle toda la doctrina. Mientras más personas, sociedades y épocas abarque el evangelio, tanto más amplia será su dimensión. Hasta que de pronto se aspira a conducir a los oyentes a otros aspectos que también determinan la dimensión de la predicación evangelizadora.
Por muchos años se ha formulado la pregunta acerca de la importancia del mensaje cristiano para los hombres de cada época. Por lo tanto, estamos tratando un problema que no es nuevo, sino que se repite de tanto en tanto en función de los cambios socioculturales de los pueblos.
Por eso han surgido en determinados períodos de la historia teólogos con diferentes enfoques, con la intención de que el evangelio vuelva a ser importante. No es extraño que esa actitud desfigure el evangelio y le reste importancia. Es decir, sin dimensión evangelizadora.
Lo que pretendemos hacer aquí es un análisis de los puntos más destacados del aspecto evangelizador de la predicación apostólica, y en la predicación más representativa de los siglos XIX y XX. No pondremos énfasis, sin embargo, en lo histórico, sino en lo conceptual.
Predicación y reacción
¿Cómo pudieron comunicar el evangelio con eficiencia los apóstoles cuando la teología judía y la gnóstica interpretaron mal casi todos los temas teológicos en los días de la iglesia primitiva?
Un texto del Evangelio según Mateo es fundamental para nuestras consideraciones: “Os tocamos flauta, y no bailasteis; os endechamos, y no lamentasteis” (Mat. 11:17).
En la estructura del Evangelio según Mateo encontramos cinco grupos de temas. El texto que acabamos de citar se encuentra en el tercer grupo, cuyo asunto es el misterio del reino de los cielos. La parte narrativa de ese grupo (caps. 11 y 12) se inicia con escenas en las que aparece Jesús como incomprendido por sus más cercanos seguidores, sus más acérrimos enemigos e incluso sus más íntimos familiares.
Ese tercer grupo de temas (cap. 13) termina con un discurso en el que encontramos siete parábolas. El objetivo de esta predicación de Cristo era lograr que su auditorio, tan dispar, entendiera lo que es el reino de los cielos y quién es su Rey, con el fin de convertirlos y conservarlos convertidos por el resto de sus vidas. A cada grupo le dio una respuesta definida, de acuerdo con sus propias necesidades. La importancia del evangelio está dada en el hecho de que él podría atender a toda clase de gente (dimensión), y por eso mismo es abarcante.
Juan el Bautista no entendió claramente a Cristo, puesto que en medio de su terrible prueba preguntó: “¿Eres tú aquél que había de venir, o esperaremos a otro?” (Mat. 11:3). Y recibió la respuesta de que las señales que se estaban llevando a cabo eran el cumplimiento de la profecía de Isaías (Isa. 35:5, 6; 61:1). Para concluir, Cristo propuso una bienaventuranza.
Las multitudes que lo seguían no entendían ni aceptaban el mensaje del reino que predicaba Juan, un predicador solitario, acusado de estar poseído por el demonio (Mat. 11:18). También rechazaron el anuncio del Hijo del hombre, pues lo acusaron de glotón, bebedor de vino y amigo de publicanos y pecadores. En ese contexto, Cristo le dijo a la gente: “Os tocamos flauta, y no bailasteis; os endechamos, y no lamentasteis”. En otras palabras, es como si hubiera dicho: “Después de todo lo que hicimos, hablamos y demostramos, ustedes no han reaccionado. No aceptan el mensaje por el camino de la alegría, ni tampoco por el de la tristeza. ¿Qué quieren?”
Es como si Cristo estuviera diciendo que había probado todos los medios, hasta los más extremos, para alcanzar el corazón de esas personas con el mensaje del reino. Pero ellos rechazaron todos sus intentos de darle importancia a ese mensaje. Entonces pasó a usar un recurso más, teniendo en vista el mismo objetivo. “Comenzó a reconvenir… porque no se habían arrepentido” (Mat. 11:20). Cristo recurrió entonces a amenazar con el rigor del juicio.
Este mensaje alcanzó a diversas personas. Los humildes, los sencillos, los pequeños. A estos les dirigió estas memorables palabras: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (vers. 28).
A continuación nos encontramos con la visión distorsionada de los fariseos con respecto a la predicación de Cristo. Por lo menos en tres ocasiones eso quedó en evidencia: 1) Cuando los discípulos recogieron granos de trigo en sábado (Mat. 12:1-8); 2) cuando curó también en sábado al hombre de la mano seca (Mat. 12:9-14) y 3) cuando sanó al endemoniado ciego y mudo (Mat. 12:22-32).
Los fariseos interpretaban mal los actos de Cristo, cuando deberían haber visto en ellos la importancia del reino de los cielos. Acusaron al Maestro de expulsar los demonios mediante el poder de Satanás. A dichas actitudes siguieron graves advertencias de parte de Jesús, relacionadas con el pecado contra el Espíritu Santo y la condenación final. Ésta fue su conclusión: “Así también acontecerá a esta mala generación” (Mat. 12:45).
La misma madre de Jesús y sus hermanos lo fueron a buscar mientras cumplía su misión, porque no la entendían. Frente a esa actitud, el Maestro dejó bien en claro que el derecho al reino no tiene nada que ver con los lazos familiares. Su respuesta fue contundente: “Porque todo aquél que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana y madre” (Mat. 12:50). Con esta afirmación, en lugar de excluir a sus familiares, el Señor los incluyó en el reino.
Las parábolas del reino
Entonces Cristo llegó al final de su predicación para todos esos grupos. Después de satisfacer definidamente las necesidades de cada uno de ellos, explicó la naturaleza del reino de los cielos, sus súbditos y su Rey. Y empleó siete parábolas para referirse al reino.
La predicación de la palabra del reino tiene una recepción diferente según se lo enseña en la parábola del sembrador. Como consecuencia de las diferentes reacciones, el destino de los oyentes también es diferente. Ésta es la enseñanza de la parábola del trigo y la cizaña. Sigue la explicación del valor del reino de los cielos en las parábolas del tesoro escondido y la perla de gran precio, para que sus oyentes percibieran la importancia de su mensaje. Finalmente presentó la parábola de la separación de los buenos y los malos, en la consumación de los siglos, con una invitación conmovedora, con lágrimas en la voz.
“¿Entendieron?”, es la pregunta, seguida de un rotundo “¡Sí!” Los oyentes captaron el secreto mesiánico. Fueron iluminados con la sabiduría que se basa en la revelación. El evangelio alcanzó a los cuatro grupos del auditorio de Cristo, ya sea con el perdón o la condenación.
Había, sin embargo, una necesidad básica, a saber, la de entender al Rey y a su reino. Pero esa necesidad fundamental se presentaba de manera diferente en cada caso, y la respuesta de Cristo se adaptó a cada situación. Por fin, al terminar su mensaje, la invitación puso al auditorio frente a la necesidad de tomar una decisión. Y él trató de dirigir esa decisión al hablar acerca del valor del reino. Al terminar su invitación, Jesús sumó una advertencia acerca de la separación final.
Y éste es precisamente el modelo del aspecto evangelizador de la predicación.
El ejemplo de Pablo
El apóstol Pablo era consciente del objetivo, la dimensión y el contenido de su predicación: “Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo y a éste crucificado” (1 Cor. 2:1, 2).
“Ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder” (vers. 4).
“Sin embargo, hablamos sabiduría entre los que han alcanzado madurez; y sabiduría no de este siglo, ni de los príncipes de este siglo, que perecen” (vers. 6). “Lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual” (vers. 13).
“Pues no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio; no con sabiduría de palabras, para que no se haga vana la cruz de Cristo” (1 Cor. 1:17).
Pablo declaró insistentemente que el enfoque de su evangelización en Corinto no estaba basado en sabiduría humana: que define como lenguaje persuasivo de sabiduría, sabiduría de este mundo, la sabiduría de los poderosos y sabiduría de palabras. ¿Por qué evitó él ese tipo de enfoque en la evangelización? Él mismo responde que esa clase de predicación se reduce a nada, y que es un modelo de sermón que anula la cruz de Cristo. Es un discurso vacío de sabiduría divina.
Forzosamente tenemos que concluir que las declaraciones de Pablo fueron motivadas por la experiencia que tuvo inmediatamente antes de llegar a Corinto, o sea, en Atenas. Allí enfrentó a sus opositores en su propio terreno, y a la lógica respondió con lógica, a la filosofía con filosofía, a la elocuencia con elocuencia y a la ciencia con ciencia. Al darse cuenta de que su enfoque produjo pocos resultados, adoptó otro enfoque misionero en Corinto. Evitó las discusiones y los argumentos elaborados, y se propuso no saber otra cosa entre los corintios “que Jesucristo y éste crucificado”.
Resumió todo esto de la siguiente manera: “La Palabra de la cruz es… a los que se salvan, esto es, a nosotros, poder de Dios” (1 Cor. 1:18). “Agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (vers. 21). “Predicamos a Cristo crucificado” (vers. 23). “Cristo, poder de Dios y sabiduría de Dios” (vers. 24). “Ni mi palabra ni mi predicación fue con… humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder” (1 Cor. 2:4). “Hablamos sabiduría de Dios” revelada por el Espíritu (1 Cor. 2:7-10. “Hablamos… palabras enseñadas… por el Espíritu” (vers. 13).
No sólo necesitamos inteligencia, sino inteligencia espiritual, dada por el Espíritu Santo, para entender la sabiduría divina y poder proclamarla. Necesitamos “repensar los pensamientos” de Dios en voz bien audible. Necesitamos entender todo lo que se encuentra implícito en la persona de Cristo: su encarnación, su vida, su muerte, su resurrección y su intercesión, y necesitamos anunciar esas verdades al mundo con el poder del Espíritu Santo. El evangelio anunciado con ese poder derriba todas las barreras. Ésa es la experiencia de la iglesia cristiana en el libro de los Hechos, y debe ser también nuestra experiencia.
Pablo cambió su enfoque en Corinto con un claro objetivo: “Para que vuestra fe no se funde en una sabiduría humana fugaz, sino en el poder de Dios”.
De todo esto podemos concluir que Cristo y Pablo descubrieron las necesidades de sus oyentes, adaptaron a ellas sus respectivas metodologías y aplicaron la verdad bíblica de la salvación mediante la intervención transformadora del Espíritu Santo. Ambos sabían que las decisiones públicas son en gran parte pasajeras. Por eso no se detuvieron en la actividad pública. Dieron un paso más. Entraron en los hogares de la gente, demostrando interés en ella y comprometiéndose con ella, escuchando sus quejas, enterándose de sus dolores y sufrimientos.
Cristo y Pablo fueron el hombro donde los desalentados podían llorar. Eso es ser evangelista. No se limitaron a llevar a la gente a una decisión en favor de la salvación. La condujeron hasta el bautismo, y siguieron adoctrinándola para mantenerla viva en la iglesia. Ésa es la verdadera dimensión evangelizadora de la predicación.
El desafío de hoy
Han pasado siglos desde los días de Cristo y de Pablo. En su transcurso, una pléyade de hombres y mujeres se levantaron comprometidos con la tarea de predicar el evangelio. De Policarpo, a comienzos del siglo II, a Francisco Javier, en el siglo XVI, a Guillermo Carey, Charles Spurgeon y Dwight L. Moody en el siglo XIX, a Leo Halliwell y Billy Graham en el siglo XX, la pregunta siempre ha sido la misma: “¿Cómo comunicar el evangelio con poder, y que les resulte interesante a nuestros contemporáneos?”
¿Qué clase de sermones necesitamos predicar si verdaderamente queremos que la gente se salve? La predicación evangelizadora tiene que satisfacer necesidades. J. Pfeiffer dice: “Déle a los chimpancés una porción pacífica de la selva y bastantes bananas, y vivirán felices el resto de sus vidas… Déle al hombre un ambiente igualmente idílico… y sin duda se meterá en dificultades. La capacidad que tenemos de crearnos dificultades es nuestro genio y la gloria de nuestra especie”.
El equilibro entre los estados mentales interiores y las circunstancias externas de la vida es fugaz, lo que lleva al hombre siempre a un estado de casi permanente desequilibrio psíquico… En una palabra, a la infelicidad. Es tan cierto esto que el mismo Vinicius de Moráis lo describió en su poesía: “La tristeza no tiene fin; la felicidad sí. La felicidad es como las gotas de rocío sobre los pétalos de una rosa…”
¿Cómo tratar esta enfermedad? ¿Cómo ser feliz en una sociedad secularizada que excluye a Dios y sus valores de su vida privada? ¿Cómo se puede ser feliz cuando se confunde la felicidad con el placer y la capacidad de consumir?
Primeramente necesitamos identificar las necesidades más urgentes. Las necesidades más íntimas de la vida no se satisfacen totalmente mediante las riquezas materiales, el progreso social o la fama. Lo que todos queremos sentir es la realización interior. Hay un vacío esencial en toda vida sin Cristo. Hay una necesidad inmanente de Dios, que no está satisfecha. Ya lo dijo el salmista: “Como el siervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía” (Sal. 42:1, 2). La gente necesita a Dios.
La soledad invade la vida de millones de personas. La soledad que entraña la falta de compañía de alguien igual o superior. Es decir, todos necesitamos desarrollar la sociabilidad y la espiritualidad. Para el primer caso están los amigos, personas semejantes a nosotros. La espiritualidad verdadera sólo se desarrolla si hay comunión con Dios.
Están los que sufren sentimientos de culpa. Gente que vive en los límites del suicidio como consecuencia de las culpas reales o imaginarias que cultivan, y que destruyen su conciencia. Son vidas dobles, divididas entre la falsedad y una pretendida e hipócrita moralidad. La moralidad es sólo un producto del cristianismo; no es el verdadero cristianismo. La vida cristiana auténtica sólo existe en Cristo.
Todavía hay un miedo universal a la muerte. Destruye la vida y separa a la gente que se ama. No hay, en el secularismo, la más mínima esperanza en cuanto a la muerte. Evidentemente tenemos que presentar a Cristo como la única esperanza y la más importante. Él es especialista en restaurar vidas despedazadas. La predicación necesita tener una dimensión universal, porque las necesidades del hombre también son universales.
Pero además de identificar las necesidades humanas y señalar el camino para su satisfacción, la predicación evangelizadora no puede descartar otro principio, sin el cual todos los recursos están destinados al fracaso, es a saber, la presentación del hecho de que Cristo fue crucificado por nuestros pecados, para darnos perdón, tal como lo declara la Palabra de Dios. Ningún sermón puede dejar de presentar a Cristo vivo, que ofrece santidad, intercesión y vida. Cristo que viene en gloria para establecer su reino.
La base de todo es el sacrificio completo y eterno llevado a cabo en la cruz. El Espíritu Santo toma el sencillo mensaje de la cruz y lo inserta con autoridad en el corazón del hombre. “Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Juan 16:8). Él es el poder regenerador, convertidor y restaurador que recibe el pecador cuando acepta a Cristo. “Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna” (Tito 3:4-7).
Finalmente, la predicación evangelizadora eficaz no comete el error de hacer de la cultura personal —que es sólo un vehículo del evangelio— el propio evangelio. Respeta la identidad de los grupos sociales que desea alcanzar. Debemos con- textualizar la metodología, pero al mismo tiempo necesitamos conservar la pureza apostólica del evangelio. Todo lo que sea contrario a esto es sectarismo, es tergiversar el evangelio.
Debemos tratar de alcanzar un valor cultural importante, que ayude a aclarar el evangelio y a fijarlo. Hay casos de estos en la Biblia. Por ejemplo, el encuentro de Cristo con la mujer samaritana y la argumentación que desarrolló acerca del agua. Con Nicodemo habló sobre el nuevo nacimiento, al mismo tiempo que trató de enseñarle el significado de la serpiente levantada en el desierto. Felipe y el eunuco iniciaron su conversación a partir del interés de éste en la referencia del profeta Isaías al Mesías.
Otros principios secundarios pueden ser útiles, tales como el interés, la instrucción y la fidelidad al objetivo. Por encima de ellos está, sin embargo, el principio de la certidumbre y de la experiencia personal, fundadas en la Palabra. Le gente no quiere oír más acerca de dudas y especulaciones teológicas. Quiere la certeza de la salvación comprendida y vivida por el predicador.
Sobre el autor: Doctor en Ministerio. Director del Seminario Latinoamericano de Teología (SALT) en Cachoeira, Bahía, Brasil.