Isaac Newton descansaba a la sombra amiga de un manzano, y reflexionaba sobrelas leyes inmutables que rigen el movimiento de los planetas, cuando, inesperadamente, cayó a sus pies uno de los frutos. Este incidente trivial lo hizo meditar sobre la fuerza que atrae todos los cuerpos hacia el centro de la tierra.

Y junto con la meditación surgió en su espíritu un destello de luz que lo condujo a la formulación de la teoría de la gravitación universal, con lo cual se labró un lugar en el panteón de la gloria.

Santiago Watt, célebre mecánico escocés, en un momento de ocio, dirigió su atención hacia la tapa de una tetera que subía y bajaba rítmicamente con la salida del vapor. Pensando en este fenómeno físico, concibió el principio de la máquina a vapor, y se inmortalizó con esta notable contribución a la ciencia.

Estas y otras conquistas del genio humano se lograron por la acción de hombres que desarrollaron el hábito de pensar y meditar.

A nosotros, como predicadores, nos toca cultivar el arte sublime de la meditación. Debemos interrumpir las ocupaciones y preocupaciones de la vida para concentrarnos en nosotros mismos durante algunos momentos, y hacer un examen introspectivo honrado y sincero. Debemos suspender la brega cotidiana para buscar a solas y en solemne audiencia con Dios, inspiración para nuestras actividades desplegadas en favor de los hombres. “No es suficiente sólo oír o leer la Palabra; el que desea sacar provecho de las Escrituras, debe meditar acerca de la verdad que le ha sido presentada. Por medio de ferviente atención y del pensar impregnado de oración debe aprender el significado de las palabras de verdad, y beber profundamente del espíritu de los oráculos santos.

“Dios nos manda que llenemos la mente con pensamientos grandes y puros. Desea que meditemos en su amor y misericordia, que estudiemos su obra maravillosa en el gran plan de la redención. Entonces podremos comprender la verdad con claridad cada vez mayor, nuestro deseo de pureza de corazón y claridad de pensamiento será más elevado y más santo. El alma que mora en la atmósfera pura de los pensamientos santos, será transformada por la comunión con Dios por medio del estudio de las Escrituras” (Lecciones Prácticas, pág. 51).

¡Cuán poderosos son los sermones que nacen, crecen y maduran en el silencio reverente de la meditación! Cristo, después de pasar una noche de meditación, pronunció ante una multitud extasiada el magistral sermón de las bienaventuranzas. En efecto, los sermones que conmueven al pecador y lo conducen hacia Cristo son aquellos que se inspiran en los momentos de silencio y reflexión, en las augustas audiencias con Dios.

Pero no debemos olvidar que es fructífera únicamente la meditación que estimula hacia la acción. Confinados tras los muros de legendarios monasterios hay místicos que se entregan a la contemplación ociosa, a la meditación estéril, que no logra nada en beneficio de los hombres. David, el inspirado cantor de Israel, después de momentos de tranquilo recogimiento, dijo: “Enardecióse mi corazón dentro de mí: en mi meditación se encendió fuego” (Sal. 39:3, VM).

Este es el resultado de la meditación útil. Es el fuego que abrasa. Es el calor que estimula hacia la realización.

En la calma y serenidad de las soledades, a través de los tiempos, Dios ha preparado a los profetas, los apóstoles y los reformadores para los relevantes servicios prestados a la fe.

Moisés, en el solemne silencio de las montañas de Madián, fué formado para la misión histórica que le encomendó la Providencia.

De la ruda sencillez del desierto, después de una tranquila y bendecida permanencia con Dios, Juan el Bautista, heraldo del Mesías, salió para hablar a Judea con su palabra poderosa y vibrante.

Lutero, el incansable reformador, antes de lanzar los fundamentos de su notable obra, estuvo enclaustrado en el monasterio de Erfurth, y después en el castillo de Wartburgo, donde se dedicó a la lectura de la Biblia, la meditación y la oración.

Pablo, el legionario de la cruz, en la arenosa placidez de las dunas de Transjordania, a solas con Dios, orando y meditando, vació su corazón de las tradiciones y preconceptos aprendidos en la escuela judaica, y se preparó para llevar a los gentiles las realidades inefables del Evangelio.

Sí, en la tranquilidad del desierto, en el silencio de la meditación, Dios preparó a estos apóstoles de la verdad, audaces campeones de la fe. ¡Y qué obra destacada realizaron!

Dediquemos, pues, en nuestro atareado programa pastoral, un tiempo para sostener estas provechosas audiencias con Dios. “Sería bueno que dedicásemos una hora de meditación cada día para repasar la vida de Cristo desde el pesebre hasta el Calvario. Debemos considerarla punto por punto, y dejar que la imaginación capte vívidamente cada escena, especialmente las finales de su vida terrenal” (Joyas de los Testimonios, tomo 1. pág. 517).

Suprimiendo todo pensamiento mundano, dediquémonos a la meditación, y en el silencio de nuestras reflexiones oiremos la voz tierna y suave de Dios, invitándonos a luchar para rescatar a los perdidos por quienes Cristo murió.