Dios, a través de su propio emisario, habla en cada reunión de adoración. No nos atrevamos a olvidar los detalles.
Hace poco, mientras escuchaba a un compañero predicador, noté que antes de exponer su tema dijo a sus feligreses: “Esta noche no tengo planes de hablar más de una hora”.
Yo concluí que, si su sermón fuera verdaderamente de esos que absorben la atención, incluso una hora transcurriría rápidamente. Pero los preliminares fueron irregulares y desconectados entre sí; algo como si hubieran grapado juntos varios pensamientos inconexos. Su contacto visual no fue tan bueno como uno hubiera querido, aunque podía proyectar bien su voz. A veces perdía el lugar que leía en sus apuntes o fallaba en localizar algún pasaje de la Escritura del cual quería enseñar algo. Afortunadamente era agradable, amaba genuinamente a la gente y sonreía mucho. Eso nos ayudó a soportar toda la hora.
Cuando llegué a mi casa recordé unos recortes de periódico que había guardado que hablaban de Jorge Washington y Benjamín Franklin como hombres de pocas palabras. Después que Franklin regresó de Francia para firmar la Declaración de Independencia, Tomás Jeferson le escribió a un amigo: “Yo serví con el general Washington en la legislatura de Virginia antes de la revolución, y durante ésta en el congreso, con el Dr. Franklin. Nunca escuché a ninguno de los dos hablar más de 10 minutos a la vez, ni ir de aquí para allá, sino que iban al punto que había de decidir la cuestión. Atacaban los puntos principales, sabiendo que los más pequeños seguirían naturalmente”.
El discurso de Abrahán Lincoln pronunciado en Gettysburg constaba sólo de 266 palabras, y la Declaración de Independencia, que contenía un nuevo concepto de libertad, se completó en sólo 1,321 palabras. El evangelista san Lucas resumió todas las circunstancias relacionadas con el nacimiento de Cristo en 284 palabras.
Tallando las líneas finas
Es posible, entonces, tallar las líneas finas, es decir, concentrarse en los puntos principales. Mientras más trabajamos los predicadores perfeccionando esta habilidad, más seremos recompensados con el tiempo. Theodore Parker Ferris fue el rector de la famosa Iglesia Trinity, en Boston. Dijo a sus estudiantes de homilética que dedicaba muchas horas por semana espigando el sermón para su propio corazón a fin de dirigirlo al corazón de su pueblo. No es maravilla entonces que el gran santuario estuviera lleno semana tras semana, no sólo por las mañanas, sino también por las noches.
Ese hombre consideraba el mensaje como el arte de moldear la verdad divina. Los predicadores de todo el mundo recibían semanalmente por correo aquellos sermones presentados en aquel púlpito de la Copley Square. Durante muchos años se consideró al Dr. Ferris como el más distinguido ejemplo del artesano de Dios; un hombre de Dios consagrado a la perfección, la simpatía, la excelencia y el interés por los demás.
No era dado al lenguaje afectado o retórico. Este predicador podía expresar los más profundos postulados del cristianismo en los términos más sencillos. Sin embargo, ponía tal interés en cada sermón que uno sentía como si estuviera escuchando una canción del cielo para nuestra profundización espiritual.
Y sin embargo, ¿cuánto tiempo -medido con reloj- usaba para presentar cada uno de sus mensajes? Se ha dicho que mientras predicaba sus sermones el tiempo volaba; pues no sabían cuánto tiempo duraban, aunque le escuchaban frecuentemente. Cuando no podían llegar a su santuario a escucharle predicar, leían sus sermones. Una persona dijo que cuando encontraban sus sermones en el buzón, simplemente los devoraban. Es un hecho que Ferris raramente predicaba más de 25 minutos. Por eso la gente le escuchaba con agrado.
Pero todavía más, convertía su obra en un arte, como si fuera un vaso sagrado puesto delante del trono del Santo mismo. Uno jamás puede imaginar al Dr. Ferris corriendo para preparar su sermón, poniendo juntos algunos pensamientos desabridos sobre religión, con el propósito de ocupar el tiempo del culto. Esto habría sido blasfemia para él.
El escocés George H. Morrison fue otro maestro tallador de las palabras sagradas de tal modo que varios periódicos de sus días elogiaban sus habilidades como uno que sabía qué decir y qué no decir, qué enfatizar y qué sólo tocar ligeramente. Otros dijeron que pocos sermones eran tan legibles como éstos y que tenía el don de escribir con sabiduría e interés acerca de la vida y sus lecciones, y todo esto a la luz de las Escrituras. Otros más hablaron de la asombrosa originalidad de los sermones del Dr. Morrison, quien combinaba el fervor y la fluidez con un espíritu práctico.
Predicar con precisión
Fue con precisión que Dios le habló a Noé, a Abrahán y a Moisés. Es con habilidad que Dios inspiró a David en los salmos y a Salomón en los Proverbios. Es con deliberado cuidado que el ángel de Dios le explicó a María la suerte llena de gracia que le tocaría, como la mujer llamada para realizar el destino del Mesías sobre la tierra. Y Cristo se comunicó con Juan en la isla de Patmos con una estructura especial. De modo que el predicador debe recordarse a sí mismo que debe estar formado a la imagen de Dios: preciso, hábil, cuidadoso, deliberado.
Y así debe ser con cada predicador. El hombre o la mujer de Dios deben acercarse al púlpito con mucho cuidado. Es terreno sagrado. Es desde ese lugar donde se interpreta la comunicación eterna. Dios, a través de su emisario, habla de nuevo en cada culto de adoración. ¿Nos atreveremos, entonces, a olvidar los detalles?
Sobre el autor: Es pastor de la Iglesia Nazarena, de Wirdham, Maine.