La evolución del papado

Pueden advertirse diversos pasos en el surgimiento del poder de la Iglesia Romana, a pesar de que parezcan misteriosos y hayan sido dirigidos por Satanás, como sabemos que ocurrió. Algunos de estos pasos fueron situaciones suscitadas e intensificadas por un papado consciente de sus crecientes poderes. Otros, fueron oportunidades astutamente aprovechadas.

 1. La Iglesia situada en la capital política del Imperio

 El mismo hecho de que la Iglesia de Roma estuviera establecida en la capital del gran imperio, y en consecuencia en el centro de la vida política, económica, legal, cultural y religiosa del mundo, presta amplia base a los comienzos de la Iglesia Romana. Todo lo que procedía de Roma era importante. Las opiniones religiosas procedentes de la respetable Iglesia de Roma eran escuchadas por todas sus hermanas.

 2. La carta de Clemente a los corintios

 Clemente, dirigente de la Iglesia de Roma en el año 96 de J. C., escribió una carta a la Iglesia de Corinto [1].

 Los miembros de la Iglesia de Corinto tenían dificultades por la elección de sus dirigentes, y Clemente les escribió desde Roma una carta de bondadosa admonición en que les aconsejaba que trataran de apaciguar sus dificultades internas. El hecho de que Clemente Romano pudiera escribir esta carta a una iglesia situada fuera de su jurisdicción geográfica normal, lo emplean los defensores del papado para destacar la primitiva autoridad de Roma, aunque Clemente demuestra que no siente tal autoridad. Pero lo cierto es que las iglesias escucharon la voz de Roma.

 3. La sucesión apostólica aplicada a Roma

 Esto es aclarado por Ireneo, un valeroso dirigente de la iglesia en tiempos de persecución, obispo de las iglesias de Galia (Francia), y prolífico escritor contra las herejías. El título de su obra más conocida es “Adversus Haereses,” (Contra los Herejes), escrita antes del año 200 de J. C.

 Ireneo resolvió el problema de dónde podía encontrarse la verdad cristiana para combatir a los herejes de sus días, destacando el hecho de que Jesús tenía la verdad y que había transmitido ese conjunto de verdades a sus discípulos, los apóstoles, quienes fundaron iglesias por todo el mundo y transmitieron el cometido de la verdad que habían recibido de Cristo a los obispos que habían sido elegidos paira reemplazarlos. Estos, a su vez, transmitieron el conjunto de la verdad sagrada a los obispos que los sucedieron. Por lo tanto, si alguien deseaba saber si realmente poseía la verdad, y no una herejía, debía apelar a los obispos de las iglesias fundadas por los apóstoles. De todas las iglesias conocidas en la cristiandad como verdaderamente ortodoxas y más dignas de confianza para ser consultadas, Ireneo mencionó especialmente a Éfeso, donde actuó el apóstol Juan: Esmirna, donde su propio guía, Policarpo, un discípulo de Juan, había sido obispo; y Roma, ciudad a la que según Ireneo, todos iban para recibir las órdenes sagradas [2].

 Nótese lo que Ireneo hizo, al asumir esta posición; 1) Colocó a la Iglesia de Roma en un puesto de suprema consideración; 2) puso las bases para la teoría de la sucesión apostólica; 3) al dejar de referirse a la autoridad de las Escrituras y si colocar en su lugar la autoridad de los obispos apostólicos, puso las bases de la autoridad de la tradición.

 En realidad, como lo hemos notado ya, un contemporáneo de Ireneo, en Occidente, Tertuliano, llegó a declarar francamente que las Escrituras no bastaban para combatir la herejía y que debía usarse también la tradición [3]. Tertuliano defendió la validez de ésta al señalar cómo las iglesias de su época observaban prácticas no autorizadas por las Escrituras, sino solamente por la tradición Dio como ejemplo ceremonias especiales relacionadas con el bautismo; el impartimiento de los emblemas de la Cena del Señor sólo por el anciano presidente; las ofrendas presentadas en recuerdo de los muertos en el aniversario de su martirio; la prohibición de ayunar o arrodillarse en el día del Señor; la Pascua y el Pentecostés; el cuidado de que no se derramaran los emblemas; y el signo de la cruz [4]. Esto ocurrió en el 225 de J. C. De este modo, en época tan temprana, se puso un fundamento, por débil que haya sido, en la enseñanza cristiana, para las pretensiones apostólicas y tradicionales del papado.

 4. Las excomuniones de Víctor

 Roma presentó muy pronto sus demandas de hegemonía en la iglesia. Ya hemos visto una ilustración de esto en el audaz atentado del papa Víctor I, en el año 200 de J. C. aproximadamente, para excomulgar a todos los obispos que no querían seguir a Roma honrando el domingo como el día de la resurrección. Se nos dice que Víctor fue combatido en esto por varios obispos, tales como Ireneo, que pensó que no era ésta la manera apropiada de tratar este asunto, y por otros que rehusaron seguir los dictados del papa en lo concerniente al domingo [5]. No se nos revelan los motivos que impulsaron a Víctor. Esto dio ciertamente impulso a la defensa que Roma hizo de la observancia del domingo y dio pie a sus pretensiones de supremacía sobre las demás iglesias.

 5. La teoría del primado de Pedro

 Para todo este engrandecimiento del papado debía haber apoyo teológico en las Escrituras. Este fue provisto por el papa Calixto en el año 220 de J. C. El formuló la teoría del primado de Pedro, esto es, la teoría de que cuando Cristo dijo: “Tú eres Pedro [Petros], y sobre esta piedra [Petra] edificaré mi iglesia” (Mat. 16:18) [6], quiso significar que la iglesia que fundó Pedro: Roma, sería el fundamento y la piedra angular de la iglesia. Esta teoría cundió fácilmente. Aunque rebatida por Tertuliano [7] y puesta en tela de juicio por Cipriano [8], se convirtió en el principio teológico básico más útil para contribuir al levantamiento del papado.

 Las Escrituras no presentan a Pedro como el fundador de la Iglesia de Cristo. En los Evangelios Pedro es un discípulo impulsivo, excéntrico y no siempre digno de confianza, que, aunque dentro del círculo de los amigos más íntimos de Cristo (Mat. 4:18-22; Mar. 1:16-20; Luc. 5:1-11; Mar. 5:35- 43; Luc. 8:49-56; Mat. 17:1-13; Mar. 9:2-13; Luc. 9:28-36; Mat. 26:36-46; Mar. 14:32-42; Luc. 22:39-46), negó a su Maestro cuando más necesitaba una palabra y una mirada leal (Mat. 26:69-75; Mar. 14:66-72; Luc. 22:54-62; Juan 18:15-27). Cristo oró por su conversión y le rogó que fortaleciera a los hermanos (Luc. 22:32) y que apacentara las ovejas del Señor (Juan 21:15-17). Pedro fue un miembro activo del conjunto de los apóstoles que se nos presenta en el libro de los Hechos, y daba consejos que los apóstoles veían conveniente aceptar (Hech. 1:15-26), dirigía el evangelismo (Hech. 8:14-25), y afrontaba los problemas de la naciente iglesia (Hech. 9:32 a 11:18). Pero jamás fue reconocido como la piedra angular de la joven iglesia.

 Pedro no fue la roca sobre la cual se erigió la Iglesia de Cristo. Cristo es la Roca, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento (Dan. 2:34, 44, 45; Mat. 22:42-44; 1 Cor. 10:4). Sólo él es el fundamento (1 Cor. 3:9-13), la piedra angular sobre la cual los apóstoles y profetas del Nuevo Testamento han erigido el sagrado edificio, el templo de Cristo (Efe. 2:19-22). Pedro se reconocía a sí mismo sólo como una de las piedras vivientes empleadas en este templo, el cual a su vez se halla fundado sobre Cristo (1 Ped. 2:4-8).

 Pero a causa de la debilidad histórica y exegética de la teoría del primado de Pedro, la tradición debió mantenerla gracias a historias inventadas acerca de Pedro en el Tíber. Algunos “Hechos” [9] y “Agradecimientos” [10] fraguados presentan a Pedro viajando por Roma y sus alrededores en una animada actividad evangélica reforzada por la autoridad eclesiástica. La más clara tradición aparece en un documento histórico más o menos respetable, el “Chronicon” de Eusebio—el historiador de la iglesia, —que se perdió en su forma original pero que se conserva en una “Continuación,” escrita por Jerónimo, célebre monje y traductor de las Escrituras perteneciente a la cuarta centuria. Allí se establece, en torno al año 44 de J. C., que Pedro estuvo 25 años predicando en Roma [11].

 Es preciso reconocer que Pedro estuvo en Roma por lo menos una vez cuando fue martirizado, aproximadamente en el año 68 de J. C. [12]. Pero la declaración consignada en el “Chronicon” es imposible de aceptar. Pedro estuvo en Jerusalén en la época de la ascensión de Cristo y en el derramamiento pentecostal del Espíritu, ocurrido en el año 31 de J. C. (Hech. 1:12-14; 2:1-14, 37, 38). Continuó allí por algunos años e indudablemente se hallaba en Jerusalén cuando fue apedreado Esteban en el año 34 de J. C. (Hech. 7:54-60; 8:1), lugar que abandonó poco después a instancias de los apóstoles, para unirse en Samaría con Felipe el diácono evangelista (Hech. 8:14-25). Estuvo en Jope y Cesárea después de la conversión de Pablo, en el 35 de J. C. (Hech. 9:32 a 11:8). La próxima referencia que tenemos de él lo presenta en prisión durante el reinado de Heredes Agripa I, de la que fue librado por un ángel, justamente antes de la muerte de Heredes, la cual, según se registra, tuvo lugar en el 44 de J. C. [13]. Si el “Chronicon” dijera la verdad, Pedro debió trasladarse a Roma inmediatamente después de esto y permanecer allí los próximos ¿baños, hasta su martirio.

 Pero se halló presente en Jerusalén en el concilio que se celebró en los años 49-50 de J. C. (Hech. 15:7-11), y estuvo en Antioquía de Siria tiempo después, simulando en el asunto de la comida con los gentiles, duplicidad que Pablo “resistió en la cara.” (Gál. 2:6-21.) Por cierto tiempo, probablemente después de esto, evangelizó ciertas ciudades de la región de Asia Menor, dado que dirigió su primera epístola a los conversos desde allá. (1 Ped. 1:1.)

 Pedro, pues, no sirvió durante 25 años consecutivos en Roma. En el mejor de los casos sólo pudo hacer visitas intermitentes durante un período de 25 años, si es que así fue. Pablo insinúa que Pedro era itinerante como él mismo. (1 Cor. 9:5.)

 No hay prueba de que Pedro haya fundado la Iglesia de Roma. Existen razones bíblicas para pensar que no fue así. Pablo declaró que él no evangelizaba zonas ya visitadas por otros apóstoles (Rom. 15:20). Esto hubiera mantenido a Pablo fuera de Roma, si Pedro la hubiera evangelizado. Pero aquél escribió a la Iglesia de Roma una dictóla, la más meditada y teológicamente sistemática que haya escrito, y habló definidamente de sus planes de visitar dicha iglesia. No hubiera hecho tal cosa si la Iglesia de Roma hubiese estado bajo la supervigilancia de Pedro. Lo más probable es que esa iglesia haya sido fundada por judíos que para Pentecostés fueron a Jerusalén en peregrinación en el 31 de J. C., y que, habiendo aceptado al Señor en esa ocasión (Hech. 2:10), regresaron a Roma con el gozo del recién encontrado Salvador en sus corazones, e iniciaron la nueva iglesia.

 La teoría del primado de Pedro carece, pues, de fundamento histórico y exegético.

 6. El emperador Aureliano y el papa de Roma

 Sin embargo, el obispo de Roma ya en la tercera centuria fue reconocido por el emperador, y lo que es más notable, por un emperador pagano. Las circunstancias fueron las siguientes:

 El obispo Pablo de Samosata, Siria, acusado ante un concilio de la iglesia, fue separado de su oficio. Esto aconteció en torno al año 270 de J. c- Pero él no quería renunciar a los beneficios episcopales. De alguna manera la discusión llegó a oídos del emperador, que ordenó a los obispos de Roma e Italia que decidieran quién se haría cargo del episcopado [14].

 De este modo aún antes de que Constantino legalizara el cristianismo en el imperio, la iglesia de Roma había llegado a una posición de cierta hegemonía en el concepto de los cristianos, y aun en el concepto imperial mismo. Esta no muy significativa ley de Aureliano fue la primera de una serie de reglamentos imperiales favorables al papado, cada uno de los cuales fue más importante que el anterior.

 7. Constantino y los obispos

 Constantino fue el próximo emperador que honró a la iglesia. Dos años después de su coronación en Roma, en el 313 de J. C., Constantino, con la probablemente forzada cooperación de Licinio, que compartía el trono con él, promulgó el Edicto de Milán [15]. Como resultado de este decreto la iglesia dejó de ser una religi illegalis (religión ilegal) y comenzó a gozar de absoluta libertad para realizar su obra. En realidad se convirtió virtualmente en un departamento del Estado. Los clérigos se regocijaban más allá de toda medida en su nueva libertad:

 “Ya el sol sereno y limpio, no ocultado más por nube alguna, ha iluminado con el esplendor de la luz celestial a las iglesias de Cristo, difundidas por todo el orbe. Era lícito, aun a los extraños a nuestra religión, si no disfrutar con nosotros, al menos percibir alguna parte y como efluvio de aquellos bienes que Dios nos ha procurado.’’ [16]

 La legalización de la iglesia por Constantino fue probablemente uno de los eventos más significativos en la historia de la misma. Pero la nueva libertad le costó cara. No solamente indujo a los siguientes emperadores a profesar el cristianismo, sino que también afianzó grandemente la posición de la iglesia a los ojos de los habitantes del imperio y dio como resultado una gran afluencia en el seno de la misma de muchos que pensaban que uniéndose a ella podrían de alguna manera beneficiarse con los favores del emperador. Estos serviles no reflejaban en su vida la del Nazareno, cuyo nombre profesaban.

 Más aún, Constantino y sus sucesores promulgaron una serie de decretos que afianzaron los poderes de los obispos y los convirtieron en funcionarios del gobierno romano para todo fin práctico. [17]

 Constantino eximió a los clérigos de tributos y de deberes municipales onerosos. Al declarar que los obispos eran mejores jueces que sus propios funcionarios [18], los autorizó a dirigir las audiencias [19], función que ellos desempeñaron durante el reinado de varios emperadores.

 En realidad, el emperador no encontró novicios sin experiencia cuando llamó a los obispos a ocupar a los cargos judiciales, sino administradores capaces, con una experiencia que se remontaba a dos siglos en lo que a audiencias y resolver pleitos se refiere. Jesús había autorizado a la iglesia a juzgar los pleitos que se suscitaran entre los hermanos (Mat. 18:15-18). Pablo instruyó a los cristianos querellantes a no recurrir a las coates del mundo sino a las de la iglesia para hacer justicia (1 Cor. 6:1-6) [20]. Una fuente del siglo IV se refiere a estos juicios realizados en las iglesias [21]. Los presbíteros, y finalmente los superintendentes, cuando se elevaron a la categoría de obispos monárquicos, debieron presidir estas audiencias; por eso mismo, los obispos, corno clase, llegaron a tener gran experiencia judicial.

 En el siglo V, tanto el obispo Agustín de Hipona, África, como el patriarca Juan Crisóstomo, de Constantinopla, se quejaron amargamente por el peso de sus cargas judiciales en la iglesia [22].

 Y fue a obispos experimentados en asuntos judiciales a quienes Constantino convirtió en jueces públicos de la herejía, y estableció que sus sentencias tuvieran fuerza de ley. Había leyes que especificaban cuáles eran las herejías dignas de condenación [23], y que aun designaban quiénes eran los obispos ortodoxos [24]. Así se constituyó el fundamento de la inquisición episcopal, precursora de la inquisición papal.

 Como consecuencia de estos favores del emperador, los obispos participaron en los concilios locales de gobierno, y cuando se quebrantó la administración civil en Occidente—como ocurrió en efecto en los dos siglos subsiguientes a Constantino—y los funcionarios civiles se vieron obligados a huir para librarse de los exorbitantes tributos confiscatorios, de la ruina social y económica y de ser capturados por las hordas de merodeadores germanos [25], los obispos fueron los únicos administradores experimentados y en condiciones de relevarlos. En ocasiones asumieron esas responsabilidades con avidez, pero más a menudo las aceptaron con disgusto. Recordemos que de todos los poderes que disfrutaron los demás obispos en el Estado y la sociedad, el de Roma gozó de ellos en mayor grado dado que era el más importante.

8. El trono imperial se traslada a Constantinopla

 Esto llegó a ser particularmente cierto para el papa cuando Constantino, en el 330 de J. C., trasladó su capital a Bizancio, sobre el Bósforo, donde construyó la nueva ciudad de Constantinopla [26].

 La antigua ciudad de Roma quedó privada de su importancia como capital; y el único gran funcionario que permaneció en buena posición en él una vez orgulloso centro que se levantaba sobre el Tíber, fue el papa Silvestre I, y sus sucesores. El papado llenó rápidamente el vacío formado por la migración de la corte imperial hacia el Oriente. En el siglo XIX un cardenal escribió que aunque el testamento de Constantino, llamado “Donación de Constantino,” se reconoce como ficticio, el “principio” real es que Constantino dejó a Silvestre y a sus sucesores un testamento como consecuencia de su traslado.

 “Pero desde el momento en que Constantino, en el lenguaje de la ley romana, [Dominicus Soto, de Potestate Ecclesiastica; Bibliotheca Pontificalis, Roccaberti, tomo 10, pág. 136]. ‘Deo jubente’ (Por mandato de Dios) trasladó la sede del imperio a Constantinopla, jamás reinó en Roma un príncipe temporal a quien los obispos de Roma debieran una lealtad permanente. Desde esa hora Dios mismo libró a su iglesia. (Suárez, Oposcula, De Immunitate Eclesiástica, lib. 4, pár. 3: ‘Dicendum ergo est summum Pontificem ex divino jure nabere exemptio- nem et immunitatem ab omni judicio ac jurisdic- tione saeculari etiam imperatorum et regum.’] Desde el comienzo se halló implicado en los principios de la soberanía sobrenatural de la Iglesia en la tierra, el hecho de que un día sería libre de toda tutela temporal, aunque todavía dicha liberación no se había cumplido. David tenía la promesa del reino de Israel; pero hubo de esperar mucho tiempo. Jeroboam recibió la promesa de las die: tribus; pero fue un usurpador, porque se posesionó de ellas antes de tiempo. La Iglesia no siguió el ejemplo de Jeroboam, sino el de David, cuyo Hijo es su propia divina Cabeza. Esperó hasta el tiempo en que Dios mismo había de romper sus ligaduras y librarla de la sujeción de los poderes civiles, y entronizarla en la posesión de una soberanía temporal propia. [Los poderes temporales pertenecen a todos los cristianos.] Por lo tanto, el día en que el primer emperador cristiano se alejó en dirección del lejano Oriente, abandonó Roma e Italia; y la ‘donación’ de Constantino, como es llamada, no expresa un hecho sino un principio. Constantino no firmó ningún documento de donación; pero, de acuerdo con la manera de pensar y hablar de aquellas edades sencillas, representó el hecho providencial de la donación de Dios. Dios dio al Vicario de su Hijo la posesión de la ciudad en la cual treinta de sus predecesores habían sellado su testimonio con su propia sangre. La donación de Constantino consistió en el simple hecho providencial de que éste partió de Roma rumbo a Constantinopla, impulsado por Dios mismo. Sería largo detenerse a enumerar los motivos por los cuales Dios impulsó al primer emperador cristiano a abandonar su soberanía en Roma. Fueron motivos de origen sobrenatural, y él fue obediente a dichos impulsos. La donación fue de Dios, no del hombre. En épocas de más sencillez se supuso que el documento fue transcrito en un pergamino, iluminado, sellado, firmado y que yace sobre el altar de San Pedro. Esto, como fábula, representa en forma notable el acto de la divina Providencia. Quizá en alguna historia se habrá leído que los emperadores de Grecia solían todavía reclamar la posesión de Italia; que enviaron sus hexarcas y sus ejércitos a Ravena y Roma. Se habrá oído también que algunos reyes de Francia pretendieron más tarde su posesión; que los emperadores de Francia, Pipino y Carlomagno, reclamaron como suyas a Roma e Italia. Tal es la historia que escribe el mundo. Pero tales no son los hechos.” [27]

9. El título de “Pontifex Maximus”

 Hubo emperadores establecidos, ya en Roma, ya en Ravena o Milán [28], entre los años 330 y 476, pero los papas supieron obtener ventaja en un tiempo de dificultades en que los que ocupaban los tronos eran apremiados más allá de toda medida con problemas demasiado complicados para ellos, o eran hombres complacientes, o indiferentes, o simplemente débiles.

 Fue Graciano, que no se distinguió por su fuerza de carácter, quien abrió el camino pan que el papa se apoderara de un título que él mismo había rechazado. El emperador, profeso cristiano, declinó, poco después del año 380 de J. C. el antiguo título pagano de los romanos de “Pontifex Maximus” [29]—un título que perteneció a los reyes romanos de las épocas pasadas, —que confería dignidad de dirigente del culto del Estado y que había llegado a través de cónsules y emperadores hasta la cuarta centuria [30].

 Cuando Graciano declinó el título, el papa Dámaso, menos modesto, lo asumió con la misma avidez con que sus predecesores trataban de apoderarse de los puestos más importantes de la religión y la sociedad [31]. Al principio se lo aplicó a los papas como cumplido, para disgusto de hombres como Tertuliano [32]. Ahora el papa lo usa como legítimo.

10. La facultad de apelar al papado

 El relato de la extensión de la influencia papal primeramente, y después de su control sobre las iglesias que se hallaban más allá de los límites eclesiásticos propios de la Iglesia Romana, es tan largo, que resultaría cansador repetirlo. Hemos visto que Clemente, superintendente de Roma al fin de la era apostólica, escribió una carta de bondadosa admonición a la iglesia de Corinto cuyos miembros eran muy dados a las disputas [33]. Lo hizo en ejercicio de su espíritu de fraternidad: sus sucesores lo juzgaron una manifestación de hegemonía. Un centenar de años después, Víctor I, como se recordará, trató de decapitar de un solo golpe a las iglesias que no hubiesen honrado el domingo en ocasión del servicio anual de la pascua, excomulgando a los superintendentes recalcitrantes de esas iglesias. Pero no llegó a la realización de sus designios debido a las vigorosas protestas de otros obispos favorables al domingo [34]; no obstante, sus sucesores usaron este hecho como ilustración de que el papa había poseído siempre el poder de mandar a las iglesias.

 Ya en el año 270 de J. C. el papa Dionisio de Roma corrigió las opiniones teológicas de un obispo vecino. El obispo Dionisio de Alejandría describió la filiación de Cristo en forma objetable para algunos clérigos. Ellos llamaron la atención del papa a dicha declaración, y a la protesta de éste el obispo Dionisio rectificó su concepto [35].

 El concilio de Nicea, en el año 325, en su sexto canon, concedió a Roma, juntamente con otras grandes iglesias del Oriente, la soberanía en su propio territorio [36], lo cual fue virtualmente un reconocimiento eclesiástico de la supremacía papal en Occidente. Se declaró que Constantinopla seguiría en importancia únicamente a Roma, en el Concilio de Constantinopla celebrado en el año 381 [37]. Este concilio fue seguido por el de Calcedonia, en el año 451, en el cual se reconoció la autoridad y la dignidad de la Iglesia de Constantinopla, debido a que en ella se hallaba la sede del emperador, razón por la cual había de seguir en importancia únicamente a la iglesia de Roma [38]. El emperador Justiniano, de inclinación teológica, estableció al final de su reinado que Roma fuera primera y Constantinopla segunda en la jerarquía de las sillas episcopales [39].

 El Concilio de Sardis, en 347, abandonado por la mayor parte de los obispos de Oriente, en la culminación de una acalorada disputa sobre el arrianismo, votó que todo obispo bajo acusación de herejía pudiera apelar al papa. Se lo designó por nombre: era el papa Juliano II [40]; pero desde entonces, el papa pretendió que este voto implicaba una facultad de apelación extensiva a todos los papas.

 La quinta centuria vio al papado interviniendo en las controversias del Norte de África en las cuales, al tomar partido en el momento apropiado y junto al más quejoso aunque no siempre más justo, pudo extender su dominio en esa región, agitada tanto por guerras militares como por discusiones teológicas [41]. Los papas tomaron parte más y más en los asuntos civiles al mismo tiempo que aumentaba su prestigio como guías eclesiásticos.

11. El decreto del emperador Graciano

 Este poder aumentó gracias a un decreto imperial, atribuido a Graciano, quien complacientemente dejó de usar el título de “Pontifex Máximus.” Este emperador, con la colaboración de los coemperadores, promulgó un decreto en 381 de J. C. en que declaraba que la doctrina trinitaria de Roma, la sede de Pedro—con la cual rivalizaba Alejandría— era la ortodoxa [42], obviamente en contraste con el arrianismo.

12. Contribuciones del papa León I

 El papa León I el Grande (440-461) constituye señaladamente una ilustración del crecimiento del poder del papado. Fue un dirigente nato, teólogo hábil y político sagaz. El tiempo le dio oportunidad de poner en práctica sus aptitudes. Durante su administración el papado dio pasos definidos para convertirse en la institución más fuerte con atribuciones sobre la vida de los habitantes de la Europa occidental.

 Una seria controversia con el obispo Hilario, primado de Galia, en la cual el papa acosó a su adversario, le dio la oportunidad de obtener de Valentiniano III, emperador de Occidente, un decreto que convertía al papa de Roma en árbitro de todas las controversias religiosas, y requería de los gobernadores romanos que cuidaran de que los que habían sido emplazados por la corte papal, comparecieran sin demora [43]. Este decreto imperial que data del año 445, aunque el papado no lo presenta con demasiado entusiasmo porque no desea confesar que el Estado le ha concedido estos poderes, contribuyó de hecho a afianzar el dominio del papado sobre las iglesias de la cristiandad.

 El Concilio de Calcedonia, celebrado en 451, le dio a León la oportunidad de manifestar su habilidad como teólogo. El concilio tenía ante sí las enseñanzas de los nestorianos en el sentido de que Cristo era de dos naturalezas intrínsicamente separadas y sólo moralmente unidas, y que la naturaleza divina predominaba en grado sumo sobre la humana. Los obispos tenían la declaración del papa León sobre la naturaleza de Cristo, el famoso “Tomo de León,” que sostenía que las naturalezas humana y divina de Cristo estaban unidas en una sola persona, lo cual fue aceptado por el Concilio de Calcedonia como la posición ortodoxa acerca de la persona de Cristo [44]. Sin embargo fue incapaz de hacer oír con éxito sus vigorosas protestas contra el voto de Calcedonia, que colocaba a Constantinopla y a Roma en pie de igualdad.

 El pontificado de León se desarrolló en los agitados días de las invasiones de los bárbaros. En su tiempo, los hunos arrasaron el occidente de Europa. Al ser detenidos en la Galia central, se volvieron hacia el oriente, y luego de atravesar el norte de Italia amenazaron a Roma. Existen fuentes históricas que indican que León, con una escolta, se encontró con Atila, rey de los hunos, y conferenció con él. Luego de esta entrevista, negada por algunos y aceptada por otros, los barbaros se volvieron y se dirigieron hacia el Oriente.[45]

  Atila murió poco después y los hunos desaparecieron como potencia europea. Cuatro años después, en 455, los vándalos, acaudillados por Genserico que habían irrumpido medio siglo antes a través de Galia y España y que entonces procedían a invadir el norte de África, estaban atacando a Italia por mar, con barcos de su construcción, que navegaban a través del Mediterráneo, procedente del norte de África. Genserico dirigió sus fuerzas hacia Roma, y gracias a la intervención de León, se retiró de la ciudad, después de haber ocasionado mucho menos daño del que habría podido producir [46]. No obstante, el vocablo vandalismo perdura como sinónimo de destrucción, surgido a base del terrible saqueo de Roma.

 León honró el domingo. El confirmó lo que los papas que lo precedieron habían ordenado, en el sentido de que el bautismo debía llevarse a cabo sólo en el domingo de pascua y en el de Pentecostés [47]. Luego luchó contra los paganos que usaban el domingo y el lunes para rendir culto al sol y a la luna [48]. Recalcó la santidad del domingo, señalando que era el recordativo del día en él cual Dios había creado la luz, en que Cristo se había levantado de la tumba, en que había soplado el Espíritu Santo sobre los discípulos, en que el mismo Espíritu había sido derramado en Pentecostés [49].

13. El desarraigo de los tres cuernos

 El emperador Justiniano (527-565) hizo mucho por el papado, aunque regía al Imperio Romano desde el Oriente y tuvo muy poco éxito en su empeño de poner a todo el imperio occidental bajo su dominio directo. En efecto, fueron sus esfuerzos por acabar con las tribus germanas, cuyos reyes no fueron muy obedientes a los deseos del emperador de Constantinopla, los que le dieron la oportunidad de ayudar al papado. Las campañas de Justiniano en el Occidente fueron la causa, de que dos de los cuernos que figuran en el capítulo séptimo de Daniel fueran desarraigados. (Dan 7:8, 24.)

 El primero de ellos fue arrancado antes de que Justiniano ascendiera al trono. Sería bueno recordar que el ejército de Odoacro estaba en su mayor parte constituido por germanos, casi todos ellos hérulos. Este ejército se encontró en Italia, en el año 476, acampado alrededor de Roma, y cuando Odoacro hizo ante el emperador romano la usual demanda de tierras para sus tropas, este, Rómulo Augústulo, o más bien su padre, Oreste— el general de todos los ejércitos romanos de Occidente, que era el verdadero gobernante, —rehusó conceder para las tropas de Odoacro lo que era acostumbrado: un tercio de las tierras de labranza. Cuando el resuelto jefe germano se convenció de que los romanos se disponían a rehusar la satisfacción de su pedido, tomó los asuntos en sus propias manos. Hizo dar muerte a Oreste y encarceló a su hijo, el pequeño Rómulo, en un monasterio. Tomó entonces la insignia imperial y la envió con un mensajero al emperador de Constantinopla, a quien dijo que tales adornos no serían ya necesarios en Occidente dado que el emperador de Oriente era suficiente autoridad imperial para todos. Odoacro se convirtió entonces virtualmente en rey de Italia [50].

 Él y sus sucesores eran arrianos, e irritaron probablemente al papa establecido en Roma. Odoacro intervino en la elección papal de 483 [51]. El emperador Zenón se sintió molesto en Oriente por la presencia de los ostrogodos en Grecia y Tesalia, y autorizó a estas tribus germanas a avanzar hacia el Occidente y tomar Italia. Cuando Teodorico— también arriano—rey de los ostrogodos, llegó a Italia en 489, derrotó a Odoacro, pero sólo en 493 pudo asegurar la rendición de éste, a quien hizo dar muerte. Teodorico se constituyó en el indiscutido rey de Italia [52]. Así fue desarraigado el primer cuerno, el arriano Odoacro, que había causado molestias al papado.

 Fueron los ejércitos de Justiniano los que desarraigaron los otros dos cuernos. Los vándalos penetraron en el Norte de África en el año 428 y en breve vencieron a las fuerzas romanas de esa región y se posesionaron de ella [53]. Genserico era un activo arriano, y las autoridades católico- romanas en el norte de África lo irritaron, lo cual dio lugar a que las persecutorias inclinaciones de los vándalos se manifestaran sobre ellas en todo su rigor [54]. Desde que se completara la conquista de Cartago por los romanos en el año 142 a. de J. C., el norte de África había sido virtualmente un suburbio, si bien muy importante, de la ciudad de Roma. De la misma manera, las iglesias del norte de África eran consideradas hijas de la Iglesia Romana, la cual ejerció gran influencia sobre ellas. Los católicos del norte de África apelaron a Justiniano y en el año 533 los vándalos fueron Vencidos, y extirpados del escenario de la historia [55].

 Habiendo triunfado sobre los vándalos, Belisario se dirigió por orden del emperador Justiniano a Italia, donde, en el 534, inició una campaña contra los ostrogodos.

 Estos, a las órdenes de su rey Teodorico, habían sido muy tolerantes en Italia. Pero el papado no podía sufrir el gobierno de un rey arriano. Desaprobó el bondadoso trato de que Teodorico dispensó a los judíos. Se esforzó por convencer a Justiniano de la importancia de hacer desaparecer todo el poder político de los godos [56]. Al enviar a Belisario, Justiniano estaba haciendo una realidad de su gobierno teórico de Italia y Europa occidental, y de su sincero deseo de extirpar el arrianismo, al que odiaba, porque Justiniano fue un teólogo en la justa acepción de la palabra, y un reconocido extirpador de la herejía.

 La campaña contra los ostrogodos duró veinte años. Ella vio a Belisario reemplazado por Narsés. Vio a las tropas romanas vencidas una y otra vez. Pero poco a poco los ostrogodos fueron rechazados, diezmados y finalmente eliminados de la historia en el año 535 [57]. Pero el punto importante de la campaña en relación con la interpretación de la profecía es que en 536 los ostrogodos fueron arrojados de Roma, y el sitio de esta ciudad fue levantado en 538 [58]. Ellos volvieron a entrar en la ciudad en el año 540 [59] pero únicamente por un breve lapso en una de aquellas manifestaciones de fuerza que se advierten a veces en un moribundo. El tercer cuerno había sido desarraigado. (Continuará.)


[1] Clemente, “Primera Epístola a los Corintios,” cap. 45, pár. 5; cap. 47, pár. 6, LCL, “Los Padres Apostólicos,” tomo 1, págs. 86, 87, 90, 91.

[2]  Ireneo, “Adversus Haereses,” libro III, cap. 3, párs. 1-4, en PAN, tomo 1, págs. 415, 416.

[3] Tertuliano, “Prescripciones contra los Herejes,”cap. 19, en PAN, tomo 3, pág. 251.

[4] Tertuliano, “The Chaplet,” caps, 3, 4, en PAN, tomo 3, págs. 94, 95; “El Conflicto de los Siglos, págs. 499-501.

[5] Ireneo de Galia, en PNPN, pár. 12, pág.

[6] “El Deseado de todas las Gentes,” págs. 362-365.

[7] “Acerca de la Modestia,” cap. 21, en PAN, tomo 4, págs. 99, 100.

[8] Epístola 26 (33 en Ed. Oxford), cap. 1 y 68 (66 en Ed. Oxford), cap. 8 en PAN, tomo 5, págs. 305, 374, donde él aplica la teoría del primado de Pedro no a Roma únicamente, sino a la iglesia entera.

[9] “Los Hechos de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo;” “Los Hechos de Pedro y Andrés,” en PAN, tomo 8.

[10] “Agradecimientos de Clemente” y las “Homilías Clementinas,” en PAN, tomo 8.

[11] Eusebio, “Chronicon,” en “Continuatio” de Jerónimo, año 44, en Migne, “Patrología Latina,” tomo 27, col. 450.

[12] “Los Hechos de los Apóstoles,” pág. 385.

[13] Este es un dato cronológico de gran importancia dado que puede ser fijado con certeza en el año 44 de J. C. El emperador Calígula murió en el 41 de J. C., y fué sucedido por Claudio. El recién carroñado emperador puso a Herodes Agripa sobre los territorios de su abuelo, Herodes el Grande, y lo nombró rey {Josefo, “Antigüedades Judáicas,” libro 19, cap. 5, pár. 1). Agripa murió después de reinar tres años, esto es, en el año 44 de J. C. {Id., cap. 8, pár. 2)

[14] Eusebio, “Historia Eclesiástica,” libro cap. 30, párs. 18-20.

[15] Id., libro 10, cap. 5, párs. 2-14; Lactancia “La Forma en que Morían los Perseguidores,” cap- 48, en PAN, tomo 1, pág. 320.

[16] Id., libro 10, cap. 1. párr.

[17] “Codex Theodosianus,” libro 16, “Ecclesiastical Edicts of the Theodosian Code.

[18] Eusebia, “Vida de Constantino “ libro 4. cap. 27, en PNPN, 2da serie, tomo 1, pag. 547.

[19] “Codex Theodosianus,” libro 1, tít. 27, pár. 1, en la ed. de Momsen, tomo 1. “Sirmonian Constitutions,’ libro 1, pag. 907.

[20] “Didajé,” cap. 14, en LCL, “Los Padres Apostólicos,” tomo 1, párs. 330, 331.

[21] Apóstoles, libro 2, sefi. 3, PAN, tomo 7, párs. 398-108,

[22] Agustín, Epíst. 213. cap 5, en PNPN, Ira. serie, tomo 1, pág. 570, Juan Crisóstomo, “Sobre el Sacerdocio,” libro 3, cap. 17, en PNPN, tomo 9, pág. 58.

[23] “Codex Theodosianus,” libro 16, tít. 5, párs. 5, 6. T. Hodgkin, “Italia y sus Invasores,” tomo 2, pág. 551.

[24] Id., libro 16, tít. 1, párs. 2.

[25] Salviano, “Sobre el Gobierno de Dios,” libro 5, párs. 4, 7.

[26] Sozomeno, “Historia Eclesiástica “ libro 2, cap. 3, en PNPN, 2 serie, tomo 2, págs. 259- 261. Sócrates, “Historia Eclesiástica,” libro 1. c v. 16. en PNPN, 2” serie, tomo 2, págs. 20, 22. Orosio, “Siete Libros de Historia Contra los Paganos,” cap. 28. Zósimo, “Historia Romana,” libro 2, cap. 30, en “Corpus Scriptorium Historiae Byzantiae.”

[27] Henry Edward Manning, “The Temporal Power of the Vicar of Jesús Christ” (2 ed. 1862), págs. 11-13

[28] Charles Seignobos, “History of the Román People,” págs. 438, 439: “Las desgracias políticas del Estado fueron, sin embargo, en un sentido, la fortuna de la iglesia y en especial del papado. Difícilmente se podría hablar con propiedad de un papado en aquella época; tal idea pertenecía todavía al futuro. Pero la semilla del enorme poder de los obispos de Roma ya estaba germinando. Y mientras Roma declinaba políticamente, surgió como un centro religioso. El traslado de la residencia del emperador, de Roma a Milán o Ravena, y finalmente la cesación definitiva de la dignidad imperial en Occidente, hicieron del obispo de Roma el ciudadano más importante de la antigua capital. Hubo siempre un encanto particular en torno al nombre de Roma. Un poder místico parecía residir en ella. Y hasta los bárbaros, aunque no vieron más en el Capitolio ni en el Foro la silla de la majestad, todavía reverenciaron la Ciudad Eterna, y el campesino romano y el conquistador gótico comenzaron a considerar al obispo de Roma, más que al mismo emperador, como centro de la unidad de Occidente.”

[29] Zósimo, “Historia Romana,” libro 4, cap. 36, en “Corpus Scriptorium Historiae Byzantiae”

[30] Plutarco, “Vidas de los Nobles Griegos y Romanos;” Numa, “Julius Caesar,” “Antonio,” “Caius Marius,” “Tiberius Gracchus,” “Caius Gracchus;” Varro, “Sobre el Idioma Latino,” libro 5, cap. 83 LCL, tomo 1, pág. 81; Vallejus Paterculus, “Compendio de Historia Romana,” libro 2, caps. 12, 43, 49, LCL, págs. 2-75, 142-145, 158-161; Aulus Gellius, “Noches Aticas,” libro 7, cap. 9, LCL, tomo 2, págs. 116-119; Dio Cassius, “Historia Romana,” libro 27, cap. 37, LCL, tomo 3, págs. 158-161; libro 52, cap. 51, LCL, tomo 4, págs. 194-197; libro 53, cap. 51, libro 54, cap. 53, libro 59, cap. 15, LCL, tomo 5, págs. 302-307, 402-405, 370-373, respectivamente; Appiano, “Guerras Civiles,” libro 2, cap. 10, párs. 68, 69; cap. 18, párs. 126-132; libro 5, cap. 13, LCL; Appiano, “Historia Romana,” tomo 3, págs. 352-357, 458-477, tomo 4, págs. 584-597, respectivamente; Suetonius, “Vida de los Doce Césares,” “Julius,” “Augustus,” “Claudias,” “Ñero;” Macromio, “ Saturnalia,” libro 2 cap. 9.

[31] “Codex Theodossianus,” libro 16, tít. 1»

[32] Sobre la Modestia,” cap. 1, en PAN, tomo 4, pág. 74

[33] Clemente “Primera Epístola a los Corintios” cap. 45, pár. 5; cap 47. pár. 6, en LCL, “Los Padres Apostólicos,” tomo 1, págs. 86, 87, 90, 91.

[34] Ireneo, en Eusebio, “Historia Eclesiástica,” libro 5, cap. 24, párs. 9-11.

[35] Baronio, “Annales Ecclesiastici,” ad. ann. 263, párs. 36, 37, tomo 3, págs. 193, 194.

[36] Hefele, “A History of the Councils of the Church,” tomo 1, págs. 388-404.

[37] Canon 3, en Hefele, op. cit., tomo 2, pág- 357.

[38] Canon 28, en Hefele, op. cit. tomo 3, págs. 410-420.

[39] Codex Justinianus,” título 14, “Novella” 121, cap.2

[40] Hefele, op. cit. tomo 2, págs. 114, 115.

[41] W. Ernest Beet. “Rise of the Papacy,” págs. 114, 115.

[42] “Codex Justinianus” libro 1, tit. 1, pár. 1 Joseph Cullen Ayer, “A Source Book for Ancient Church History,” págs. 367, 368

[43] “Codex Theodosianus,” libro 14.

[44] Hefele, op. cit., tomo 3, págs 225-236, 316, 317

[45] Hydatius, “Chronicon,” cap. 154. en “Monumenta Germaniae Histórica, Auct. Antiq,” tomo 11, págs. 26, 27; Próspero, Tiro, “Chronicon,” cap. 1.367, en “Mon. Germ. Hist., Auct. Antiq.” tomo 9, pág. 482. Jordanes, “History of the Goths,” cap. 42, pág. 69, “Book of the Popes,” cap. 47, pág. 101.

[46] Prospero Tiro, “Chronicon cap. 1.371, en “Mon. Hist., Auct. Antiq.,” tomo 9, pág. 484.

[47] Epístola 16, cap. 4, en PNPN, 2a. ; serie, tomo 12, pág. 82.

[48] Sermón 42, cap. 5, en PNPN, 2a. serie,- tomo 12, págs. 157, 158.

[49] Epístola 9, cap. 2, en PNPN, 2a .serie, tomo 12, pág. 71.

[50] Procopio, “Historia de las Guerras” libro 5. Cap. 1: Hodgkin, op. cit., tomo 2, págs. 519-526; Ornan, “Dark Ages,” págs. 4. 5.

[51] Hodgkin, op. cit., tomo 3, págs. 142-144.

[52] Id., págs. 180-213.

[53] Procopio, op. cit. libro 3, caps. 3, 4.

[54] Id., caps. 6-8, Victor Vitensis, “Historia Persecutionis Africanae Provinciae.”

[55] Procopio, op. cit., libro 4, Hodgkin, op. cit., tomo 3, cap. 15.

[56] Pasquale Villari, “Barbarían Invasions of Italy,” cap. 4.

[57] Hodgkin, op. cit., tomo 5, págs. 3-66.

[58] Id., tomo 4, págs. 73-113, 210-252.

[59] Id., págs 455-504.