Un auditor, quien a menudo buscaba excusas para no participar en la evangelización pública, cuenta cómo el cambio de esa situación lo recompensó en su propia relación con Dios.

¿Cómo se mide el valor de un alma? La economía de nuestra sociedad a menudo nos hace reordenar nuestras prioridades y tratar de fijar la financiación de acuerdo con ellas. Esto se aplica a los administradores de uniones o de asociaciones; a los pastores de las congregaciones, quienes esperan poder terminar el año con un presupuesto de iglesia equilibrado; o a los tesoreros de las divisiones o de la Asociación General, quienes intentan distribuir los recursos en el mundo entero de modo que sean tan efectivos como sea posible. Con todas las demandas de tiempo y dinero que compiten entre sí, ¿cómo podemos calcular cuánto debiéramos gastar para alcanzar a los perdidos? ¿Qué valor debiéramos asignar a la persona que no conoce a Jesucristo? Nos resulta por demás difícil hacerlo solos. Pero el cielo ha provisto una respuesta: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3: 16). El cielo no retuvo nada; no pudo dar más. Ni fue el Salvador quien pagó solo el precio final. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Cor. 5:19). Dios sufrió con su Hijo. En la agonía del Getsemaní, la muerte del Calvario, el corazón de amor infinito pagó el precio de nuestra redención. Sólo al recordar el divino ejemplo podemos comenzar a comprender el valor inmenso e inmensurable de un alma.

Con qué facilidad aceptamos este razonamiento. Pero cuando nos encontramos con la dura realidad de un presupuesto no equilibrado y las presiones de atender tantas necesidades no satisfechas de la predicación, a menudo dudamos en aumentar nuestros gastos para la evangelización directa. Queremos entregar nuestros fondos a los programas permanentes. Hay tantas necesidades. Nuestra escasez se multiplica al pensar no sólo en la cantidad de proyectos que ya hemos comenzado, sino también en los grandes campos misioneros donde los recursos son todavía tan pocos.

Como la inflación carcome nuestras reservas, a menudo se piensa en restringir nuestras inversiones en la evangelización pública y por los medios de comunicación masivos. Como contador y administrador financiero, muchas veces he sentido estas presiones de recortar, de restringir. Si hemos de ser responsables en el uso del dinero no podemos dejar de reconocer la importancia de mirar dos y tres veces nuestros presupuestos para asegurarnos de que los fondos dedicados a la obra del Señor no se gasten inútilmente en lo que no aprovecha. Sin embargo, en estos días finales de la azarosa y pecaminosa historia de la tierra, estoy convencido de que necesitamos aumentar cuidadosamente nuestros esfuerzos y gastos de evangelización directa.

Estoy convencido, como administrador, de que la evangelización realmente no cuesta; produce ganancias. Debo confesar que mis sentimientos en relación con su valor han cambiado a través de los años. Creo que no podemos apreciar realmente su valor hasta estar directamente comprometidos en la evangelización.

Desde mis días de estudiante de administración me habían entusiasmado los desafíos de las campañas de evangelización. Pero, como ocurre con tantas ambiciones valiosas, permití que los años pasaran. El impulso de participar directamente en la evangelización se fue enfriando con la endeble, aunque muy repetida, excusa de que los dirigentes que trabajan en las oficinas no tenían las aptitudes para el rigor de la evangelización. Mi vida como administrador, tesorero y auditor estaban tan llenas de responsabilidades indeclinables que mis acariciados sueños de realizar conferencias públicas se desvanecieron. En lugar de las visitas personales, asistí a una infinidad de comisiones y reuniones de junta; hice presupuestos más bien que bautismos; las reuniones de dirigentes de iglesias reemplazaron a los estudios bíblicos; me encontré promoviendo la fidelidad en el apoyo financiero en lugar de llamar a la entrega a Cristo; produje balances en lugar de sermones de evangelización.

No estoy diciendo que las funciones rutinarias de la administración no sean importantes. De ninguna manera sostengo esto. Sin embargo, me parece tan fácil que reemplacemos el propósito inicial de la iglesia por los necesarios servicios de apoyo.

Finalmente, hace más de una década, resolví avanzar a las primeras líneas. Comencé por visitar cada año los campos de cosecha de la evangelización. Mis primeras experiencias ocurrieron en los territorios misioneros que nos rodeaban, durante nuestro servicio en el oriente. Hoy visito los campos necesitados en América del Norte.

Basándome completamente en las promesas de apoyo y conducción de Dios, simplemente puse a un lado, temporariamente, el trabajo que hasta entonces me parecía tan urgente y me lancé a una campaña de conferencias públicas de tres a cuatro semanas. ¡Cuán agradecido estoy a muchos pastores locales, cuyas rutinas diarias los mantienen en contacto directo con las almas que necesitan la gracia salvadora de Jesús! Han sido de inestimable inspiración y ánimo para mí mientras trataba de trabajar junto a ellos.

Al finalizar cada campaña había nuevas almas ganadas para el reino, las que inundaban nuestros corazones con amor. Orábamos por ellas mientras juntos trabajábamos para alcanzar a otros en nuestro círculo de familiares y amigos. Luego, de regreso en la oficina, calculaba el costo. ¡Para mi sorpresa, siempre había ganancias! ¿Cómo era posible? El círculo crece, y cada nuevo converso de Cristo comienza a dar su tiempo, sus talentos, sus bienes. Hace algún tiempo recibí una revista que traía noticias del Lejano Oriente. Un artículo en particular contaba de la obra que hacen los estudiantes misioneros del Colegio Mountain View en el sur de las Filipinas. ¿Pueden imaginarse cómo me sentí al leer que Francisco Cruz, que había sido bautizado algunos años antes en una serie de conferencias que dicté en la isla de Leyte, era ahora parte de este grupo de jóvenes que acababa de preparar cincuenta personas para el bautismo en ese alejado lugar de la selva de Mindanao?

Esta es la ganancia de que hablo. Es un círculo que se expande. La evangelización conviene financieramente. El diezmo aumenta, las ofrendas para la evangelización se multiplican. Pero la ganancia de la evangelización es mucho mayor todavía. Nuevos familiares y amigos entran en nuestro círculo de amor, de interés y de oración. Ellos, a su vez, como Francisco Cruz, alcanzan a otros en un círculo cada vez más abarcante. No hay mayor dividendo que éste, tanto para la persona que participa en la evangelización como para la iglesia.

¿Cuánto vale un alma? Un alma vale el precio que pagó Jesús: todo. V esto es lo que nos cuesta la evangelización. todo. Pero la evangelización no sólo cuesta. También recompensa. V ésta es proporcional al costo. Al escudriñar mi alma, estoy convencido de que no he dado de mí ni de mis recursos como debería haberlo hecho -como lo exige lo tardío de la hora. Sé que la evangelización paga ricos dividendos, y quiero dar como alguien que realmente cree que Jesús viene pronto.

Sobre el autor: David D. Dennis es director del Servicio de Auditoría de la Asociación General.