Quiero hablar acerca del costo de la evangelización, por lo tanto, quiero leer dos textos. El primero es Isaías 66:8: “¿Quién oyó cosa semejante? ¿Quién vio tal cosa? ¿Concebirá la tierra en un día? ¿Nacerá una nación de una vez? Pues en cuanto Sión estuvo de parto, dio a luz sus hijos”. No hay nacimiento sin dolor, sin trabajo.

            Ahora vamos al Nuevo Testamento, a Gálatas 4: 9. Recuerden nuestro tema: el costo de la evangelización. El apóstol Pablo dice: “Mijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros”.

            Así que ustedes ven, no hay métodos fáciles, indoloros, de salvar almas. La evangelización cuesta algo. Significa ansiedad, conflicto severo de alma, sacrificio; y no hay abreviación. La Iglesia debe estar dispuesta a sacrificarse y pagar el precio si es que quiere tener éxito en la ganancia de almas. La ganancia de almas no es fácil, mis amigos; es una tarea difícil. Cuesta sangre, sudor y lágrimas. Debemos estar dispuestos a pagar el precio; pero las recompensas son enormes.

            Ustedes han oído hablar de D. L. Moody. Todos los evangelistas saben de D. L. Moody. Una vez Moody se atrasó para la reunión. Miles de personas estaban esperando. “¿Dónde está el señor Moody?” Todos miraban alrededor. Entonces alguien fue hasta su cuarto en el hotel. Cuando se acercó a la puerta de Moody, escuchó una voz que oraba. Era la voz de Moody, que estaba clamando a Dios: “¡Oh Dios, dame las almas o toma mi alma!” Esta es la razón por la que Moody ganaba almas.

            Una vez un grupo estaba planificando llamar a Moody para que llevara a cabo unas reuniones y un amigo evangelista estaba celoso. La envidia es una cosa terrible, ¿no es verdad? Fue así como este amigo dijo de manera sarcástica: “¿Es que Moody tiene el monopolio del Espíritu Santo?” Y vino la respuesta: “No, es que el Espíritu Santo tiene el monopolio de él”.

            Por esto digo, hermanos, no hay camino fácil, o método indoloro. No he encontrado ninguna manera todavía para arrancar la dificultad de ella. La evangelización pone un nudo en su estómago. A veces provoca la pérdida de su apetito. Otras veces no puede dormir; la carga pesa sobre usted. Pero cuando Sión está encinta, cuando vienen los dolores de parto, y vienen otra vez, ¡el niño está pronto a nacer! Cuando una mujer tiene dolores de parto, cuando los dolores vienen una y otra vez, ¡es mejor que llame al hospital!

            Y una iglesia sin ningún parto, una iglesia sin ninguna oración ferviente, una iglesia sin ningún nudo en su estómago, una iglesia sin ningún dolor por las almas, nunca tendrá ningún hijo. Esa es una iglesia estéril, una iglesia improductiva. Esa es una iglesia que nunca crecerá.

            Ahora, ¿cuál es su trabajo? ¿Cuál es mi trabajo? Nuestro trabajo es inducir los dolores de parto en la iglesia. ¡Ese es nuestro trabajo! Usted debe dejar la carga sobre los corazones de la grey. Usted no está para hacer la obra por sí mismo. Hay una obra para que la iglesia haga; la grey debe ser comprometida. Debemos decirle al pueblo: “Esta es vuestra obra”.

            Consiga que cada departamento de la iglesia se involucre, que todos compartan la carga. Elena G. de White dijo muchas veces a los ministros: “Ustedes no deben hacer toda la obra por ustedes mismos”. Algunos predicadores quieren tomar todas las charlas, todas las oraciones, todo lo que haya que hacer, todas las visitaciones, todas las clases, y dejan a los miembros como meros espectadores. Ellos están mirando; ellos están disfrutando. Y el pastor se está desgastando a sí mismo. Descenderá tempranamente a la tumba, y nosotros diremos: “¡Qué maravilloso hombre fue! Fue un obrero abnegado”. Fue también un hombre insensato, porque el Señor ha dicho: “Comparte la carga. Conduce a cada uno al proceso. Compromete a la iglesia total: hombres, mujeres y niños”.

            Alguien me dijo que un miembro nuevo ¡debe esperar seis meses antes de dar un estudio bíblico! Le dije a mi amigo: “Después de seis meses sin testificar de su fe, él estará tan frío como lo está usted”. Debemos traerlos y ponerlos inmediatamente a trabajar. Su trabajo es asignar al pueblo su tarea. Usted no está solamente para predicar a la grey. Todos nosotros somos ministros en la Iglesia Adventista. El ministerio pertenece al pueblo de Dios. Todos nosotros tenemos un ministerio que realizar, y usted está robando al pueblo cuando toma como suyo el ministerio de ellos. Mis amigos judíos de la ciudad de Nueva York acostumbran a llevar a sus niños en cochecitos-cuna. Los mantienen en esos cochecitos a veces hasta cuando el bebé tiene un año – ¡y todavía lo llevan en el cochecito! Dos años de edad ¡y aún en el cochecito! Mantener a los bebés en el cochecito los convierte en inválidos. Ellos necesitan salir fuera de los cochecitos.

            “Pero -dicen algunos-, tropezarán y se caerán. Se golpearán”. ¡Sin embargo, es la única manera de aprender a caminar!

            Algunos ministros convierten a su grey en inválidos espirituales. Los mantienen en el cochecito. Los empujan todo el tiempo. Les cuentan historias para que se duerma. Hacen todo por ellos y los convierten en inválidos. Les digo, hermanos, vuestro trabajo no es hacer el trabajo de seis hombres; vuestro trabajo es ¡poner a trabajar a seis hombres!

Asistiendo en el nacimiento

            Mi yerno me hizo una pregunta difícil el otro día. Dijo: “¿Ha estado alguna vez en la sala de partos y ayudado a traer a un bebé al mundo?”

            Le dije: “No. En mi tiempo, cuando los hombres eran hombres, ellos mismos no se lo permitían”. En realidad, probablemente me habría desmayado. Pero ellos tienen ahora un nuevo enfoque. El padre va con su esposa, y le ayuda al médico. Se pone una bata y un barbijo, hasta el punto en que usted no puede distinguir entre el padre y el doctor. Y allí es cuando nace el bebé.

            Entonces le pregunté a mi yerno: “¿Cuál es el propósito de todo esto?”

            “Hace que el padre se comprometa más; lo hace un mejor padre, lo ayuda a comprender qué está pasando. Simpatiza con la madre, ama más al chico”.

            Bien, permítanme decirles, amigos, que es tiempo de que toda la iglesia entre en la sala de partos. No sólo los evangelistas, no sólo el pastor, no sólo la instructora bíblica, sino el director de Acción Misionera, el presidente de la asociación, los dirigentes departamentales y los hermanos de la Asociación General. Y cuando todos entremos en la sala de partos, entonces ¡será nuestro bebé!

            He escuchado decir a algunas personas: “El evangelista los bautiza demasiado pronto. No los instruyó. Sólo los trajo y los zambulló en el agua. Bajaron como diablos secos y salieron como diablos mojados”. Pero, mis amigos, si estuviéramos allí cuando el bebé nace, y viéramos cómo una nueva vida entra en el mundo, y estuviéramos involucrados en el proceso, no sería el bebé del evangelista, sería nuestro bebé. Todos debemos salvar al bebé, incluso a los prematuros. Lo pondremos en la incubadora; lo mantendremos abrigado. Haremos que todo sea atractivo para él. ¿Por qué? Porque el bebé debe crecer, y estaremos todos felices cuando lo haga.

            Uno de estos días tendremos el crecimiento de población más grande en la Iglesia desde el día de Pentecostés. Pero antes de que esto pueda ocurrir, la Iglesia debe agonizar. La Iglesia debe entrar en oración ferviente y seria. La iglesia debe examinarse a sí misma. Debemos mirar nuestros propios vestidos. Debemos estar dispuestos a arriesgar todo -pérdidas personales, la posibilidad de ser llamados fanáticos. Debemos estar dispuestos a gastarnos y ser gastados. Y cuando esto suceda, ¡llame al médico porque el bebé está pronto a nacer!

Muros en la Iglesia

            ¿Pero es ésta la situación en la Iglesia Adventista hoy? Debemos admitir que la Iglesia ha llegado a ser perezosa, autosuficiente, y preocupada por trivialidades. ¿Me permiten hoy predicarles el Evangelio directamente? Hay demasiada búsqueda de faltas en los demás, demasiado hilar fino en asuntos teológicos, mucha división en partidos o grupos: los engreídos eruditos y los poco intelectuales, los educados y los analfabetos, los negros y los blancos. Hay toda clase de grupos pequeños en la Iglesia hoy, cada uno yendo por su propio camino.

            Espero no estar ofendiéndolos por predicar directamente. Se están construyendo muros, incluyendo a algunos y excluyendo a otros de nuestro círculo. Mientras esto suceda no habrá reavivamiento en la casa de Dios. Necesitamos sacar afuera esos cubitos helados del refrigerador y ponerlos al sol. La hermana White dice que algunos de nosotros tenemos una religión frígida. Necesitamos salir del sótano -dice Elena G. de White-, fuera de las tinieblas, la frialdad, el egoísmo, y salir al sol. Y cuando el sol brille sobre esos cubitos de hielo, se separarán todos, pero al calentarse se derretirán, y finalmente correrán fluidamente todos unidos.

            ¿No es eso lo que se necesita en la Iglesia de Dios? Todos necesitamos salir de nuestras pequeñas camarillas, nuestros, pequeños clanes, nuestros pequeños grupos especiales, al resplandor del amor de Dios, y permitirle -al Sol de justicia-, resplandecer sobre nosotros. Cuando esto suceda, el viejo y frío Bradford se deshelará, y todos nosotros nos confundiremos y fluiremos juntos como dos corrientes de agua. En vez de decir “yo”, “mi” y “mío”, diremos “nosotros” y “nuestro”. Vean, Dios enseñó al hidrógeno y al oxígeno a decir “nuestro”, y es así como tenemos el agua. Cuando digamos “nosotros”, entonces tendremos unidad en la Iglesia de Dios.

Capturar antes que enseñar

            La Iglesia ha llegado a parecerse a un estado benefactor, amparada, guiada, protegida, autosatisfecha, con un gran gobierno, grandes oficinas, y débiles individuos. Los miembros nos piden sermones: “Venga y prediquenos, pastor. Necesitamos que nos predique. Necesitamos más pastores. Necesitamos más sermones”. Hermanos, ¡ya hemos tenido suficientes sermones como para estar en el cielo! No necesitamos más sermones, necesitamos hacer más. Elena G. de White dice que la obra más grande que los ministros pueden hacer no es predicar sermones sino poner el pueblo a trabajar. Tómelos de la mano y deles entrenamiento. Permítales observar cómo trabaja usted.

            El pastor R. A. Anderson acostumbraba a decir: “La evangelización es capturar antes que enseñar”. ¿Cómo aprende usted a nadar? ¿Leyendo un libro de natación? La única manera de aprender a nadar será tirándose al agua. Cuando éramos niños, algunos corrían y se lanzaban directamente al agua. Otros tenían temor. Iban y sumergían primero la punta del pie, luego un poco más, y un poco más. ¡Finalmente uno de sus amigos venía por detrás y le daba un empujón! Muchos miembros en nuestra Iglesia necesitan un pequeño empujón, y el Señor los ha llamado a ser los que empujen. ¡Usted debe empujarlos al agua! Usted debe contarles acerca de lo lindo del agua. Ellos se lo contarán a otros.

            Necesitamos cambiar nuestra filosofía entera. No somos grandes oradores, encantadores de grandes multitudes con maravillosas palabras. No, estamos aquí para asignar al pueblo una responsabilidad. Estamos para ver que cada uno tenga algo que hacer. No debe haber zánganos ni perezosos en la Iglesia de Dios. Y usted es quien ve que el trabajo se realice.

            Usted sabe lo que sucedió con Amos. Amos tenía una polémica con el pueblo porque estaban viviendo buenos tiempos. El pueblo estaba teniendo un maravilloso boom en diezmos. Construían casas. Tenían las cosas buenas de la vida. Por esto el Señor les envía un mensaje por medio de Amos: “¡Ay de los reposados en Sión, y de los confiados en el monte de Samaría, los notables y principales entre las naciones, a los cuales acude la casa de Israel!… Duermen en camas de marfil, y reposan sobre sus lechos; y comen los corderos del rebaño, y los novillos de en medio del engordadero… beben vino en tazones, y se ungen con los ungüentos más preciosos; y no se afligen por el quebrantamiento de José” (Amos 6:1-6).

            No se preocupaban de nada, gozaban del sábado -una buena escuela sabática y un pulido sermón, y entonces a casa a comer y a una agradable siestecita en la tarde. No tenían agonía del alma ni trabajo por el perdido. Eran apáticos, desinteresados, pensando sólo en ellos mismos. Se cuidaban en el aspecto exterior y se entretenían. Tenían bella música para confortarse. En el -mundo de hoy ellos tendrían sus equipos de audio, su televisor y su alfombra de pared a pared. Tendrían garaje para dos autos y sendos Cadillacs. Se ungirían con el mejor perfume. Estarían bien desodorizados. Se bañarían dos o tres veces al día. No les gustaría tener las manos sucias. Se alejarían de la gente sucia. Pero el Señor dice: “¡Ay de ellos!”

            Usted recuerda que en el capítulo 9 de Ezequiel, los que tenían la señal sobre la frente eran los que gemían y clamaban. Eran los únicos que estaban en agonía del alma, y cuando Sión estaba de parto, inmediatamente daba a luz al niño. Entonces venía el gozo. Había gran gozo. ¡No hay mayor regocijo que el nacimiento de un hijo! Cuando nace un niño, el gozo se esparce por toda la comunidad. Cuando un hijo nace, la familia recibe nueva vida. Cuando un niño nace, hasta los hombres recios sonríen. Y no hay gozo más grande que pueda venir a esta Iglesia que ver nacer almas en ella.

            Estoy mirando en el futuro grandes cosas, hermanos. Algunos han dicho que Norteamérica está muerta. Nada avanza. No se están salvando almas. Algunos han dicho: “Bueno, ustedes no pueden evangelizar aquí. La gente es diferente. Hay más opulencia. Son más materialistas. Oh, ustedes debieran hacer evangelización en Interamérica. Ellos no tienen dinero. Son pobres. No tienen nada más que hacer. Pero aquí es diferente”. Y lo hemos venido repitiendo nosotros mismos por tanto tiempo que comenzamos a creerlo, y llega a ser una profecía con cumplimiento. No podemos hacerlo, así que no lo hacemos.

            Pero Dios no los llama a ser termómetros. Los ha llamado para ser termostatos. El termómetro sólo puede decirnos la temperatura, pero el termostato puede ponerla donde debe estar. Si hace frío, el termostato puede elevarla.

            Permítanme decirles, mis amigos, que en el día de Pentecostés hubo viento y hubo fuego. Hubo también un estruendo. Algo estaba sucediendo. Hubo lenguas de fuego -el fuego que calentó los corazones de los discípulos.

Ángeles incansables

            Déjenme decirles que una iglesia con el corazón frío no puede calentar un mundo con el corazón frío. Se necesita una iglesia con un corazón caliente para incendiar su camino a través de la frialdad e indiferencia de este mundo. Dios está esperando, presto a enviarnos el viento y el fuego. Está esperando y presto. Él no toma descanso. Los ángeles están inquietos, sus alas activas. Quieren derramar el poder.

            Hay un poderoso ángel que se esfuerza por hacer lo suyo. Es el ángel más poderoso de todos. Quiere venir con gran poder. Es el cuarto ángel, ¿cierto? Encontramos un esbozo de él en Apocalipsis 18. Y dice: “Señor, quiero bajar con gran poder”. Este cuarto ángel está preparándose como un boxeador listo para entrar en el cuadrilátero. Ese cuarto ángel quiere darle al diablo un nocáut de un golpe. Le dice al Padre: “Déjame ir ahora”. Él ve al mundo en pecado.

            Pero el Padre dice: “Debes esperar un poco de tiempo más. La Iglesia no está lista todavía. Están ocupados en cosas pequeñas. Están pensando en ellos mismos: ¿qué comeremos? ¿qué beberemos? ¿qué nos pondremos? ¿con qué nos vestiremos? Están compitiendo unos con otros. Están observando a sus amigos, pero no se alegran con su éxito; se regocijan en su iniquidad”.

            Es algo hermoso cuando el Señor bendice a un hermano y éste tiene gran éxito. Bautiza cien almas, y decimos: “Tiene un campo fácil de trabajar”. “Todos estaban preparados cuando él llegó”. “La gente cayó en el bautisterio”. “No es un evangelista muy bueno”. “A veces ocurren esas cosas”. Pero cuando un hermano tiene un problema, comenzamos a hablar de él por doquier. “¿Escuchaste? El hermano Jones está fuera de la obra. Lo echaron. Está en problemas”. “¿Qué sucedió? ¿Qué pasó? Cuéntame algo más”.

            Necesitamos revertir esto. Necesitamos comenzar a orar unos por otros: “Oh Señor, bendice a mi hermano allá. Está peleando una dura batalla por las almas”. “Oh Señor, estoy tan feliz. Ha podido bautizar muchas almas. La Iglesia se está levantando. Estoy muy contento. Bendícelo”. Este es el espíritu que necesitamos hoy. Y es el único espíritu que traerá la terminación de la obra de Dios.

            La evangelización cuesta, pero vale. A veces la Iglesia no es bien comprendida. Las cosas van cada vez peor. Pero usted continúa peleando la batalla. Usted todavía presiona. Permítame decirle una cosa, hermano. Está yendo a recibir su recompensa. Cuán dulce sonará esa música en sus oídos cuando escuche decir al Salvador: “Bien, buen siervo y fiel. Fuiste fiel en New Jersey. Fuiste fiel en Florida, Illinois y Michigan. Dondequiera trabajaste fuiste fiel. Tuviste oposición, pero fuiste fiel. Entra ahora en el gozo de tu Señor”.

            ¿Cuál es el gozo del Señor? El Cielo se regocija cuando un pecador se arrepiente. ¡Ese es el gozo del Señor! Cuando usted camine por las avenidas del cielo, mirando a su alrededor -las calles de oro, el río claro como el cristal, el árbol de la vida a ambos costados-, verá algo familiar, una forma de caminar conocida que viene hacia usted. ¿Quién es? Ah, es aquel hermano que fue bautizado cuando usted tuvo tantos problemas y quería superarlos. ¡Y aquí está! Está regocijándose en el cielo. Y el cantará con usted.

El costo de Dios

            Para terminar, quiero decirles que la evangelización también le cuesta demasiado a Dios. El pagó un gran precio. Durante la guerra civil española, los rebeldes capturaron al hijo de un general. Lo llevaron a su cuartel. Llamaron al general por teléfono, y le dijeron: “Tenemos a su hijo; le hablará”.

            El hijo dijo algo así: “Padre, dicen que si no entregas el fuerte me matarán. Si no te rindes me quitarán la vida”. “Bien, hijo -replicó el general-, pronuncia tus oraciones, grita: ¡Viva España! y muere como hijo mío”.

            De la misma manera en aquel viernes por la tarde -puedo ver el cuadro en mi mente- cuando nuestro Salvador pende de la cruz, el enemigo le dice: “Date por vencido. Baja de la cruz. ¿Por qué te sacrificas por estos individuos? No valen la pena. Rechazan tu amor. Si no desistes en este plan de salvación entonces debes morir”.

            Y, asimismo el Padre dice a su Hijo: “Muere como Hijo mío. Grita: ¡Viva el mundo! y muere como mi Hijo”.

            ¿Podemos despreciar el sagrado deber y negar a ese Hombre que murió sobre la cruz? ¿Podemos transitar egoístamente por nuestros propios caminos? No, no podemos hacerlo, porque cuando miramos hacia el Calvario encontramos el valor de un alma. Así que no me quejo nunca más. La sangre. El sudor. Las lágrimas. Todo el sacrificio. Hermano, es demasiado sencillo ¿verdad? Por un alma nuestro Salvador habría muerto.

            Quiero entregarme hoy otra vez a Él. ¿Y usted? El amor de Dios nos constriña. Ese es el secreto de todo. Y cuando el amor de Cristo está en mi corazón, es un fuego devorador. ¡No puedo contenerme! ¿Usted podría contener las cataratas del Niágara o hacer que el Sol deje de brillar? Es una fuerza irresistible. No podemos contenernos. Tenemos que predicar el mensaje, ¿no es así?

Sobre el autor: Vicepresidente de la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día para Norteamérica.