Más que un acontecimiento de la vida diaria, la oración es el medio que nos capacita para tener una relación viva con Dios, y para crecer en santidad.

Aunque nadie se salvará por orar, nadie se salvará a menos que ore. Más allá de todos los estudios bíblicos y de todos los sermones, la verdad es que recibimos la salvación gracias a la oración, a la súplica, ya que Cristo entra en nuestros corazones en respuesta a la oración (Luc. 11:9).

Hay cosas que otras personas pueden hacer por nosotros, pero hay otras que sólo nosotros podemos hacer en beneficio de nosotros mismos. Podemos emplear a alguien para que nos prepare los alimentos, o para que sea nuestro entrenador personal, pero no le podemos encargar a nadie que cuide nuestra salud.

Podemos contratar a alguien para que nos enseñe algo, pero finalmente tenemos que aprender por nosotros mismos; y lo mismo ocurre en esos aspectos de nuestra vida que tienen que ver con las cosas eternas.

El pastor necesita orar

Es una verdad evidente que el pastor que pretende vivir en relación con Dios y no ora como es debido no es sincero ni honesto, porque la oración es comunión con Dios. No podemos relacionarnos con alguien con quien no nos comunicamos. No debería sorprendernos, entonces, que los hombres y las mujeres de Dios de todas las generaciones han sido, sin excepción, gente de oración.

Puesto que es fácil de demostrar, se puede afirmar con toda seguridad que nuestra condición espiritual, en cualquier momento de nuestra vida, es un reflejo perfecto de nuestra vida de oración. Antes de que nazca un bebé, la sangre de la madre le proporciona oxígeno; pero, cuando nace, para sobrevivir tiene que respirar por sí mismo. La oración es el aliento del alma.

Un cristiano que goza de buena salud espiritual es siempre un cristiano que ora. Esto, de ser posible, se duplica en el caso del pastor. El ministro que ora cosechará los más ricos beneficios junto con su congregación. El pastor que no ora, tarde o temprano, tendrá que pagar un precio muy elevado.

El descuido de la oración personal sólo puede dar como resultado una decadencia espiritual personal. Es difícil notarlo al principio, pero pronto los síntomas serán inequívocos:

  1. La oración antes sincera y fervorosa, pronto se convierte en un conjunto de palabras vacías y en una mera formalidad.
  2. Los valores de los que descuidan la oración, inevitablemente, comienzan a apartarse de Cristo y a deslizarse hacia la vanidad de la era actual.
  3. Poco a poco comienzan a pensar, sentir y hablar cada vez menos acerca de Dios y de las cosas espirituales.
  4. Los momentos de comunión privada con Dios son cada vez menos frecuentes, hasta que al fin desparecen por completo
  5. Resistir al pecado es cada vez menos importante, hasta que sólo se lo hace cuando las consecuencias de no hacerlo podrían ser desastrosas.

Las iglesias que oran

La oración conlleva las más vastas consecuencias, y lo mismo se puede decir de la falta de ella. Si una iglesia parece estar muerta, entre todas las razones que se suelen dar, la causa subyacente es que la oración murió muy pronto en la historia de esa iglesia. Por lo tanto, si ha de haber reavivamiento, reforma y renovación, debe haber un reavivamiento de la oración. No se trata de que el acto de orar posea cualidades mágicas, sino que ciertamente es la manera por la que nosotros hablamos con Dios y él con nosotros.

Se suele decir que hay tres clases de iglesias:

  1. Hay iglesias en las que se realiza una oración de apertura, otra oración pastoral, otra por las ofrendas y una bendición final.
  2. Hay iglesias que tienen un departamento de Ministerios de la Oración.
  3. La tercera clase está constituida por iglesias vivas, donde todo lo que ocurre en cualquier aspecto de la vida de la iglesia se fundamenta en la oración.

En una ocasión, me tocó predicar en una iglesia en cuyo boletín aparecía la noticia de que, al terminar el culto, iba a haber una reunión de los “soldados de la oración”. Después de despedir a la congregación en la puerta, entré nuevamente para orar con ese grupo. Estaba constituido por el pastor, un adolescente y tres damas.

Cuando nos arrodillamos para orar, me pregunté dónde estaban los ancianos, los diáconos, las diaconisas y los demás dirigentes de la iglesia. He llegado a creer de todo corazón que los dirigentes de la iglesia deben ser hombres y mujeres de oración. ¿Cómo podemos ser, en verdad, dirigentes de la iglesia si no somos personas espirituales? ¿Cómo podemos ser dirigentes espirituales, si no somos hombres y mujeres de oración?

Estoy agradecido porque en cada iglesia hay hombres y mujeres que han respondido al llamado de Dios a la oración. Estoy agradecido por los “soldados de oración”; pero no debemos delegar la vida espiritual de la iglesia al departamento de los Ministerios de la Oración. Si hemos de ser sanos física, emocional y espiritualmente, no podemos esperar que los demás hagan por nosotros lo que podemos hacer por nosotros mismos; es decir, desarrollar nuestra propia vida espiritual.

Tiempo para orar

Un día, un colega y yo analizábamos el tema de la oración. Me contó que él y su esposa habían participado en un retiro para matrimonios. Uno de los propósitos del retiro consistía en animar a los esposos a comunicarse mutuamente. En cierto momento, se les pidió que escribieran notas a sus cónyuges. Me dijo que, en una de las notas que le escribió su esposa, estaba esta pregunta: “¿Cuándo oras tú?”

Estoy seguro de que lo que ella preguntaba no era si oraba en la iglesia, o con los chicos en el culto de familia o al pedir la bendición sobre los alimentos; lo que quería saber era cuándo dedicaba él tiempo para estar a solas con Dios en comunión.

– ¿Qué le contestaste? -le pregunté.

– Le dije que oro cuando camino y cuando manejo el auto -me contestó.

Y, mirándome a los ojos, añadió:

-Richard, no tengo tiempo de orar.

Nunca me he olvidado de sus palabras. La respuesta que le dio a su esposa causaba la impresión de que él oraba todo el tiempo, pero me estaba confesando que, en realidad, no estaba dedicando tiempo a Dios.

Aunque puede resultar inspirador, también asusta oír a alguien decir que se levanta a las cuatro de la mañana y que dedica dos horas seguidas a la oración. Podemos llegar a la conclusión de que, para ser algo o alguien, espiritualmente hablando, hay que levantarse de madrugada a orar y, si no se lo hace, en realidad la calidad de la vida espiritual es más bien baja.

Ser capaces de decir que tenemos una vida de devoción permanente debe ser la regla de oro de la vida cristiana. Aunque esto puede ser de inspiración para algunos, si se lo exhibe demasiado puede ser una fuente de desánimo para otros. Jesús aclaró muy bien que la vida de devoción no sólo debe ser privada, sino también secreta; no hay que exponerla ante los demás, como si fuera una condecoración al valor.

En realidad, hay mucha gente que no puede madrugar. Si usted no se puede levantar a las cuatro de la mañana, entonces dedique una buena cantidad y calidad de tiempo a estar en comunión con Dios cuando se levante, no importa a qué hora sea; y esto, “no para serviste de los hombres”, sino para sobrevivir espiritualmente. Comenzar el día, a la hora que sea, sin consagrar la vida al Señor fácilmente lo puede complicar a medida que el día avanza.

Aunque comí, me bañé y respiré ayer, mi bienestar físico -en realidad, mi misma existencia- requiere que haga lo mismo cada día. Y eso también ocurre con nuestra vida espiritual.

Aunque es esencial que dediquemos cada día a Dios una cantidad especial de tiempo, la vida de devoción fácilmente se puede convertir en una rutina que no sólo pierde significado, sino también, incluso, se puede desconectar del resto de nuestra vida.

Un estilo de vida

Hace un tiempo, descubrí que un amigo mío había comprendido que ya no amaba más a su esposa. Al parecer, se había entusiasmado con otra dama. El hecho intrigante era que este hombre era sumamente espiritual; incluso se levantaba muy temprano para orar con un grupo, antes de comenzar las tareas del día.

Cuando me enteré de lo que estaba sucediendo, no pude evitar preguntarme cómo podía ser que alguien fuera capaz de levantarse de madrugada para orar a Dios y, al mismo tiempo, ver con impavidez que su relación con su esposa se estaba viniendo abajo, y albergar sentimientos hacia otra mujer, aunque sólo fuera en la mente.

Me di cuenta de que esto puede suceder cuando dividimos nuestra vida espiritual en compartimentos estancos. La oración nunca ha sido un fin en sí misma, o un acontecimiento más en nuestras vidas diarias: es el medio para alcanzar un fin, a saber, capacitamos para mantener una relación viva con Dios y para vivir, así, vidas santas.

En el siglo XVII, un francés que se llamaba Nicholas Germain de Lorraine había sido soldado en sus años juveniles. Después, se convirtió en monje. Lo conocemos como el hermano Lorenzo. Su gran contribución a las vidas de miles de personas a lo largo de los años ha consistido en inspirar a los cristianos a vivir permanentemente en la presencia de Dios. Para el hermano Lorenzo, los tiempos que dedicaba a la oración no diferían mucho de los de otros creyentes; la diferencia estaba en que, para él, la oración significaba un estilo de vida.

La oración y la vida

Se han realizado encuestas para preguntar a la gente si oraba o no. Los resultados animan y desaniman, a la vez. Aunque la mayoría de los enfiestados reconoció que oraba, incluso cada día, la oración no producía resultados positivos en sus vidas.

Mucha gente divide sus vidas en dos compartimentos. Tienen lo que consideran su vida espiritual y, separada de ella, una vida secular.

Una vida verdaderamente espiritual no sólo comienza el día con Dios, sino también camina con él todo el día. La vida de devoción de un verdadero cristiano es su mismo estilo de vida: una demostración práctica del texto que dice: “En él vivimos, y nos movemos, y somos” (Hech. 17:28).

Muchos han dado testimonio del hecho de que se pueden derivar muchas bendiciones por medio del ayuno, la oración de toda la noche, o dedicando a la oración dos horas cada madrugada. Pero, de todos modos, es perfectamente posible que alguien haga todo eso sin que su corazón esté realmente en ello. Las Escrituras nos advierten que puede haber una apariencia de piedad desprovista de su poder (2 Tim. 3:5).

La prueba definitiva de la oración eficaz es la transformación de la vida. Jesús lo dijo de otra manera: “Por sus frutos los conoceréis” (Mat. 7:20). Como ministros del evangelio, no basta que seamos hombres y mujeres de oración; debemos ser hombres y mujeres que viven al impulso de la oración.

Sobre el autor: Director del Ministerio de la Salud, de la Asociación de Florida, Estados Unidos.