“Cuando observo el campo sin arar, me pregunto ¿dónde estarán las manos de Dios?

“Cuando observo la injusticia, la corrupción, al que explota al débil; cuando veo al prepotente pedante enriquecerse del ignorante y del pobre, del obrero y del campesino carente de recursos para defender sus derechos; me pregunto ¿dónde estarán las manos de Dios?

“Cuando contemplo a esta anciana olvidada, me pregunto ¿dónde estarán las manos de Dios?

“Cuando veo al moribundo en su agonía llena de dolor, me pregunto: ¿dónde estarán las manos de Dios?

“Cuando miro a ese joven antes fuerte y decidido, ahora embrutecido por la droga y el alcohol; cuando veo titubeante lo que antes era una inteligencia brillante y ahora es harapos sin rumbo ni destino; me pregunto: ¿dónde estarán las manos de Dios?

“Cuando aquel pequeño a las tres de la madrugada me ofrece su periódico, su miserable cajita de dulces sin vender; cuando lo veo dormir en la puerta de un zaguán titiritando de frío, con unos cuantos periódicos que cubren su frágil cuerpecito; cuando su mirada me reclama una caricia; cuando lo veo sin esperanzas vagar con la única compañía de un perro callejero; me pregunto: ¿dónde estarán las manos de Dios?

“Y me enfrento a él y le pregunto: ¿dónde están tus manos, Señor, para luchar por la justicia, para dar una caricia, un consuelo al abandonado, rescatar a la juventud de las drogas, dar amor y ternura a los olvidados?

“Después de un largo silencio escuché su voz que me reclamó: ‘¿No te das cuenta de que tú eres mis manos? Atrévete a usarlas para lo que fueron hechas, para dar amor y alcanzar estrellas’ ”.

Mis manos; es decir mi vida al servicio de Dios, de la iglesia, de la comunidad, del niño, del joven, de la familia, de los que están solos, de los enfermos, del prójimo, de todos. Mi prójimo… pero ¿quién es mi prójimo?

Jesús ilustra su enseñanza en el capítulo 10 de Lucas con una historia real que acababa de ocurrir. No se trataba de un relato imaginario. Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó y tenía que pasar por una región desierta, atravesando también una hondonada despoblada y peñascosa. Allí fue atacado por un ladrón, despojado de todo elemento de valor, herido y abandonado casi muerto.

En estas circunstancias apareció un sacerdote, quien apenas le dirigió una mirada al herido. La ley sacerdotal indicaba que, si alguien tocaba un cuerpo muerto, no podía actuar por un tiempo en sus ceremonias religiosas. Prefirió las ceremonias antes que prestar ayuda al necesitado.

Poco después paso un levita. También sabía lo que tenía que hacer, él mismo lo enseñaba. Tenía grabado en el cuero atado a su muñeca o al cuello el principio de amar a Dios y al prójimo, pero no lo tenía interiorizado en su corazón y en su experiencia. Actuó con picardía y cobardía, cuidó su persona y eludió al necesitado.

Felizmente, pasó también un samaritano, el más despreciable de aquella comunidad. Se compadeció de él aun cuando era judío. Entre sí no se hablaban y, si hubiera sido al revés, le habría escupido en la cara y seguido de largo con desprecio. Tampoco evaluó si era un extraño y los peligros propios que corría. Puso a disposición del necesitado su tiempo, sus talentos de improvisados primeros auxilios y sus recursos. Lo cubrió con sus vestiduras, usó para curar y refrescar al herido la porción de aceite y vino que llevaba para el viaje, puso su transporte de tracción a sangre como ambulancia, lo acompañó en su difícil viaje. Lo ubicó en un hotel, le pagó la noche y dejó un depósito a cuenta. Además, hizo provisión para lo adicional: si por atenderlo gastaban más, él lo cubriría a su regreso.

¿Quién es el prójimo? Hasta el maestro de la lo entendió. No quiso ni siquiera mencionar el nombre, pero tuvo que decir que el PRÓJIMO fue el que hizo misericordia. Por lo general, pensamos que prójimo es el otro, pero la Biblia enseña que yo soy el prójimo, el que está más cerca del otro.

Así, la pregunta ¿quién es mi prójimo? está para siempre contestada. Nosotros somos el prójimo de todo aquel que está cerca o lejos, pero que necesita de mi proximidad. Esta es la esencia nuestro ministerio. Pretendemos estar al servicio del prójimo, amarlo a él y a Dios, motivados por el mandato bíblico. Vivamos amando, sirviendo, llevando esperanza y salvación, agradecidos por el inmenso privilegio de ser las manos de Dios.

Sobre el autor: Secretario ministerial de la División Sudamericana.