Aun cuando tenga fuego y leña, esta cuestión permanece atormentando su púlpito y asombrando su alma de predicador

El pastor debió haberlo mencionado, pero no lo recuerdo. Ni puedo imaginar que no esté presente en cualquier sermón, mucho menos que estuviera ausente en ese. Lo que recuerdo vívidamente acerca de ese culto de mi infancia, en ese distante sábado, es el estilo dramático con que el joven pastor de mi iglesia en Dallas erguía sus manos, aferrando un cuchillo, y exclamaba: “Abraham, Abraham […]. No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único” (Gén. 22:11, 12). Entonces, el pastor recitó el acostumbrado “Jehová yiré” [El Señor proveerá], enfatizando que, en nuestras necesidades, Dios siempre estará presente y a tiempo.

Hoy, me acuerdo de ese sermón tan vívidamente como el día en que lo escuché por primera vez, hace más de cuatro décadas. Aun cuando me satisfizo en aquella época, en mi reflexión actual, faltó algo, o por lo menos algo especial no ocupó el palco central. Recuerdo a Isaac, la ofrenda planificada, al igual que el camero preso entre los arbustos, la ofrenda preparada. Pero no recuerdo a Jesucristo, la Ofrenda profética. Tal como leo ahora la historia de Génesis 22, el centro de la narración acerca de Abraham e Isaac no está solo en que Dios satisfará nuestras necesidades materiales, por más verdadero que eso sea, sino que nos provee un Cordero -desde antes de la fundación del mundo-: Cristo, nuestro Señor.

Elena de White termina esta narración emocionante aplicándola al “misterio de la redención” y “las medidas admirables que había tomado Dios para salvar al hombre”.[1]

Una pregunta antigua

Cargando en sus hombros la leña para el altar, Isaac vio en las manos de su padre un cuchillo y material para el fuego, aunque no vio ningún animal ni imaginó la parte crucial prevista para él mismo en ese ritual. Entonces, habló tiernamente, como si quisiera recordar al desatento padre lo que había olvidado: “Padre mío. […] He aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el cordero para el holocausto?” (Gén. 22:7).

Esta es una pregunta incisiva, válida también para el púlpito. En verdad, es una espina en nuestra predicación hoy. Su sermón puede tener fuego, y eso es loable. ¿Qué sería de la predicación sin el “sentimiento” y el “envolvimiento emocional” del predicador? ¿Dónde quedaría la predicación sin la calurosa receptividad, la participación y la respuesta de la audiencia, y su interacción con el predicador? Si tiene fuego, no lo apague. Hay un sentido en el que “la ciencia de la salvación no puede ser explicada; pero puede ser conocida por experiencia”.[2] Y, además: “El fervor y la energía son cualidades esenciales en la presentación bíblica, del evangelio, que es poder de Dios para salvación”.[3] “¿No demostraremos que tenemos algo de entusiasmo en su servicio?”[4] Entonces, mantenga el fuego encendido.

Quiero creer que también tiene madera, pues eso también es vital: es la viga resistente del pensamiento, el raciocinio y el conocimiento. Cuando Dwight Moody predicaba en Inglaterra, una mujer le dijo sarcásticamente:

-Señor Moody, puede actuar sin su erudición.

A lo que Moody respondió:

-Sí, señora. Y sin su ignorancia también.

Elena de White nos aconseja que nos convirtamos en “cristianos inteligentes”[5] y que tengamos una “fe inteligente”.[6] Nos dice que el servicio a Dios necesita “piedad inteligente”[7] y que es mejor glorificado por “los que lo sirven con inteligencia”.[8]

Estoy convencido de que debemos evitar hablar en términos incomprensibles para el pueblo, pues Cristo dijo: “Alimenta mis ovejas”. Pero ese es solo un aspecto de nuestro desafío. La naturaleza de la condición humana parece enfrentamos ante los dos lados de un asunto. Así, vamos a hablar acerca de la “predicación inteligente”. ¿Tiene madera? Si posee la madera de la inteligencia convertida, por todos los medios alísela, cúrela, presérvela y construya sobre ella.

Además de esto, aun cuando pueda tener fuego y madera, una cuestión permanece atormentando y aguijoneando su púlpito, asombrando su alma de predicador: “¿Dónde está el cordero?” ¿Qué lugar ocupa Jesucristo en su predicación? De acuerdo con algunos teólogos y eruditos de la Homilética, el modelo ideal fue establecido por el mismo Dios, el Predicador del “primer sermón”, conforme al relato de Génesis 3:15. Hablándole directamente a Satanás transformado en serpiente, declaró: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar”.

Esta invectiva contra Satanás contiene, en su esencia, la promesa de la salvación. Es la primera proclamación del evangelio. Y, para nuestros primeros padres y su descendencia, la promesa de la “simiente”, o “descendencia” de la mujer, que terminaría en el sacrificio de nuestro Señor en el Calvario.

Una palabra clave que durante décadas ha sido mencionada en los círculos teológicos es kerigma (proclamación). Nos recuerda la proclamación del mensaje central de las Escrituras por un heraldo, o mensajero. Alguien ha sugerido que, si programáramos una computadora para resumir el mensaje que como hebra de oro está a lo largo de la Biblia, esa computadora nos mostraría la proclamación del evangelio. Martin Kahler, teólogo alemán, que tenía mucho que decir acerca de Cristo y el kerigma, entendía que “el kerigma sin Jesús es un vacío verbal, y Jesús sin el kerigma es una consonante muda sin significado”.[9]

¿Cómo suena el kerigma? ¿De qué manera es expresado? Entre las antiguas expresiones populares del contenido kerigmático de las Escrituras, está la siguiente, mencionada por Archibald Hunter: “Las promesas de Dios hechas a su pueblo en el Antiguo Testamento están ahora cumplidas. El Mesías, largamente esperado, ya vino, nacido del linaje de David. Es Jesús de Nazaret, que vino a hacer el bien y a realizar hechos milagrosos por el poder de Dios; fue crucificado de acuerdo con el propósito divino; resucitó de la muerte y fue exaltado a la diestra del Padre. Regresará en gloria, para juzgar. Por lo tanto, todos los que escuchen este mensaje, arrepiéntanse y sean bautizados para perdón de sus pecados”.[10]

Incomprensiblemente, algunos predicadores, inclinados a ser más doctrinarios en la interpretación bíblica, parecen querer expandir la declaración evangélica resumida por Hunter, para incluir en ella más de sus creencias fundamentales particulares. En todo caso, nuestro punto aquí es que el tema del kerigma, independientemente de cualquier tendencia doctrinal particular, es Jesucristo como la única esperanza de salvación.

Respuesta histórica

En nuestra historia denominacional, probablemente hoy, no menos que antiguamente, tengamos algunos problemas con la predicación y la enseñanza cristocéntricas. Vuelva a 1888, y encontrará una brecha entre los conceptos de justificación por la fe en Cristo y la justificación por la fidelidad a la ley, confianza en Jesús y confianza en la obediencia. Debe recordar los acalorados debates que ocurrieron, llevando a Elena de White a comentar que si Cristo hubiera aparecido en ese escenario, habría sido crucificado nuevamente.[11]

Por otro lado, ella permaneció firme, apelando a la centralidad de Cristo en el púlpito y en la vida práctica de los creyentes: “La fe en Cristo como la única esperanza del pecador ha sido grandemente descuidada, no solo en los sermones presentados, sino también en la experiencia religiosa de muchos que afirman creer en el mensaje del tercer ángel”.[12] En consecuencia, gran parte de la predicación de ese tiempo estaba desprovista de Cristo. Posteriormente, ella lanzó el siguiente imperativo: “Dejemos que la ley se cuide por sí misma. Nos hemos espaciado en la ley hasta quedamos tan secos como los montes de Gilboa. […] Confiemos en los méritos de Cristo. […] Que Dios nos ayude a que nuestros ojos sean ungidos con colirio, para poder ver”.[13]

En su artículo titulado “Cristo, el centro del mensaje”, que le valió muchas críticas, ella escribió:

“El mensaje del tercer ángel demanda la presentación del día de reposo del cuarto Mandamiento, y esta verdad debe ser presentada delante del mundo. Sin embargo, el gran centro de atracción, Jesucristo, no debe ser dejado fuera del mensaje del tercer ángel. Muchos que se han ocupado en la obra para este tiempo han dejado a Cristo en segundo plano, y han dado el primer lugar a teorías y argumentos. No se ha hecho resaltar la gloria de Dios que fue revelada a Moisés en cuanto al carácter divino […].

“Pareciera que hubiese habido un velo delante de los ojos de muchos que han trabajado en la causa, de modo que, al presentar la ley, revelaban que no habían visto a Jesús, y no proclamaron el hecho de que, cuando abundó el pecado, sobreabundó la gracia. Es en la Cruz donde la misericordia y la verdad se encuentran, donde la justicia y la paz se besan. El pecador siempre debe mirar hacia el Calvario, y con la sencilla fe de un niñito debe descansar en los méritos de Cristo, aceptando su justicia y creyendo en su misericordia”.[14]

Otro comentario inspirado hace una interpretación alegórica homilética de las ofrendas de Caín y Abel: “Muchos de nuestros predicadores se han contentado con hacer meramente sermones, presentando temas de una manera argumentativa, haciendo escasa mención del poder salvador del Redentor. Su testimonio estaba desprovisto de la sangre salvadora de Cristo. Su ofrenda se parecía a la de Caín. Este trajo al Señor los frutos de la tierra, que en si mismos eran aceptables a Dios. Los frutos eran muy buenos; pero faltaba la virtud de la ofrenda de la sangre del cordero inmolado, que representaba la sangre de Cristo. Así sucede con los sermones sin Cristo. No producen contrición de corazón en los hombres, ni los inducen a preguntar: ¿Qué debo hacer para ser salvo?”[15]

Algunos historiadores ven cierto vínculo entre la decidida postura de la Sra. de White acerca de la predicación y de la enseñanza cristocéntricas, y el hecho de que haya sido enviada a Australia en 1891. Al aceptar esa designación misionera, admitió no haber recibido ninguna señal de Dios en este asunto, pero fue a Australia, confiando en él y conforme a su propósito de cooperar con el liderazgo de la iglesia. En 1892, su libro El camino a Cristo fue publicado por F. H. Revell Company, y no por la editora que anteriormente publicaba sus obras.

Aun cuando nuestra iglesia haya progresado últimamente en la centralidad de la justificación por la fe, todavía existen batallas en algunos frentes.

Respuesta moderna

Actualmente, muchas de nuestras iglesias adoptan la práctica litúrgica de que la congregación recite una “profesión de fe”. He sido testigo de que, en muchos lugares, tal procedimiento es limitado a la recitación oral del cuarto Mandamiento. Aun cuando el tiempo sea escaso, lo que no permitiría una repetición de todas nuestras creencias fundamentales, ¿por qué no repetir: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16)? ¿O: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hech. 4:12).

Indiscutiblemente, la observancia del sábado es fundamental en nuestras creencias, y será la “piedra de toque” que demarcará la división entre los adoradores del verdadero Dios y los adoradores de la bestia. Pero, limitar su profesión de fe a la recitación del cuarto Mandamiento puede suscitar el problema de a quién (o qué) se ve como Salvador: ¿Cristo o el sábado? Jesús ansia ocupar el centro de nuestro culto y de nuestra predicación.

¿Qué significa predicar a Cristo? Ciertamente, es infinitamente más que solo pronunciar su nombre, llevándolo superficialmente en la punta de la lengua, o vincularlo arbitrariamente a alguna convicción personal. Un ejemplo extremo de predicar a Cristo y aplicarlo erróneamente es la declaración que escuché recientemente de un pastor a quien se le preguntó: “¿Por qué no podemos ir al cine, ni usar joyas ni pinturas?” Fue simple y directo: “Porque Cristo lo enseñó así, y es todo lo que necesitamos saber”. No argumentó ni presentó ningún “razonamiento lógico”, ningún convencimiento. Solo un pronunciamiento autoritario.

Predicar a Cristo es algo más profundo que la conveniente mención de su nombre para enmascarar la insuficiencia del predicador en su intento por persuadir a los oyentes o su incapacidad para interpretar responsablemente la Biblia. En ese caso, no pasa de usar el púlpito para lanzar amenazas y advertencias. Frecuentemente, pienso que tú y yo, como predicadores de los mensajes angélicos, deberíamos beneficiamos de lo que llamo “teologizar a partir de la nada”; comenzando de cero, sin nada que decir, a no ser Jesucristo, y entonces trabajar a partir de él y agregar solo lo que es absolutamente indispensable para una relación salvadora con nuestro Señor en el contexto de nuestro tiempo.

Empeñarnos en esta clase de reflexión teológica puede probar ser no solo restaurador, sino también ayudamos a descubrir lo que es auténticamente cristiano y lo que puede ser exceso de equipaje en nuestra predicación. Con esto, los estoy desafiando a salir de nuestro tradicional abordaje de confrontar a quienes queremos convertir, e incluso a nosotros mismos, con lo “que tenemos que creer”, o con una constelación de lo que “se debe hacer y lo que no”, para comenzar con el “Cristo en quien creer, una relación de salvación con Dios”. Sí, descubrimos una manera por la que se puede predicar el estilo de vida cristiano sin usar descuidadamente su nombre.

La experiencia de John Killinger, mi ex colega de Homilética en la Vanderbilt Divinity School, puede ayudamos. Después de servir por más de una década como profesor en el Seminario, resolvió asumir el pastorado de iglesias. Después de liderar varias congregaciones, describió a una de ellas en los siguientes términos: “Nunca en su vida los miembros se dejaron confrontar por el Espíritu de Cristo, con el propósito de escoger entre darle su corazón o pasar el resto de su vida centrados en sus objetivos y deseos egoístas. La temperatura espiritual de la congregación había sido conservada de manera deliberada un poco más arriba del nivel de congelamiento, lo suficientemente fría como para retardar la putrefacción, pero con la necesaria tibieza para sugerir que la religión estaba por convertirse en algo caliente en su vida. Incluso los que habían experimentado un encuentro con Jesús e iniciado su jomada cristiana con algún entusiasmo, generalmente perdían el ardor en ese clima frío y húmedo”.[16]

¿Cuál fue la solución encontrada por Killinger? En sus palabras:

“Terminé comprendiendo que todo sermón que predicara debía ser cristocéntrico y dirigido a la conversión de las personas. No dejaría de predicar acerca de la oración, la vida devocional o las necesidades sociales, pero dirigiría todo sermón de manera que los oyentes fueran compelí- dos, antes que cualquier otra cosa, a Cristo. Un sermón acerca de la oración sería titulado ‘El llamado de Cristo a la oración’. Al hablar acerca de la vida transformada, el sermón tendría como título ‘El poder transformador de Cristo’. El hecho es que algo sucedió en mí y en mi congregación. Comenzamos a sentir una presencia extra en nuestro culto y nuestras relaciones. Esa Presencia era casi tangible”.[17]

Cuando pienso en esa experiencia, hago una comparación entre Killinger y aquellos de entre nosotros que ejercemos el pastorado, ya sea en el seminario o en la congregación. Concluyo que muchos de nosotros afirmamos tener la última palabra acerca de todo, mientras que el pueblo que nos oye espera conocer lo básico acerca de Jesucristo.

No es sorprendente, entonces, que el apóstol Pablo haya dicho a los corintios: “Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor” (2 Cor. 4:5), y “nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura” (1 Cor. 1:23). Charles Spurgeon decía con frecuencia a sus estudiantes: “Donde sea que se encuentre en su sermón, desvíe lo más rápido posible hacia el Calvario”. A Karl Barth se le pidió que resumiera medio siglo de su vasta reflexión teológica, y sin dudar respondió: “Jesús me ama, esto sé, porque la Biblia dice así”.

James Stewart, famoso predicador escocés, acostumbraba decir: “Predica a Cristo hoy y siempre, presentando el desafío de su invitación imperial. Algunos se asustarán, otros se ofenderán, y otros se inclinarán en pleitesía ante sus pies”. Sí, Cristo es la respuesta.

¿Dónde está el Cordero? Dios proveerá el Cordero muerto, ofrecido por nuestros pecados, desde la fundación del mundo.

¿Dónde está el Cordero? Puedo imaginar a un camero preso en los apuntes manuscritos de la preparación de su sermón, señalando al eterno Cordero de Dios. “Y llamó Abraham el nombre de aquel lugar, Jehová proveerá. Por tanto se dice hoy: En el monte de Jehová será provisto” (Gén. 22:14). Sí, Dios proveyó un Cordero en el monte Moriah y también en el monte Calvario. Hoy, del monte de nuestros púlpitos, en todo y cualquier lugar donde estén construidos, desde cualquier lugar en que la Palabra sea predicada, irgamos al Cordero y dejemos que él sea visto.

Sobre el autor: profesor de Homilético en el Oakwood College, Estados Unidos.


Referencias

[1] Elena G. de White, Patriarcas y profetas, p. 151.

[2] El Deseado de todas las gentes, p. 458.

[3] Mensajes selectos, t. 2, p. 68.

[4] Consejos para los maestros, p. 357.

[5] Ibid., p. 490.

[6] Obreros evangélicos, p. 170.

[7] Mensajes para los jóvenes, p. 39.

[8] El evangelismo, p. 348.

[9] Carl E. Braaten, New Directions in Theology Today (Westminster Press, 1966), t. 2, p. 62.

[10] Archibald Hunter, Introducing the New Testament (Westminster Press), p. 30.

[11] Elena G. de White, Special Testimonies, serie A, N° 6, pp. 19, 20.

[12] Manuscrito 24,1888 (Washington DC: E. G. Estate, 1988), 1.1, pp. 203-229; Review and Herald (4 de septiembre de 1888).

[13] Manuscript 10, 6 de febrero de 1890.

[14] Mensajes selectos, 1.1, pp. 449, 450.

[15] Obreros evangélicos, p. 164.

[16] John Killinger, “What it means to preach Christ”, sermón presentado en la Escuela de Pastores Bautistas, Universidad de Richmond, Virginia, 10 de julio de 1985.

[17] Ibíd.