Todavía estaba vivo cuando em tocó pasar junto a él. Entonces oí detrás de mí al mismo hombre de antes que volvía a preguntar: “¿Dónde está Dios en este momento?”

Elie Wiesel fue uno de los tantos hebreos arrancados de su tierra y llevados a Auschwitz. A diferencia de la mayoría, sobrevivió al infierno y legó a la humanidad una inquietante y asombrosa crónica del horror. En uno de sus libros (Night, pág. 59), describe uno de los tantos encuentros cercanos que tuvo con el padecimiento extremo, esta vez, ajeno:

“Uno de los niños del campo de concentración fue declarado sospechoso de colaborar en un sabotaje y condenado a muerte juntamente con dos adultos. Cuando llegó la hora de la ejecución, todos los ojos estaban puestos en el muchachito. Se lo veía pálido y sereno, aunque se mordía los labios. Los tres fueron sentados en el patíbulo y se colocaron sobre sus cuellos las sogas. “¡Viva la libertad!”, gritaron los dos hombres, pero el niño permaneció en silencio. “¿Dónde está Dios ahora?”, preguntó alguien a mis espaldas. A la señal del comandante del campo de concentración, el verdugo accionó el mecanismo y las tres víctimas quedaron suspendidas. Todos llorábamos en silencio ante aquella escena. Cuando por fin se nos ordenó volver a nuestras barracas, los dos adultos ya habían muerto, pero la tercera soga todavía se movía; el niño era tan liviano, que su peso no alcanzaba a poner fin a su vida… Y allí estaba, debatiéndose entre la vida y la muerte durante más de media hora, muriendo lenta y dolorosamente ante nuestros ojos. Todavía estaba vivo cuando me tocó pasar junto a él. Entonces oí detrás de mí al mismo hombre de antes que volvía a preguntar: “¿Dónde está Dios en este momento?”[1]

Alguien dijo cierta vez que la pregunta acerca del sufrimiento es la pregunta teológica por excelencia; algo así como la prueba de fuego o la piedra de toque de la religión; que todo lo demás es mera charla. Tal vez se trate de una exageración, pero lo cierto es que las tragedias humanas, la perplejidad que experimenta el hombre ante ellas y sus denodados esfuerzos por encontrarle un sentido, por articular esos datos inevitables de la existencia, han sido temas privilegiados de la reflexión humana desde los albores del tiempo.

El tema del sufrimiento, pertinente de por sí, es relevante para cada uno en mayor o menor medida de acuerdo al grado de dolor que haya experimentado en carne propia y al grado de simpatía (del griego sun: con; pathos: experiencia, sentimiento, emoción, etc. = participar del estado de ánimo de otro por haber tenido la misma experiencia que él, por una disposición especial del espíritu o por la grandeza de éste), de percepción del otro, de sensibilidad para con el dolor ajeno.

La pregunta acerca del sufrimiento no es menos urgente o incisiva para el creyente, toda vez que, en la práctica, la trage­dia suele ser el punto de inflexión en torno al cual la fe, se acrecienta o desaparece.

Las reglas del juego

Antes de adentrarnos en el tema del sufrimiento desde una perspectiva predominantemente teológica, sería prudente establecer, como punto de partida, algunas presuposiciones básicas:

1. Al preguntarnos dónde está Dios cuando la gente sufre, no nos estamos interrogando acerca del sufrimiento autoinfligido, aquello que es producto de nuestros yerros o del mal uso o abuso de la libertad relativa con la cual articulamos nuestra existencia; no estamos pensando en caprichos, locuras e irreflexiones, sino en el dolor inexplicable, fortuito, de origen impersonal, y en el provocado exclusivamente por terceros, sin que medie el concurso causativo del sufriente.

2. Por otra parte, cuando nos preguntamos por qué sufren los “inocentes” o los “buenos”, no estamos pensando en términos de impecabilidad teológica (Rom. 6:23), en ausencia de pulsiones o tendencias hacia el mal (a pesar de las cuales los malos no siempre sufren), sino en personas que carecen de responsabilidad por sus tragedias, en los menos “malos” de entre los “malos”, si se quiere.

3. Tampoco aceptaremos la premisa según la cual el ser humano merece, en virtud de su maldad inherente, sufrir todo cuanto pueda ocurrirle, y carece, por la misma razón, del derecho a pretender respuestas o encontrarle sentido al sufrimiento personal.

Omnipotente o bueno

La pregunta acerca del sufrimiento humano es milenaria y se halla estancada dentro de los estrechos límites de un dilema: si Dios existe, o es omnipotente o es bueno; pero no puede ser ambas cosas. Si fuera omnipotente, podría impedir el desarrollo del mal y el sufrimiento resultante; pero como el mal y el sufrimiento siguen existiendo, eso es evidencia de que o bien Dios quiere pero no puede (es bueno pero no omnipotente), o puede pero no quiere (es omnipotente pero no bueno).

Uno de los trillados atajos para escapar de esa antinomia consistió en acentuar desmesuradamente la soberanía de Dios y la inescrutabilidad de sus presuntos designios; en definitiva, una manera de optar por su omnipotencia en detrimento de su bondad.

La Biblia registra numerosos testimonios de esta opción. Mil quinientos años antes de Cristo, los “amigos” del sufriente Job insistieron en la teoría de la doble retribución inmediata de origen divino para explicar su situación. En resumen: el sufrimiento es evidencia, indicio, sinónimo de culpabilidad humana, así como el éxito lo es del favor divino. Dicho en pocas palabras, su veredicto acerca de Job fue: “Algo habrá hecho”, “por algo será”.

Mil quinientos años después, los discípulos de Jesús trataron de explicar la ceguera congénita de un hombre en base a las mismas presuposiciones y usando una dialéctica que parece una variante semítica de la doctrina reencarnacionista del karma: lo que se padece sin causa aparente es un castigo resultante de faltas cometidas por los ancestros; pero, al fin y al cabo, faltas cometidas (véase Juan 9:1-9).

La actitud de los discípulos no era sino un reflejo de la respuesta que el judaísmo tradicional venía dando desde hacía siglos al problema del dolor.

En la primera centuria de nuestra era, los rabinos no tenían inconvenientes para explicar el sufrimiento, cuando menos el de sus compatriotas. Si alguien padecía, era por una de dos razones: (l) Se trataba de una persona tan injusta, que la eternidad no bastaría para castigar su maldad, en cuyo caso Dios comenzaba a ajustar cuentas con ella en esta vida. (2) Si no había constancia de que el sufriente estuviera siendo casti­gado por Dios, su sufrimiento era un ajuste temporario de cuentas mediante el cual Dios pretendía hacer el balance entre el debe y el haber. Después de purgar alguna que otra culpa de su legajo pasado, la suerte cambiaría y Dios comenzaría a recompensar los méritos atesorados. Por otra parte, si a alguien le sonreía demasiado la vida, era por alguna de las siguientes razones: (1) Esa persona tenía una vida tan impecable, que la eternidad no sería suficiente para disfrutar de su merecido premio, el cual comenzaba a derramarse sobre ella en el presente. (2) Si la persona era ostensiblemente perversa, su buena suerte era un pequeño o transitorio saldo a favor que el cielo le adeudaba por alguna buena acción y que le entregaba aquí y ahora. Tiempo al tiempo, ya empezarían a lloverle las desgracias.[2]

Hermenéutica y sufrimiento

El Antiguo Testamento contiene numerosas voces de creyentes devotos que atribuían toda clase de desgracias a la acción directa y soberana de un Dios omnímodo: esterilidad (Gén. 16:2; 30:2; 1 Sam. 1:5); influencias negativas (1 Sam. 16:14); instigación de acciones condenables (2 Sam. 24:1; Eze. 20:25, 26); desastres naturales, accidentes, enfermedades, muertes de familiares y seres queridos (Rut 1:13, 20, 21; Job 1:21; etc.); homicidios y actos de traición (Juec. 4:6-23); crueles guerras de conquista (Hab. 1:6; Jer. 25:7-9); justificación de cualquier medio con tal de alcanzar un fin determinado (Gén. 43:5, 7, 8); véase además Job 2:10: 5:17, 18; etc.[3]

Una lectura indiscriminadamente literalista de esos pasajes representa un horizonte interpretativo distorsionante que hace ver castigos divinos donde sólo existen anuncios de consecuencias naturales y proyecciones futuras de circunstancias pretéritas o presentes (por ejemplo: Gén. 2:17; 3:16-19 [las consecuencias mediatas del pecado de Adán y Eva], compárese con Gén. 5:5; Gén. 6:3 [acortamiento del promedio de vida como consecuencia de los efectos degenerativos del mal sobre la fisiología humana]; etc.), o simplemente una perspectiva teológica y teocéntrica de la experiencia humana como historia de la salvación.

Uno de los tantos ejemplos que podrían citarse de interpretación viciada de las Escrituras fue lo ocurrido a mediados del siglo XIX en Inglaterra, cuando el médico e investigador James Simpson aplicó por primera vez anestesia a las parturientas. A pesar de su logro, muchos lo acusaron de contrariar la voluntad divina expresada en la sentencia bíblica: “Con dolor darás a luz los hijos” (Gén. 3:16). Los casos semejantes podrían multiplicarse por mil.

De acuerdo con esa perspectiva, todo sufrimiento, toda tragedia, es provocada o permitida por Dios, obedece a su voluntad directa y tiene un propósito (punitivo, terapéutico o pedagógico) muchas veces inescrutable, al menos a corto plazo.

“Un enemigo ha hecho esto”

El principal problema de esta posición es que atribuye al Bien lo que no puede ser otra cosa que consecuencia del Mal.  De acuerdo con la perspectiva bíblica, Dios creó todas las cosas perfectas y moralmente libres en el caso de los seres humanos (Gén. 1:31). El mal y sus nefastas consecuencias (el sufrimiento y la muerte) no serían, pues, designios divinos, sino consecuencias, frutos de la actuación del Mal como principio universal y como actitud voluntaria y profundamente enraizada en el corazón humano (véase Sant. 1:13-17; 4:1; Apoc. 12:7-9; Eze. 28:13-15; Juan 8:44; etc.).

La “blasfemia contra el Espíritu Santo” es definida en las Escrituras precisamente como el hecho de atribuir al Bien lo que proviene del Mal, y viceversa (Mat. 12:22-37; Sant. 1:13-17).

Cada vez que presenciemos el sufrimiento, que es fruto del Mal, haremos bien en recordar las palabras de Jesús: “Un enemigo ha hecho esto” (Mat. 13:28).

Todo, nada, siempre, nunca

Uno de los grandes riesgos del literalismo extremo consiste en perder de vista elementos intrínsecos de los textos bíblicos (diferencia entre contenido y continente: elementos contextúales, culturales, ideológicos, lingüísticos que operan en cierta medida como ruido de fondo en toda comunicación conceptual; datos contextúales que permiten descubrir el sentido del mensaje y aplicarlo de manera pertinente a situaciones distintas de las originales; etc.). En ese sentido, y respecto del tema que venimos discutiendo, muchas personas interpretan pasajes como Romanos 8:28 [“a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien”] adjudicando un valor intrínsecamente positivo y salvífico a todos y cada uno de los padecimientos experimentados por una persona o comunidad[4], independientemente del sesgo moral de los acontecimientos (actos de violencia, injusticias, crímenes sexuales, suicidios, negligencias homicidas, etc.). Si todas las cosas benefician a los que las padecen (versión religiosa del aforismo “no hay mal que por bien no venga”), no hay por qué quejarse ni por qué preguntarse acerca del sentido ni, incluso, para qué hacer partícipes a las fuerzas legales que custodian el orden (¿cómo enjuiciar y condenar lo que la Providencia ha usado para el bien?).[5]

Me gusta entender Romanos 8:28 a la luz del relato contenido en Daniel 3: tres jóvenes hebreos cautivos desafiaron una orden idolátrica del rey babilonio Nabucodonosor y fueron condenados a morir abrasados dentro de un homo ardiente, pero el fuego no los quemó. “Entonces el rey Nabucodonosor se espantó… y dijo a los de su consejo: … ‘¿No echaron a tres varones atados dentro del fuego?’ Ellos respondieron: ‘Es verdad… Y él dijo: … Yo veo cuatro varones sueltos, que se pasean en medio del fuego sin sufrir ningún daño; y el aspecto del cuarto es semejante a hijo de los dioses [parece un ser divino”. Nueva Biblia Española] (vers. 24, 25).

¿Dónde está Dios cuando la gente sufre? ¿Es autor de ese sufrimiento? ¿Es quien prepara el horno, nos arroja en él, enciende el fuego y se espacia en el espectáculo de nuestro acrisolamiento? Ante la primera pregunta, algunos responden que Dios sencillamente no está porque no existe (escepticismo o ateísmo). Otros responden: “¿Quién sabe?” (agnosticismo) o “Dios está lejos” (deísmo). De acuerdo con la Biblia -interpretada con un sano criterio hermenéutico- la respuesta parece ser: Dios está dentro del homo, con los que sufren (véase Sal. 23:4, 5). Está a pesar del dolor, por encima del dolor, tratando de evitar, en la medida que el sufriente se lo permite, que la tragedia lo destruya. Tratando de verificar la alquimia que convierta aun lo inexplicable, lo inexcusablemente malo y dañino en algo residualmente positivo o, cuando no hay nada potencialmente aprovechable en esa experiencia, minimizando sus efectos nocivos para evitar que desquicie a quien la padece.

Distintas versiones de Romanos 8:28 transmiten esta vislumbre: “En todas las cosas [Dios] ínter viene (viene dentro) para bien de los que le aman” (Biblia de Jerusalén).

“El [Dios] coopera en (no por medio de o gracias a) todo para su bien” (Nueva Biblia Española). La idea es que Dios encamina, reorienta ese padecimiento para frustrar su destructividad intrínseca y convertirlo en un escenario donde su poder y su amor se destaquen más aún (véase Sal. 76:10; Exo. 9:16; 18:11; Fil. 1:12-18; etc.). No obstante, esto no disminuye un ápice la responsabilidad y culpabilidad de quienes provocan ese sufrimiento (véase Luc. 17:1,2) y entorpecen la actuación divina en la historia humana. No es tan sencillo como decir: “Hagamos lo que hagamos, Dios lo arreglará”.

Los escritores bíblicos, y quienes tradujeron la Biblia a los distintos idiomas, usaron a veces expresiones que, interpretadas literalmente y llevadas hasta sus últimas consecuencias lógicas, resultarían disparatadas. He ahí la necesidad del sentido común cuando leemos en la Biblia imperativos o simplemente declaraciones que contienen las cláusulas todo, nada, siempre, nunca y similares.

“Orad sin cesar” (1 Tes. 5:17); “Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo” (Ecl. 9:10); “Todo me es lícito” (1 Cor. 10:23); “Estad siempre gozosos” (1 Tes. 5:16); “el amor… todo lo cree” (1 Cor. 13:7); “nada os será imposible” (Mat. 17:20); “nada hay imposible para Dios” (Luc. 1:37).

Todas, como es obvio, son expresiones que reclaman una relativización, una limitación, una mediatización en base a un contexto temático esclarecedor y a la luz del más elemental sentido común.

Reglas y excepciones

Ante tragedias que cuestan la vida a jóvenes y niños, es común que algunas personas muy religiosas traten de “consolar” a los deudos dando un sentido suprahumano al suceso. Suelen decir que Dios, en su misericordia, decidió poner fin precozmente a esas vidas, porque tal vez en el futuro se descarriarían.

Es cierto que la Biblia presenta el caso del rey Ezequías (2 Rey. 20:1-11; 2 Crón. 32:24-26; Isa. 38:1-22), a quien le fue revelado que el desenlace de una enfermedad que padecía sería la muerte. Ezequías rogó a Dios una prolongación de su vida, la cual duró 15 años más. Pero durante ellos cometió graves faltas que dieron al traste con toda una vida de rectitud previa.

Naturalmente, un solo caso registrado no puede elevarse a la categoría de norma general. Toda regla tiene su excepción que no hace más que confirmarla. “Una golondrina no hace verano”.

No puede aceptarse que un Dios que “no hace acepción de personas” (Hech. 10:34) se preocupe tanto por algunos pecadores potenciales o futuros, pero que no haya realizado el mismo trabajo salvífico con niños y jóvenes que después llegaron a ser famosos genocidas y legendarios villanos. Muy a nuestro pesar, éstos suelen ser desconsoladoramente longevos (véase Sal. 73:2-9, 12; Ecl. 8:10, 11, 14; etc.). ¡Cuánto mal pudo habérsele ahorrado al mundo si algunos de éstos hubieran sido llamados por Dios a dormir precozmente el sueño de la muerte! Tal vez nunca habríamos conocido algunas aberraciones que saturan los libros de historia.

Quizá la mayor evidencia de que éste no es el modus operandi de Dios es que el mundo rebosa de delincuentes y criminales. Una clase semejante de paternalismo determinista, de soberanía sofocante, es más humana que divina de acuerdo con las mismas Escrituras (véase Deut. 30:19, 20; Apoc. 3:21).

Zonas grises

El razonamiento circular que subyace bajo cierta visión religiosa del sufrimiento humano es: puesto que Dios es omnipotente, nada puede ocurrir sin su consentimiento; luego, si algo (malo o trágico) ocurre es porque Dios lo permite, y si él lo permite es porque lo desea con algún propósito, develable o no.

Son más las preguntas acerca del sufrimiento, que las respuestas; ignoramos más de lo que sabemos. Si algo sabemos a esta altura acerca del sufrimiento, es que sus leyes -de las que tanto desconocemos- no son las de las ciencias exactas. Creo que el mundo -sobre todo el mundo cristiano- todavía está esperando, todavía le debe a los demás y se debe a sí mismo, una teología del dolor. Hasta tanto no acometamos esa tarea, siempre resultará saludable o menos dañino, simplemente “llorar con los que lloran” (Rom. 12:15).

El modus operandi de Dios

De acuerdo con la cosmovisión judeocristiana bíblica, Dios opera en el mundo y en la historia de manera preponderante, aunque no exclusivamente, de forma encarnada, mediatizada por la carne y la sangre, merced a la cooperación de agentes humanos; trata de influir en la conciencia y la mente antes que forzar las voluntades y los cuerpos (véase Dan. 1:9; 10:13, 20; etc.).

La Biblia registra numerosas intervenciones directas de lo divino en la historia, irrupciones, milagros o como queramos llamarlos. Pero a veces olvidamos que la narrativa bíblica abarca 4,000 años de historia humana. Contra ese telón de fondo, los milagros no fueron tantos después de todo. Y no hay razón para preocuparse por ello, ya que son excepción a la regla en virtud de la cual Dios opera en el mundo de manera preferentemente ordinaria, natural, encarnada.[6]

Es cierto que de acuerdo con el relato bíblico Dios alimentó durante 40 años a los hebreos que deambulaban por el desierto. Pero convengamos en que por muy creyente que usted o yo seamos, y por mucho apetito que tengamos, la comida no nos llueve desde las nubes, sino que debemos conseguirla “con el sudor” de la frente hasta que volvamos a ser polvo de la tierra (véase Gén. 3:19).

Nuevamente, las excepciones no hacen las reglas. Según el Nuevo Testamento, cuando Dios decida la suerte de cada ser humano, el criterio que usará será en qué medida “se hizo cargo” cada uno de la cuota de sufrimiento ajeno que encontró en su camino (“Tuve hambre y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; anduve como forastero, y me dieron alojamiento. Me faltó ropa, y ustedes me la dieron; estuve enfermo, y me visitaron; estuve en la cárcel, y vinieron a verme” (Mat. 25:35, 36; véase también Isa. 58:6-10; Sant. 1:27; etc.).

¿Dónde estaba Dios?

Tal vez debamos plantearnos esta pregunta milenaria en otros términos. Tal vez la respuesta esté más cerca de lo que creemos, de lo que jamás hayamos sospechado. Tal vez nuestro sobrenaturalismo extremo nos haya hecho víctimas de expectativas desmedidas. Tal vez estamos, como Elías o Moisés (véase Exo. 33:18; 1 Rey. 19:11-13), tan ansiosos por las manifestaciones pavorosas de lo divino, que se ha embotado nuestra capacidad de percibir su actuación en el sonido apacible de lo cotidiano, de lo ordinario, de lo común y corriente, en la “ternura, compasión, paciencia, amor y verdad” (Exo. 34:6, versión Dios habla hoy) de que somos objeto y a que somos llamados en favor de quienes sufren. Queremos que Dios se manifieste y actúe, que impida el mal, que haga triunfar el bien, pero sin nuestra intervención, sin nuestra cooperación, sin correr riesgos, sin exponernos. Tal vez éstas no sean las condiciones ni las reglas del juego. Tal vez Dios espera que prestemos nuestra voz, nuestra mente, nuestro ser para que él pueda intervenir de manera encarnada en la realidad y en la historia, acortando el mal y promoviendo el bien por intermedio de nuestro compromiso, de nuestro “hacernos cargo”. Tal vez Dios se consubstancia a tal punto con el que sufre, que se encuentra oculto debajo de la piel misma de éste (Mat. 25:37—40; Prov. 19:17; 1 Juan 3:17; 4:29, 30); dándonos oportunidades para hacer lo bueno; tal vez necesita cinco panes y dos pececillos (la parte humana) para poder multiplicarlos (la parte divina).

Al parecer, Dios está tan cerca de los que padecen, que él es uno de ellos; pero está también en los que optan por hacerse prójimos, para aproximarse a los que padecen y con­vertirse en respuestas divinas encarnadas ante el dolor ajeno (Luc. 10:25-37).

Volviendo al relato del comienzo, quizá podría decirse, a manera de ilustración, que Dios estaba en ese niño que agonizaba en Auschwitz; que se había propuesto impedir la locura nazi por medio de los poderosos de Europa (Chamberlain, Daladier, Stalin, etc.), pero ellos no quisieron hacer su parte. Es como si Dios hubiera sido exterminado en los campos de concentración y tuviera finalmente que ir a morir en los campos de batalla para detener la avalancha del mal.

Sería difícil encontrar un final mejor para este artículo que las palabras de Pedro Marcelo Garro:[7] “Si pudiéramos oímos unos a otros en nuestras plegarias, aliviaríamos a Dios de una gran parte de su carga”.

Sobre el autor: Hugo A. Cotro es pastor de la Iglesia Ushuaia, Patagonia, Argentina. Cuando escribió este artículo era redactor de la Casa Editora Sudamericana.


Referencias:

[1] 1. Citado por James Londis en su artículo “Where was God at Auschwitz? [Dónde estaba Dios en Auschwitz?]”, These Times, mayo de 1976, pág. 9.

[2] Véase el artículo “Reward and Punishment” [Recompensa y castigo] de la Enciclopedia Judaica, tomo 14,

col. 135.

[3] Elena G. de White, Mensajes selectos (Buenos Aires: Casa Editora Sudamericana, 1966), tomo 1, pág. 24: “La Biblia está escrita por hombres inspirados, pero no es la forma del pensamiento y de la expresión de Dios. Es la forma [del pensamiento y de la expresión] de la humanidad. Dios no está representado [en la Biblia] como escritor… Dios no se ha puesto a sí mismo a prueba en la Biblia por medio de las palabras, la lógica, la retórica”.

[4] El contexto de Romanos 8:28 indica que Pablo no se refiere indiscriminadamente a los padecimientos de cualquier tipo y origen, sino a los que se cernían particularmente sobre los cristianos del primer siglo y a los que pueden llegar a experimentar los creyentes genuinos de cualquier época como consecuencia de su compromiso con el bien. “No son las cosas las que obran, sino que es Dios quien se aprovecha de las circunstancias para obrar u operar para bien de quienes le aman (véanse especialmente los vers. 31, 35-38); véase, además, el Comentario bíblico adventista, tomo 6, pág. 570 (bajo “todas las cosas” y “les ayudan”).

[5] Esta manera de pensar está íntimamente ligada a la idea de la “culpa feliz”, según la cual la intromisión del pecado en el mundo debe ser saludada con gratitud y alegría porque hizo posible la redención. San Pablo se opuso a esa teoría (“hagamos males para que vengan bienes”) por considerar que conducía a la degradación moral y a un uso irresponsable de la libertad por parte del hombre (véase Rom. 3:8).

[6] Véase el artículo “Milagros”, de David Larson, publicado en la revista Vida Feliz de junio de 1993.

[7] Presidente de Pide un Deseo. fundación argentina sin fines de lucro dedicada a hacer realidad los sueños de niños y jóvenes de entre 3 y 18 años de edad, cuyas vidas estén amenazadas por la enfermedad u otros problemas.