Como templo en el tiempo, el sábado tiene ahora más significado que nunca
Alguien se ha preguntado alguna vez por qué la semana tiene siete días y no seis u ocho? Ahora bien, ¿qué sería de la vida si el ciclo semanal estuviera compuesto de diez días en lugar de siete?
Esa idea ya fue probada. Impulsados por su espíritu temerario, los líderes de la Revolución Francesa cayeron en la trampa de menospreciar el pasado. Esto los llevó a decretar que, en la nueva sociedad, el ciclo semanal fuera de diez días. ¡Al poco tiempo tuvieron que abandonar el experimento porque los caballos comenzaron a morir!
Los entendidos desconocen el origen del ciclo semanal. El comienzo de esta unidad de tiempo, según los historiadores, al estar vinculada a lo social, llegó a formar parte de las normas de vida del ser humano.
La única explicación valedera la encontramos en la Biblia. Dios, el Creador de los cielos y la tierra, instituyó la semana de siete días. Después de completar su obra creadora realizada en seis días, el Hacedor descansó el séptimo día, “El séptimo día concluyó Dios la obra que hizo, y reposó el séptimo día de todo cuanto había hecho” (Gén. 2:3).
Es de este modo como el sábado, bienaventurado regalo del Creador, comenzó a desempeñar su misión. Todo lo que Dios realiza es perfecto; cada don que él otorga es bueno. Primero formó un bello hogar para sus hijos, después creó un templo en el tiempo.
En nuestros días la tierra está en crisis: hemos ensuciado el agua, contaminado la atmósfera y abusado del ambiente. Aunque la naturaleza aún conserva el poder de quitamos el aliento, dista mucho de ser lo que era en su estado original perfecto. Sin embargo, el templo que Dios estableció en el tiempo aún permanece intacto. Es inviolable. Está fuera del alcance de las sucias garras del hombre. Podemos descuidarlo, rechazarlo, abandonarlo y hasta olvidarlo, pero jamás dañarlo.
Dios enalteció el séptimo día, y su bendición permanece.
El Creador separó el séptimo día para que fuera un tiempo santo. No es prerrogativa del hombre convertir a ningún día en santo, ni quitar dicha distinción, pues darla es potestad exclusiva del Omnipotente. El sábado, el séptimo día, es santo y siempre lo será, independientemente de que yo o cualquier otra persona lo respete o no.
En nuestros días hay mucha gente que no tiene la mínima idea acerca del significado que posee el sábado. Realizan su propia voluntad durante las horas sagradas, las gastan ya sea en trabajos rutinarios, en deportes o para salir de compras sin tener en cuenta a Dios, que hace mucho tiempo estableció el ciclo semanal y las pautas para utilizar el sábado. Pero por la adhesión de la gente al esquema de la semana, tácitamente reconocen a Dios, al que voluntariamente no quieren contemplar en sus planes.
Como consecuencia, la gente se pone en una situación que no le permite recibir las bendiciones que Dios otorga a los que le obedecen. Las promesas para el sábado nos pertenecen y están a disposición de los que lo respetan; llegan con la puesta del sol del viernes. Lo único que necesita hacer el ser humano es disponerse a recibirlas.
Piense en el primer sábado descrito en el Génesis. Nuestros ancestros acababan de ser creados, y Dios, antes que iniciaran cualquier actividad, los invitó a participar de su reposo. No estaban cansados a causa de las actividades realizadas en el huerto; eran jóvenes llenos de vitalidad. Aunque en ese momento no necesitaban el descanso físico, el Creador les concedió su mejor regalo: se dio a sí mismo. Los invitó a disfrutar del gozo que imparte su presencia antes de realizar cualquier otra actividad. Les proporcionó un templo en el tiempo para que durante ese día especial pudieran centrar toda su atención en Dios como su mejor amigo.
Atención: con motivo de la primera anotación que se estaba haciendo en la cuenta de la observancia del séptimo día, no encuentro en ese hecho ninguna insinuación a que nuestros primeros padres podrían ganar algún mérito delante de Dios. Guardar el sábado era una práctica “natural” en el mejor sentido de la palabra. Constituía una respuesta de amor a un don que era fruto del amor. No había una lista de pesadas reglas que observar. Ni la más mínima percepción o sospecha de que se les estaba imponiendo un chaleco de fuerza. Únicamente había gozo, sonrisas y melodías que brotaban del corazón al escuchar a su Creador hablándoles y respondiendo sus preguntas.
Este es el modo como se originó el sábado y empezó la historia.
La tragedia se produjo. En un mundo creado perfecto, subrepticiamente se introdujo un intruso. El Paraíso se perdió. Un velo cubrió la naturaleza. Los primeros padres quedaron enajenados no sólo en relación con el Creador, sino también el uno con el otro, consigo mismo y con la propia naturaleza. Desde el punto de vista de la humanidad, el sábado quedó como si hubiese sido barrido por una marejada de maldad.
Entonces Dios intervino. Formó una nación llamándola a salir de su entorno; la consideró su especial tesoro. Escogió a Abram y cambió su nombre a Abrahán, invitándolo a dejar su hogar de Ur de los Caldeos para ir a otra tierra. Las doce tribus de Israel fueron sus descendientes, quienes llegaron a Egipto y vivieron como extranjeros experimentando la esclavitud. Fue entonces cuando Dios suscitó otro personaje clave, que llegó a ser una de las figuras descollantes de la historia antigua. Bajo el liderazgo de Moisés, libertó a su pueblo de la férrea opresión que padeció por varios siglos, y condujo a sus hijos a la tierra prometida en forma prodigiosa.
Este acto de liberación dio origen a una nación; fue como otra creación. Nuevamente Dios recordó a sus hijos acerca del antiguo don del sábado. Fue entonces cuando proclamó los grandes principios que constituyen la base de la vida moral y religiosa, no solamente hablándoles a los suyos, sino también dejando grabada sobre piedra su voluntad en Diez Mandamientos, en cuyo corazón puso el sábado.
“Acuérdate del sábado para santificarlo -dijo el Creador-. Seis días trabajarás y harás toda tu obra, pero el séptimo día esde reposo para Jehová, tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni el extranjero que está dentro de tus puertas, porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo del sábado y lo santificó’’ (Exo. 20:8-11).
Estas palabras relacionaron a Israel con sus orígenes, con la creación y con la institución del sábado. Sólo que ahora fueron expresadas con renovado énfasis mediante las palabras que encabezan los Diez Mandamientos: “Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre” (vers. 2). Esto quiere decir que el sábado adquiere una nueva dimensión: es el don generoso del amor de Dios quien, además de crear a sus hijos, también los rescata de las redes del pecado.
Entonces, esta nueva dimensión de la observancia del sábado nos lleva a conocer a Dios no solamente como Creador sino también como Redentor, según aparece destacado en Deuteronomio, libro que también registra los Diez Mandamientos (Deut. 5:6-21). En este texto la orden del sábado está complementada con la expresión: “Acuérdate que fuiste siervo en tierra de Egipto, y que Jehová, tu Dios, te sacó de allá con mano fuerte y brazo extendido, por lo cual Jehová, tu Dios, te ha mandado que guardes el sábado” (vers. 15).
Es imposible leer un poco del Antiguo Testamento sin descubrir que el sábado es el día de guardar. Lo encontramos desde el comienzo y aparece claro en la historia del pueblo de Israel, al que Dios escogió para que lo representara.
También encontramos otra palabra que con frecuencia se la asocia con el sábado: pacto. Del modo como la utilizamos, aun que en muchos sentidos el significado de esta expresión bíblica se parece a contrato, tiene grandes diferencias. Cuando se formaliza un pacto entre dos personas, en la negociación ambas partes están en el mismo nivel. Sin embargo, cuando Dios lo hace es en calidad de Creador y Redentor y, como tal, le corresponde establecer los términos del pacto. Cuando Dios establece un pacto equivale al apretón de manos, cuya expresión es muy común entre la gente. Lo hace a fin de que sus hijos tengan la certeza de que sus afirmaciones son realmente valederas.
Por esto, cuando Dios escogió a Abrahán para que fuera su siervo, estableció un pacto con él (Gén. 12:1-3). Después, cuando de las tribus hebreas formó una nación, nuevamente confirmó sus promesas formalizando un pacto (Exo. 19:5,6). Les dio los Diez Mandamientos para describir el tipo de personas que él esperaba que llegaran a ser -un pueblo especial-, gente a la que Dios pondría aparte no por ser mejores que otras, sino porque el Creador en su gracia los había escogido.
Este es el motivo por el cual el sábado tuvo un significado muy especial para los israelitas. Además de ser un don del Creador y Salvador, era también un símbolo de la relación especial existente entre él y sus criaturas, con las cuales había establecido un pacto.
“Guardarán, pues, el sábado los hijos de Israel, celebrándolo a lo largo de sus generaciones como un pacto perpetuo. Para siempre será una señal entre mí y los hijos de Israel, porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, y en el séptimo día cesó y descansó” (Exo. 31:16, 17).
Después del Sinaí, con frecuencia el pueblo olvidó su identidad. No recordaron al Creador ni al Redentor, y menos el pacto que había entre ellos y Dios. Por supuesto, también desconocieron el don del sábado. Como consecuencia, y después de muchas advertencias, el Hacedor permitió que fueran invadidos y llevados a Babilonia en calidad de cautivos.
Con todo, Dios no los olvidó durante su exilio. Valiéndose de Gro el persa, al que utilizó como instrumento libertador, pudieron volver a la tierra prometida. Siendo que las lecciones que tuvieron que aprender como resultado de su descuido de la ley de Dios fueron muy duras, al volver del exilio tomaron las medidas correspondientes para obedecer cuidadosamente el Decálogo. A fin de asegurar una obediencia estricta, construyeron un “vallado” en tomo a la ley, una cerca formada por una cantidad de reglamentos que teman el propósito de especificar cada jota y cada tilde del quehacer humano.
Al tema del sábado le dieron especial atención. Centenares de reglamentos establecían la distancia que se podía recorrer, incluyendo hasta lo que se debía hacer si uno encontraba un escorpión en el día sagrado y así sucesivamente, al punto de reglamentar con minuciosidad todo lo que se debía o no hacer durante el sábado.
Entonces Jesús vino a este mundo.
El que creó el universo, cuyos dedos formaron las incontables estrellas y que hace salir y poner el sol a su debido tiempo, vino no con pompa y circunstancia, sino en forma natural como una criatura recién nacida. Vino para estar y caminar con nosotros a fin de comprender nuestros sufrimientos, nuestras tentaciones, nuestros fracasos y, además, padeció hambre y sed. Y como si fuera poco, para salvamos vino a morir en una cruz, ocupando el lugar que nos correspondía a fin de saldar nuestras deudas.
Junto con mostrarnos cómo es Dios, Jesús también nos enseñó lo que podemos llegar a ser con su ayuda. Además, ejemplificó el modo de llegar al nivel de perfección en la vida, si cada uno permite que Dios la modele según su carácter lleno de actos de amor, renunciamiento y generosidad.
Jesús realmente vivió la ley. Los profetas antiguos ya habían predicho que vendría a “magnificar la ley y engrandecerla” (Isa. 42:21). Realmente lo logró. Enseñó y ejemplificó que toda vida que es impulsada por el Espíritu Santo, y que por lo tanto obra por amor, al asemejarse a Dios trasciende todos los códigos establecidos y ennoblece los pensamientos, las motivaciones y los sentimientos.
Jesús hizo todo lo que pudo con el propósito de enseñamos el verdadero significado que tiene el sábado. Él lo guardó, pero no según las reglas rígidas impuestas por los maestros religiosos de ese tiempo. Consciente de que sus milagros despertarían la curiosidad y la oposición, con frecuencia sanaba a los enfermos durante las horas del sábado.
Cierto sábado se dio cuenta de que en el templo había una mujer encorvada por una enfermedad de muchos años. Como estaba enseñando la llamó y la sanó. Al considerar esta acción misericordiosa como un acto de violación del sábado, el dirigente de la sinagoga, intimidó a los asistentes con esta declaración: “Seis días hay en que se debe trabajar, en éstos, pues, venid y sed sanados, y no en el sábado”. Mirándolo Jesús le dijo: “¡Hipócrita!, ¿no desatáis vosotros vuestro buey o vuestro asno del pesebre y lo lleváis a beber en sábado? Y a esta hija de Abrahán, que Satanás había atado dieciocho años, ¿no se le debía desatar de esta ligadura en sábado?” (Luc. 13:14-16).
El sábado es el día apropiado para realizar actividades que contribuyan a la liberación, la sanidad, la paz y el descanso. Después de otra disputa sabática con las autoridades, Jesús volvió a destacar el significado que tiene ese día: “El sábado fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del sábado” (Mar. 2:27).
En los días de Jesús no encontramos cuestionamiento acerca de cuál era el día de descanso. El gran desafío que tuvo Cristo fue definir el propósito del sábado y cuál es el modo apropiado de guardarlo. Jesús deseaba que los suyos continuaran observando el sábado por mucho tiempo después de su muerte vicaria. Teniendo en mente la destrucción de Jerusalén, que ocurrió en el año 70 d.C., aconsejó a sus seguidores: “Orad, pues, que vuestra huida no sea en invierno ni en sábado” (Mat. 24:20).
Los creyentes de la iglesia cristiana primitiva observaron el sábado. En el libro de los Hechos, y en otros textos inspirados que se escribieron hasta cerca del final del primer siglo, no hay ni una orientación que contradiga las recomendaciones que ya se habían dado al respecto. Hubo discusiones teológicas en la iglesia, pero el tema era otro: si los nuevos conversos deberían circuncidarse o no, y si los cristianos podían o no comer con los gentiles. No existe ni un solo registro que permita sostener alguna variación respecto de la observancia del sábado. Muchos años más tarde algunos comenzaron a guardar el domingo en lugar del sábado.
Otra vez aparece el tema del pacto. Al habitar Jesús -mediante el Espíritu Santo en el corazón, Dios renueva su pacto con los creyentes. Ahora, en lugar de escribir su ley en tablas de piedra, la estampa en el corazón (Heb. 8:8-12). Por esto es que Pablo asegura: “Lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu (Rom. 8:3,4).
Para los cristianos, el sábado brilla con la luz de la gloria del evangelio en Cristo Jesús, nuestro Señor y Salvador. El que nos creó y vela por nosotros todos los días de la vida, que se ofreció a sí mismo con el propósito de rescatamos del pecado, y que nos acepta no sólo como hijos e hijas sino también como amigos, hizo del tiempo un templo y nosotros, respondiendo gozosamente, aceptamos este regalo como una evidencia y como un símbolo de lo que él espera de cada uno de sus hijos.
Jesús prometió: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mat. 11:28). Hallaremos reposo si acudimos a él y, además, regresaremos al hogar del cual procedemos. El sábado resume este descanso. La epístola a los Hebreos dice que nuestro reposo en Cristo se parece al descanso que nos ofrece el sábado -del griego sabbatismós, reposo sabático- (Heb. 4:9). Para el creyente, el sábado es una garantía del cumplimiento de las promesas, reafirma nuestra actual relación de hijos e hijas del Dios viviente, y también inspira seguridad y confianza respecto del futuro en el que disfrutaremos del descanso eterno en su presencia.
Hoy más que nunca necesitamos del sábado.
Necesitamos un paréntesis que nos libere de la tiranía del trabajo.
Precisamos del mandamiento que nos ayuda a recordar que no hay nada más importante que nuestro Creador.
Necesitamos de nuestra memoria para que nos haga recordar que sin Dios nada somos, de que fuimos hechos por el Creador y para él, y que también nos inspire a tener presente que solamente en Cristo encontraremos nuestro valor real.
Dependemos de los desafíos del sábado para apreciar y ayudar a proteger el medio en que vivimos, y puesto que nuestra tarea no es saquear ni devastar la naturaleza, hemos de velar por la creación de Dios.
Necesitamos promover la justicia social para que ricos y pobres, servidores y empleadores, poderosos y débiles lleguen a ser libres delante de Dios, a fin de que puedan disfrutar del descanso que el Padre celestial bondadosamente ha provisto para sus criaturas.
Necesitamos también avivar la esperanza de que esta corta vida no es la suma total de la existencia accesible a los hijos de Dios, y que dentro de no mucho tiempo, cuando se produzca el colapso del actual estado de cosas, será el amanecer de un nuevo día en el que entraremos en un sábado sin fin, oportunidad en la cual disfrutaremos de la eterna compañía de nuestro Creador, Salvador y Señor Jesucristo.
En estos días, más que nunca, necesitamos de este generoso don de nuestro amante Dios.
Sobre el autor: Director de la Adventist Review.