Uno de los aportes valiosos del ministerio de visitación a los miembros inactivos, es que provee una especie de proceso purificador tanto para el que hace la visita como para quien la recibe.

La razón por la cual la mayoría de las iglesias no tiene un programa de visitación de sus miembros inactivos no es por falta de interés hacia ellos. Más bien se debe al considerable dolor que se evoca en el proceso de visitación.

El dolor del miembro inactivo ha sido cuidadosamente estudiado en años recientes. Muy a menudo se ha encontrado que el centro del problema consiste en un “evento provocador de ansiedad” en la vida del individuo o en la vida de la congregación. Este evento es el que produce desajustes emocionales, ansiedad y, generalmente, enojo en las personas, y puede ser estimulado por un sinnúmero de situaciones.

Recuerdo una de las primeras visitas que hice a un miembro inactivo. Era una pareja de mediana edad que se había separado de la iglesia un año después que asumí mi pastorado. Habían permanecido inactivos unos cuatro años. Si bien devolvían sus diezmos esporádicamente, no asistieron a ninguna reunión ni programa de la iglesia ni culto alguno durante ese período de cuatro años. Cuando los llamé y concreté una entrevista, se mostraron muy dispuestos a recibirme. Era un nevado día invernal en Rochester, Nueva York, cuando llegué a la casa de ellos. Charlamos sobre asuntos superficiales. Y entonces la esposa me dijo:

“Usted no ha venido aquí durante estos cuatro años. ¿Por qué?” El tono de la voz era hostil y la pregunta no intentaba averiguar nada, sino que revelaba un oculto resentimiento. Le respondí: “No sabía que personas como ustedes, que fueron una vez tan activos en la iglesia, sufrieran tanto en el proceso hacia la inactividad. En verdad no percibí el pedido de ayuda de ustedes y sinceramente lamento mucho mi insensibilidad. Espero que me puedan perdonar”. La señora comenzó a llorar. Su esposo vino y se sentó junto a ella en el sofá y puso el brazo sobre sus hombros. Durante las siguientes dos horas, allí sentado, dejé que compartieran su profundo dolor interior por haber abandonado la iglesia.

Yo había sido el elemento desencadenante de ansiedad que provocó su alejamiento. Al escucharlos, pudieron expresar su hostilidad hacia mí relacionada con un problema ocurrido hacía ya cuatro años. Contaron cómo habían perdido la comunión en la cual habían encontrado amor y solaz; cómo se sintieron tristes por su alejamiento de mí, pero no supieron lograr la reconciliación. Dijeron que, por ese lapso, sus hijos habían estado fuera de la escuela de la iglesia y también apartados de la comunión con los jóvenes, y que ellos se sentían inadecuados como padres. Finalmente, una vez que abandonaron la iglesia, no supieron cómo regresar airosos, por lo que permanecieron alejados de ella. En realidad, habían solicitado mi ayuda a través de la Comisión de Relaciones Pastor-Parroquia, pero en ese momento no atendí los pedidos de ayuda que la gente me hacía antes de alejarse. Si hubiera sido sensible a ellos entonces, habría evitado mucho dolor para ellos y para mí mismo.

Un segundo ejemplo clarificará algunos aspectos íntimos del dolor que produce el abandonar la iglesia. Durante mis primeras investigaciones en relación con la visitación de miembros inactivos (de las que resultó el libro (The Apathetic and Bored Church Member), entrevisté a una pareja de unos treinta años. Hacía unos seis meses que habían perdido a su hijo de tres años. El pastor de la iglesia a la que se habían trasladado, había hecho sólo un llamado telefónico después de la muerte del niño, y ningún miembro de la iglesia vino a visitarlos en ese tiempo de profunda aflicción. Tanto el esposo como la esposa lloraron abiertamente durante mi visita. Sentían un tremendo dolor, no sólo por la pérdida del niño, sino también por la falta de apoyo de la feligresía de la iglesia, que tanto necesitaban en ese momento. Se encontraban en medio de un proceso de alejamiento rápido de la iglesia, desilusionados de los hermanos y chasqueados de su pastor. Este dolor existencial fue traumático para su misma existencia, y les exigió todo lo que tenían para aferrarse a la vida.

Estas dos situaciones no son excepcionales en las visitas a los miembros inactivos. Casi sin excepción, en cada familia inactiva descubrí un gran dolor interior cuando se hablaba de la iglesia, de sus miembros, de su pastor, o aun de Dios mismo.

La congregación sabe intuitivamente que cuando usted visita a un miembro de iglesia inactivo se va a encontrar con hostilidad, ira y culpa. Y son muchas las personas que no saben cómo relacionarse adecuadamente con quien padece un dolor profundo. Evitamos a esas personas y, por lo tanto, añadimos aún más dolor al que ya están experimentando. Esto conduce a la segunda parte del dilema: el dolor del visitante.

Cuando, como visitador, escucho la historia del dolor ajeno, mis emociones reciben un impacto. Oigo las palabras, veo la persona, veo sus ademanes, escucho la verdad que brota del relato. La hostilidad ajena generalmente me provoca enojo. Su autocondenación provoca culpa, su actitud de descuido puede producir sentimientos personales de rechazo y pensamientos de disgusto. La dinámica que ocurre produce una conciencia en mí que no deseo confrontar. Mi tentación, como visitante, es evitar toda situación que despierte tales reacciones en mí, pues no deseo tratar con mis propias luchas internas.

Uno de los aportes valiosos del ministerio de visitación a los miembros inactivos, es que provee una especie de proceso purificador tanto para el que hace la visita como para quien la recibe. Para ser un visitador efectivo se debe desarrollar la capacidad de escuchar realmente, y se debe estar consciente de los propios sentimientos íntimos. Al visitar a otra persona nos ponemos en contacto con nuestra propia lucha, y esa conversación nos permite trabajar con ella más bien que evitarla en forma permanente. Sin embargo, mi visita puede ser utilizada por Dios para efectuar la reconciliación con la persona que estoy visitando, para hacerle saber que hay otras personas que se preocupan, y que honestamente puedo escuchar su dolor, aunque me duela.

No conozco nada teológicamente más significativo que esta clase de relación; el dolor de Dios es más profundo que cualquier otro que pudiera yo mismo sentir cuando una de sus ovejas perdidas se aleja del rebaño. Pero su gozo es mucho mayor cuando esa oveja regresa; cuando el hijo pródigo vuelve.

La visita a los miembros inactivos es una actividad profundamente teológica que está en el corazón del Evangelio. Porque el Evangelio, después de todo, es el mensaje de la reconciliación.

Sobre el autor: Juan Savage, doctor en Filosofía, es presidente de LEAD Consultants, Pittsford, Nueva York. Es una autoridad, popular y respetada, en cuanto a reincorporar miembros de iglesia inactivos. Usado con permiso de Church Growth: América.