Por lo general el cristiano considera que las fronteras que hay que cruzar para ser llamados misioneros son el mar (cuanto más se aleja uno de su tierra, tanto más se lo considera un verdadero misionero), la barrera del idioma del país en el cual se trabaja y la de su cultura y su geografía (clima y medio físico).
Pero la única frontera que la Biblia conoce es la que existe entre la creencia y la incredulidad, entre los que son “extranjeros” o ajenos a Dios y los que son “miembros de la familia de Dios”. Jesús nunca salió de Palestina, nunca cruzó el mar, nunca aprendió un idioma extranjero ni vivió con un pueblo cuyas costumbres tuviera que estudiar. Sin embargo, Elena G. de White lo llamó con razón “el más grande misionero que el mundo haya jamás conocido”.
La misión del cristiano es la imitación y la continuación de la tarea de Cristo en la tierra. La única frontera, pues, que determinará el trabajo misionero para la iglesia hoy día, es la que separa a la creencia de la incredulidad y que divide cada nación, tribu y lengua. El frente misionero existe dondequiera no se conozca a Cristo.