La mayor herejía de la iglesia cristiana no ha sido la de haber oscurecido el Evangelio, sino el haber convertido el ser miembro de iglesia en algo demasiado fácil”. Así se expresó el Dr. Joseph McCabe, refiriéndose al verdadero significado del cristianismo. Aunque es ésta una declaración discutible, reconocemos que su parte final se presenta como una dramática realidad.
¿Es el discipulado cristiano en las iglesias modernas, del mismo calibre que el de la era apostólica? Es cierto que los tiempos han cambiado, que hoy la sombra del martirio ya no nos quita el sueño; pero es también verdad que a veces se necesita mayor energía y entrega para vivir para Cristo que para morir por él. El principio que rige ambas experiencias es el mismo: discipulado, entrega, aun sacrificio.
Según reveló una reciente encuesta realizada en congregaciones norteamericanas, una tercera parte de los que se unen a la iglesia son eliminados de los registros después de unos pocos años, debido mayormente al fracaso en vivir una vida acorde con los votos hechos al ser recibidos en la iglesia (Pulpit Digest, marzo-abril de 1974, pág. 3).
Tal vez hayan fracasado porque esperaban otra cosa de su condición de miembros de iglesia: esperaban más recibir que dar. Es verdad que son incontables las bendiciones que se reciben como resultado de la entrega: Cristo habló de cien veces tanto en esta vida, y además la vida eterna. Sin embargo, un análisis comparativo de esta declaración en los tres evangelios que la registran revela detalles importantísimos: San Mateo, luego de hacer la lista de lo que algunos cristianos dejarían por seguir a Cristo —casas, hermanas, hermanos, padres, mujer, hijos o tierras—, dice: “Recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna” (Mat. 19:29). San Lucas dice: “…que no haya de recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la vida eterna” (Luc. 18:30). San Marcos, en cambio, agrega dos palabras que no están en los otros relatos: “…que no reciba cien veces más ahora en este tiempo; casas, hermanos, hermanas, madres, hijos, y tierras, con persecuciones; y en el siglo venidero la vida eterna” (Mar. 10:30).
No es, por lo tanto, la entrega a Cristo una toma y daca: “Toma mi vida y dame cien veces tanto”. Está implícita la idea de discipulado con las exigencias propias de la condición de discípulo. Cuando en visión se le ordenó a Ananías visitar al ex perseguidor Saulo, se le dio el mensaje que debería transmitirle: “Yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre” (Hech. 9:16). Años más tarde el envejecido San Pablo mostraba cómo aquella declaración hecha en Damasco se había cumplido ampliamente en su vida. La lista de 2 Corintios 11 es por demás elocuente.
La entrega a Cristo elimina las fuentes de muchas preocupaciones y dolores de cabeza. Nos libra de vicios que degeneran y matan; de temores infundados; enriquece el alma con la fe, la esperanza, el entusiasmo, el optimismo. Pero Dios nos mantiene todavía en el mundo. Continuamos haciendo frente al calor y al frío, a la carestía de la vida y a la devaluación, a la gripe y al cansancio. Perdemos ciertas libertades, pues el mensaje dice a veces categóricamente “no”. Sin embargo, perdemos libertades menores para ganar mayores y más duraderas: para ganar el “sí”.
Cuando Cristo dice: “Venid a mí los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”, dice también: “Llevad mi yugo sobre vosotros”. ¿Cómo es? ¿Es descanso o yugo? El buey es uncido al yugo para trabajar, no para descansar. Pero Cristo nos dice: “Tu carga es demasiado pesada para que la lleves solo. Si tú quieres uncirte conmigo en mi yugo, no llevarás solo tu carga. Yo la compartiré contigo y te será muchísimo más liviana”. Cristo no promete eliminar toda carga, sino ayudarnos a llevarla.
Debe haber en nuestra predicación un equilibrio entre las exigencias y las bendiciones del discipulado. El excesivo énfasis en las exigencias transformará el Evangelio en una carga imposible de llevar, y degenerará en legalismo. El hacer resaltar solamente las bendiciones, tal vez producirá un cristianismo demasiado fácil e inoperante. Exigencias con capacitación, entrega con libertad, servicio con descanso, lágrimas con alegría, muerte con ganancia, cruz con corona: eso es el discipulado cristiano.
Hay tres palabras con las que Cristo definió ese discipulado. La primera es: sígueme. Escucho el llamado de Cristo. De ahora en adelante no voy donde quiero sino donde él me lleva. Estoy convencido de que, aunque él me haga pasar por el valle de sombra de muerte, me llevará por el camino más conveniente a un destino seguro.
La segunda es: niégate. El discipulado implica sacrificio, renuncia. A veces, es procurando salvar la vida como se la pierde y es entregándola como sé la gana. (Luc. 9:23, 24.) No siempre el dar significa perder ni el recibir es sinónimo de ganar. El cristiano está dispuesto a dar la túnica y aun la capa y a recorrer la segunda milla, no buscando su propio beneficio, sino el ajeno. (Mat. 5:40, 41.)
La tercera es: sirve. El cristianismo es la antítesis del egoísmo. El cristiano debe ser un modelo de amor y servicio al prójimo. Esa fue la esencia del ministerio de Cristo.
Debemos reconocer que, para la mente humana, carnal, ninguno de estos tres conceptos es bienvenido. La orientación del mundo de hoy es: quiero ser libre, quiero poseer, quiero que me sirvan. Cuando alguien viene a la iglesia conservando aún esa mente carnal, querrá un cristianismo fácil, barato, que no exija nada, ni en obediencia, ni en tiempo, ni en dinero, ni en dedicación.
La realidad es que el cristianismo o la religión que no exige nada, no vale nada. Recibimos de Cristo para dar, y dando es como recibimos más.
¡Qué felicidad experimenta el que tiene por lema el sígueme, el niégate, y el sirve! Hace un tiempo visité dos iglesias en construcción en el norte del Brasil. ¿Cuánto dinero ha puesto la Misión en esta construcción? —preguntamos al presidente. “Nada”, fue la respuesta. “Todo lo pusieron ellos”. Aquellas iglesias eran otros tantos milagros de dedicación y entrega. En un ambiente de calor y transpiración, los miembros de las iglesias excavaron y pusieron los cimientos, levantaron las paredes, colocaron el techo. ¿Cuándo? En las mismas horas libres que otros usaron para ir al río o para tenderse en la hamaca, o simplemente para descansar a la sombra de un gran árbol.
Aquellos templos costaron horas, días y semanas de dedicación y trabajo duro. Pero allí estaban como monumentos a un cristianismo de convicción, inspirado en la vida y las obras de aquel maravilloso Salvador que también todo lo dio, que se anonadó a sí mismo, que se transformó en siervo, que también cargó la cruz, pero que quedó satisfecho al ver el fruto de su aflicción. (Isa. 53:11.)
¿Será auténtico un cristianismo fácil, barato, que no cuesta nada? La salvación no se compra con dinero, ni con obras, ni con esfuerzos. Cristo la compró con su propia vida. Pero la salvación tiene frutos, y esos frutos son una vida de amor, de abnegación, de renuncia, de entrega.
“No podemos ganar la salvación, pero debemos buscarla con tanto interés y perseverancia como si abandonáramos todas las cosas del mundo por ella” (Palabras de Vida del Gran Maestro, pág. 109). En otro lugar del mismo libro la escritora dice: “No es posible que vayamos al garete y lleguemos al cielo” (Id., pág. 223).
Que este pensamiento nos inspire como ministros cuando nos parece que las exigencias de nuestro trabajo son demasiado elevadas. En verdad a ninguno de nosotros se nos exige un real sacrificio. Nuestra decisión, tanto en nuestra entrega personal como en nuestra dedicación al ministerio, debería ser: “Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos” (2 Cor. 12:15).