Cómo tratar con gentiles y publicanos

Al referirse a un caso anónimo de apostasía, Elena de White dijo lo siguiente: “[…] el caso del Hno. A era notable. No se hicieron todos los esfuerzos necesarios para impedir que se apartara del rebaño; y cuando lo hizo, no se hicieron esfuerzos diligentes para traerlo de vuelta. Hubo más habladuría acerca de su caso que sincero pesar por él. Todas estas cosas lo mantuvieron alejado del redil e incidieron para que su corazón se sintiera más y más alejado de sus hermanos, de modo que su rescate resultaba más difícil aún”.[1]

Han transcurrido casi 180 años desde esta situación. Pero, lamentablemente, la escena descrita sigue repitiéndose con diferentes matices y protagonistas. ¿Es que todavía no hemos entendido la esencia de la disciplina eclesiástica? ¿Dónde termina mi responsabilidad por mi hermano que falló? ¿Cuál es mi rol como pastor frente a estos casos? La respuesta a estas preguntas puede mejorar la salud espiritual de nuestras congregaciones y convertirlas en un lugar más acogedor.

Un modelo bíblico

Al hablar de disciplina eclesiástica, es inevitable recurrir a Mateo 18:15 al 17. El texto sienta las bases para la reconciliación entre dos cristianos distanciados por alguna diferencia o pleito, pero su procedimiento es utilizado para resolver diversos casos en los que algún tipo de pecado está involucrado.[2] “Si tu hermano peca contra ti, ve y muéstrale su falta entre tú y él solo. Si te oye, habrás ganado a tu hermano” (Mat. 18:15). El primer paso, ya sea que mi hermano haya cometido alguna ofensa en mi contra o que yo haya sido testigo de algún error o pecado suyo, es el acercamiento personal y privado. Se ahorrarían muchos malestares si esta premisa inicial se practicara con más frecuencia. El pastor tiene la tarea de educar a su iglesia en este aspecto. Más de una vez algún hermano de iglesia se acercará al ministro para manifestarle –generalmente con buena intención– el caso de otra persona que está incurriendo en una determinada falta. En ese momento, el pastor debe recordarle con amabilidad los pasos bíblicos mencionados en el capítulo 18 de Mateo. De esa manera, el feligrés puede tomar parte activa en la restauración de su prójimo y se evita que el chisme comience a divulgarse.

“Si no te oye, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra” (vers. 16). El tiempo en el que vivimos conlleva, entre otros desafíos, la difícil tarea de lidiar con la subjetividad casi en su máxima expresión. La premisa parece ser: “Cada cual tiene su propia verdad”. En el ámbito de los conflictos interpersonales o de las situaciones de disciplina eclesiástica, esto se traduce como “tu verdad contra la mía”. Afortunadamente, el segundo paso de las indicaciones de Cristo en Mateo 18:15 al 17 apunta a preservar la objetividad necesaria para resolver este tipo de situaciones. Jesús se remite al Antiguo Testamento para referirse a la práctica de no condenar a nadie basándose únicamente en la opinión de una sola persona (Núm. 35:30; Deut. 17:6; 19:15). De esta manera, el ofensor resulta beneficiado: al preservarse la objetividad del caso, se reducen las posibilidades de que se cometa una injusticia.[3]

“Si no los oye a ellos, dilo a la iglesia” (vers. 17). Solo después de que se hayan realizado los dos pasos anteriores –sin excepción– se debe llevar el caso a la iglesia. “Un anuncio público de disciplina nunca se tratará de la violación de secretos, pues el ofensor ha rehusado deliberadamente a la oportunidad anterior de arrepentimiento”.[4] Pero, aun en este punto del proceso, el hermano que está ingresando en el proceso disciplinario puede dar marcha atrás a sus acciones y arrepentirse, ya que el texto bíblico continúa diciendo: “Y si no oye a la iglesia, tenlo por gentil y publicano” (vers. 17).

Recién después de que la persona en cuestión desoye la reprensión amable de la iglesia, se debe proceder a la sugerencia de censura o desfraternización por parte de la junta de iglesia y, a continuación, la totalidad de los miembros de la congregación tomará la decisión final sobre el asunto.

Gentil y publicano

El final del versículo 17 parece indicar la culminación del proceso disciplinario. Una vez que la persona ha rechazado los constantes llamados al arrepentimiento, tanto de parte de sus hermanos como del Espíritu Santo, entonces no queda otra alternativa que considerarlo como gentil y publicano. Y es precisamente en este punto donde creo que estriba el mayor problema de nuestros procedimientos disciplinarios actuales. Pareciera que leemos estas palabras desde la óptica de un judío promedio, celoso de Dios y de su Ley, enemigo de lo impuro (gentiles) y lo abominable (publicanos). Pero esta lectura contradice el carácter salvífico de Cristo a lo largo del texto bíblico. Tiene que haber otra explicación; y, de hecho, la hay.

Cómo proceder

Para comenzar a comprender este asunto, debemos recordar el objetivo de la disciplina eclesiástica: restaurar la relación del pecador con Dios y con su pueblo. Si tenemos una visión negativa o punitiva de la disciplina, entonces nunca comprenderemos correctamente las palabras de Jesús. Ahora bien, si entendemos la esencia restauradora de todo proceso disciplinario llevado a cabo por la iglesia, ¿cómo deberíamos interpretar los términos “gentil” y “publicano”? El Comentario bíblico adventista dice al respecto: “Cuando el hermano se niega a aceptar el consejo de la iglesia, se separa de la comunión de ella […]. Esto no quiere decir que deba ser despreciado, rehuido o descuidado. A partir de este momento, debieran realizarse esfuerzos por él como si se tratara de alguien que no pertenece a la iglesia”.[5]

Al repasar el ministerio terrenal de Jesús, no encontraremos un fundamento válido para afirmar que él sentía algún tipo de rechazo hacia los gentiles, los publicanos o algún otro grupo de los denominados “pecadores”. Por el contrario, Cristo enseñó con claridad que él trabajaba por estas personas y se relacionaba con ellas porque, a diferencia de los demás pecadores que se creían sanos, reconocían su necesidad del Médico divino.

Una vez que comprendamos la responsabilidad de la congregación en el contexto de la actitud de Jesús hacia los gentiles y publicanos de su época, veremos que nuestra misión no termina con la expulsión del miembro de iglesia. Al contrario, nuestra tarea recién acaba de empezar, con el incansable objetivo de reintegrarlo al cuerpo de Cristo. “Si el que erró se arrepiente y se somete a la disciplina de Cristo, se le ha de dar otra oportunidad. Y aun cuando no se arrepienta, aun cuando quede fuera de la iglesia, los siervos de Dios todavía tienen una obra que hacer en su favor: han de procurar fervientemente que se arrepienta. Y por grave que haya sido su ofensa, si él cede a las súplicas del Espíritu Santo y, al confesar y abandonar su pecado, da indicios de arrepentimiento, se lo debe perdonar y darle de nuevo la bienvenida al redil. Sus hermanos deben animarlo en el buen camino, tratándolo como quisieran ser tratados si estuviesen en su lugar, considerándose a sí mismos, no sea que ellos también sean tentados”.[6]

En relación con este asunto, el Manual de la iglesia agrega: “El miembro descarriado debe recibir la seguridad de que la iglesia siempre esperará que vuelva a ser miembro, y que un día estén juntos en la eterna feligresía del Reino de Dios. […] La iglesia debe mantenerse, hasta donde sea posible, en contacto con la persona que ha sido separada de la feligresía de la iglesia por motivos disciplinarios, manifestándole espíritu de amistad y amor, procurando ganarla nuevamente para que vuelva al redil”.[7]

Es cierto que aquel que rechaza la amonestación de la iglesia se separa a sí mismo de la comunión de sus hermanos en la fe, pero al hacerlo se convierte en un blanco especial de los esfuerzos misioneros de su antigua congregación.

El papel del pastor

Elena de White fue muy enfática respecto del papel de los ministros en la tarea de buscar a las ovejas descarriadas: “Algunos ministros que profesan ser llamados por Dios tienen la sangre de las almas en sus vestiduras. Está rodeados por descarriados y pecadores, y sin embargo no sienten la responsabilidad por sus almas; manifiestan indiferencia por su salvación. Algunos están tan adormecidos que parecen no tener conciencia de la tarea de un ministro del evangelio. No consideran que como médicos espirituales se requiere que sean capaces de administrar sanidad a las almas enfermas de pecado. La obra de advertir a los pecadores, de llorar por ellos y rogar con ellos se ha descuidado al punto de que muchas almas ya no pueden ser sanadas”.[8] “No debemos recargarnos con censuras innecesarias, sino que debemos permitir que el amor de Cristo nos constriña a ser muy compasivos y tiernos, para que podamos llorar por los que yerran y los que han apostatado de Dios. El alma tiene un valor infinito, que no puede estimarse sino por el precio pagado por su rescate. ¡El Calvario! ¡El Calvario! ¡El Calvario explicará [sic] el verdadero valor del alma!”[9]

La iglesia entera debe hacer esfuerzos decididos por recuperar a los hermanos que se han apartado (o por no permitir que se alejen desconsolados luego de recibir la disciplina eclesiástica), pero es el pastor quien debe ser un ejemplo en este aspecto, adoptando en su ministerio un énfasis marcado en el trabajo por los descarriados. ¿Y si ya nos hemos equivocado y hemos lastimado a alguna oveja que se ha alejado del redil? “Busquen a los que ahuyentaron, venden por medio de la confesión las heridas que hicieron”.[10]

Sobre el autor: Pastor y estudiante de comunicación en Argentina


Referencias

[1] Elena de White, El ministerio pastoral (Florida, Bs. As.: ACES, 2015), p. 306.

[2] La expresión “contra ti” no está atestiguada en los mejores manuscritos. Es por este motivo que un gran número de comentadores y eruditos neotestamentarios consideran que es posible aplicar el procedimiento de Mateo 18:15 al 17 a cualquier ofensa o pecado que vaya en contra de las normas de la comunidad cristiana. Ver, por ejemplo, James D. G. Dunn y John W. Rogerson (eds.), Eerdmans Commentary on the Bible (Grand Rapids: Eerdmans, 2003), p. 1.040.

[3] Jonas Arrais, Una iglesia positiva en un mundo negativo (Florida: ACES, 2008), p. 89.

[4] Ibid.

[5] Francis D. Nichol (ed.), Comentario bíblico adventista del séptimo día (Florida: ACES, 1995), t. 5, p. 437.

[6] White, Consejos para la iglesia (Florida: ACES, 2013), p. 372. Ver el capítulo 46 (“Cómo tratar con los que yerran”).

[7] Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día, Manual de la iglesia (Florida: ACES, 2015), p. 65.

[8] White, El ministerio pastoral, p. 307.

[9] Ibíd., p. 310.

[10] White, Consejos para la iglesia, p. 369.