El tema de la disciplina eclesiástica es impopular. En nuestro mundo occidental, donde la gente se preocupa mucho por quedar bien, se evita en lo posible dicho tema como el sarampión. El mundo del aconsejamiento, con una compasión mal comprendida que muchas veces golpea al bien y al mal al mismo tiempo, encuentra que el asunto es bueno sólo para atacarlo.

            La gente quiere una religión que se ajuste a sus propias normas morales. Hacen que huela bien, que sepa bien, y que se sienta bien. Su lema parece ser: “¡Gloria, aleluya, nosotros aceptamos a todos! Estaciónelos, siéntelos, complazca sus emociones, y los tendrá allí”. La disciplina eclesiástica podría interferir en todo esto. Podría opacar nuestra reputación de personas compasivas, ahuyentar a las multitudes y hacer que dejaran de dar los diezmos. Es así como se piensa.

            Algunos dirigentes de la iglesia, obsesionados con el ego y las multitudes, el dinero y el poder, probablemente preferirían pasar por alto la disciplina eclesiástica. Pero para los líderes que aman a su Señor y a sus congregaciones, la disciplina amante es una piedra fundamental de la prosperidad espiritual. Como la vara de Moisés, correctamente usada, pastoreará a los santos, rescatará a los descarriados y construirá una fortaleza de bondad en medio de un mundo perverso.

            No hay duda de que el enemigo de las almas odia el uso correcto de la disciplina. Trata de empujar a la iglesia hacia uno de dos extremos: la disciplina que juzga y condena o la disciplina tipo “avestruz”. Pero Dios tiene un camino mejor la disciplina redentora.

Disciplina que juzga y condena

            Cuando los santos castigan a los demás miembros por sus pecados, la disciplina que juzga y castiga está en juego. Por supuesto, no hay nada erróneo en la aplicación de la justicia. Dios mismo es justo, y ¿a quién le gustaría vivir en una población donde no hubiera jueces? Proteger la vida y la civilización de aquellos que de otra manera la destruirían es un acto que expresa amor. Dios, sin embargo, en su misericordia, trata de salvar del juicio al ofensor y preservar al mismo tiempo su gobierno de justicia. Para poder cumplir ese propósito él se sacrificó en Cristo, quien nos libra de la condenación que justamente merecemos todos.

            Tristemente, muchos miembros carecen de la misericordia de Dios al tratar con aquellos que caen en pecado. Algunas de las historias que surgen de esta disciplina de juicio y condenación son más o menos así: al hermano B lo vieron fumando. Fue llamado a comparecer ante la iglesia e interrogado. Cuando se determinó que la acusación era correcta, la iglesia lo (¿fraternizó inmediatamente. Si bien éste es un caso extremo, ilustra este tipo de actitud.

La disciplina tipo “avestruz”

            Muchas iglesias, como una reacción contra la disciplina de juicio y condenación, han desarrollado la disciplina del “avestruz”. Disfrazada de compasión, encubre en realidad un espíritu egoísta y falto de caridad que considera la condición espiritual del miembro de iglesia como algo de su exclusiva incumbencia. En realidad, es nuestra responsabilidad como iglesia. No debemos descuidar esta obligación para con los miembros de nuestra familia espiritual.

            Algunas iglesias se han engañado creyendo que a Dios no le importa que dos personas vivan juntas sin estar casadas. ¿Por qué? Porque “probablemente terminarán casándose, y por lo tanto arreglarán el asunto”. El pecado y la destrucción que causa la fornicación “no es tan malo”, según su razonamiento. “Además, ¿quién se anima a juzgarlos? Si los confrontamos con el problema de su comportamiento, podrían dejar la iglesia y así perderíamos la oportunidad de ayudarlos, probablemente para siempre”.

            Esta actitud de ocultar la cabeza en la arena como el avestruz da como resultado que la actuación de muchos miembros de la iglesia no se diferencie en nada de su contraparte mundana. La apatía, como el frío del ártico, aturde a la congregación. Lo correcto y lo erróneo parecen entremezclarse. La iglesia llega a ser conocida más por sus comidas, sus fiestas y sus ventas de frutas que, por la justicia, la nobleza y la santidad. La doctrina llega a ser simplemente un buen tema de reflexión. Los pastores en el púlpito simplemente pulsan las cuerdas de la emoción sin tocar el difícil problema del comportamiento de los pecadores. La iglesia pierde su misión y su mensaje. Tales son los catastróficos resultados de la disciplina tipo “avestruz”.

Disciplina redentora

            La alternativa de Dios es la disciplina redentora. Tal como se presenta en Mateo 18 y se expresa en este artículo, la disciplina redentora capacita a la iglesia para evitar la pérdida de miembros, restaura a aquellos que están heridos y, cuando es necesario, sepulta a los que están espiritualmente muertos.

            El propósito principal de la disciplina redentora es evitar pérdidas. Esta responsabilidad cristiana, sumamente descuidada, requiere que los miembros cultiven la mansedumbre y la humildad al relacionarse unos con otros. No habrá ataques ni enfrentamientos entre los hermanos, sino humilde disposición a llevar los unos las cargas de los otros (veáse Gál. 6:2). Todos serán estimados como iguales, como hermanos miembros de la familia de Cristo, sin importar el dinero, el poder, o la posición social. Esto esparce dentro del seno de la congregación la influencia magnética del amor celestial.

            La retención efectiva de los miembros requiere que la iglesia se convierta en una especie de guardería para los creyentes bebés. La tierna solicitud por ellos no es asunto exclusivo del pastor, es negocio de todos. Pero usted sabe lo que ocurre en una familia normal cuando llega un nuevo bebé. Los hermanos y hermanas mayores, a menudo, se sienten marginados y envidiosos por la atención que recibe el recién llegado. Lo mismo ocurre muchas veces en el rebaño del Buen Pastor. A menos que estén llenos de amor y bien preparados, las ovejas y los cabritos establecidos se sentirán afectados por la presencia de los nuevos corderos. Esta actitud es una piedra de tropiezo para los creyentes. Una medida de cuán fuertemente siente Jesús el maltrato que se les inflige a los pequeñitos de su rebaño, es la advertencia de que sería mejor que a los ofensores se les atase una piedra de molino al cuello y se le echase al mar para que se ahogaran, que hacerle frente al disgusto de su Padre en el día del juicio (véase Mat. 18:6-10).

            A menos que toda la iglesia sea educada continuamente y se involucre en la tarea de nutrir las necesidades de los nuevos creyentes, la disciplina redentora será muy difícil de administrar.

Restaurar las ovejas extraviadas

            La parábola de la oveja perdida que Jesús relató y que se encuentra registrada en Mateo 18 aclara que su método de disciplina es redentor. La oveja es un miembro extraviado y ya no disfruta de la seguridad y la protección de la familia de la iglesia. Jesús resumió la parábola diciendo que su Padre no quiere que ninguno perezca (véase Mat. 18:12-14). El dio instrucción práctica en cuanto a los pasos que se deben dar para restaurar a la oveja perdida tomando en cuenta esta parábola.

            A veces los procedimientos que dio Jesús se ven como si fueran el consejo de un abogado: “Analízalos cuidadosamente para que no hagas algo ilegal”. Si bien el proceso debido es importante, Jesús no estaba pensando en términos de “limpiar” los libros. Sí, quiere limpiar los libros, pero no vaciar las páginas.

Visitas privadas

            En el método de la disciplina redentora de Cristo lo primero que hay que hacer es: “Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos” (Mat. 18:15). En mi ministerio he visto muchas veces que alguien informa acerca de un miembro extraviado, y luego pregunta: “Pastor, ¿qué va a hacer al respecto?” He aprendido a escuchar y luego a contestar bondadosamente: “La pregunta debería ser ¿qué va a hacer usted al respecto?”

            Los primeros adventistas llamaban a esta visitación privada relacionada con el comportamiento “ser fieles con un hermano o con una hermana”. Muchos descuidan este deber porque no saben cómo aproximarse a un hermano que se ha extraviado. En tales casos, puede ser que usted como pastor tenga que asesorarlos para que sepan cómo expresar su preocupación en términos redentores.

            A veces la visita a alguien que ha errado se convierte en muchas visitas más. Esto fomenta el arrepentimiento y reduce la necesidad de exponer el pecado a toda la congregación. Como la Biblia dice: “Cubrirá multitud de pecados” (Sant. 5:19, 20).

            En una iglesia donde fui pastor el esposo de una diaconisa se involucró sexual- mente con una compañera de trabajo. Cuando hablé con él en privado, confesó con lágrimas. Su esposa y sus hijos por poco lo abandonan, pero finalmente optaron por perdonarlo y decidieron mantener la familia unida. Y siendo que el pecado del hombre no era conocido públicamente, y ya se había producido un evidente arrepentimiento, nos regocijamos en su restauración y dejamos el asunto en privado. El objetivo de la disciplina redentora se había logrado; la oveja perdida había sido restaurada.[1]

            Uno de los beneficios de la visita privada es que un miembro puede discernir y confirmar mejor si sus sospechas son ciertas o no. Hace algunos años una hermana estaba segura de haber visto a un pastor fumar. En vez de ir y hablarle en privado, se puso en contacto con los dirigentes de la asociación, quienes convocaron una comisión para tratar su caso. El pastor cuestionado sacó de su bolsillo un inhalador Vick. Puso en su boca el artefacto y le preguntó a la hermana si era esto lo que había visto. Ella, muy avergonzada, tuvo que admitir que así era.

El siguiente paso

            Si la visita privada no funciona, el siguiente paso es llevar a alguien con usted la próxima vez (véase Mat. 18:16). En este punto, el pastor y el anciano deberían intervenir. Lo que Jesús hace es poner en operación el poder de la influencia personal: un poder que con mucha frecuencia se subestima. Dios eleva la potencia del amor con la esperanza de que la influencia de dos o tres que se preocupan por el transgresor lo aleje del poder del pecado.

            Cuando fui pastor los ancianos se reunían mensualmente, no sólo para discutir los negocios terrenales de la iglesia, sino también su bienestar espiritual. Nosotros como pastores vigilábamos a nuestros miembros. Si llegábamos a saber que uno de ellos estaba extraviándose, dedicábamos tiempo a la oración intercesora, y luego planeábamos el rescate. Con la venia de la iglesia en una reunión administrativa, la junta de ancianos se encargaba de poner a ese miembro extraviado en un “período de gracia” a discreción. Esto nos daría tiempo para trabajar con él en forma tranquila antes de llevar el asunto al pleno de la iglesia.

            Capacitados por esta estrategia de amor, vimos cómo Dios resolvió varios casos realmente desesperados. No los ganamos a todos, pero lo intentamos. Cuando las personas eran restauradas y algunas veces rebautizadas, era menos probable que se apartaran nuevamente. Muchas veces la puerta trasera se abre a menudo porque el pastor y los ancianos no la han cerrado a través de la ferviente oración intercesora y el trabajo persistente.

            La disciplina redentora implica un trabajo de equipo por parte de los ancianos. A una persona que había falsificado cheques se le dio un período de gracia. Durante un año lo visitaron los ancianos y el pastor, le dieron consejos espirituales, elevaron oraciones, verificaron si había restituido o no lo defraudado y afirmaron el cambio operado en él. La gente que está en proceso de restauración necesita mucha ternura y amante atención.

            Desafortunadamente, muchas veces sobresaturamos a nuestros ancianos con funciones extra bíblicas, y por lo tanto su obra más importante no se lleva a cabo. Las comisiones pueden arrullarlo a uno, las actividades aumentar desmesuradamente, y la iglesia puede parecer muy exitosa. Y, sin embargo, ocurre con frecuencia que en medio de este ruido las ovejas se extravían y nadie tiene tiempo siquiera para notarlo. Nosotros libramos a nuestros ancianos de mucho de ese servicio a las mesas. ¡Y qué diferencia comenzamos a ver en nuestra congregación!

El paso final

            El último esfuerzo en la disciplina redentora es “decirlo a la iglesia”. Si todas las otras influencias fracasan, entonces Jesús nos abre el diluvio de su amor. Desafortunadamente, cuando un problema llega a este punto, se lo presenta y vota en la misma sesión administrativa. Tal metodología no es el plan de Jesús. Después de decir “dilo a la iglesia”, él nos instruye: “y si no oyere a la iglesia…” (vers. 17). En otras palabras, la razón por la cual se debe decirlo a toda la iglesia es para que todos hagan su parte para alcanzar al que ha errado, mostrándole su amor, e implorándole que se arrepienta. Si se procede correctamente con oración intercesora, puede surgir un poder completamente fuera de lo común para salvar y restaurar.

            Yo no creo que el propósito de Jesús era que sólo una voz representativa de la iglesia le hablara al “perdido”. Toda la iglesia, o al menos una gran proporción de ella, debe hacerlo.

El ministerio de la desfraternización

            El miembro que ha errado sólo puede ser desfraternizado si se niega a escuchar la súplica de la iglesia entera (vers. 17). Esto no significa expulsarlo e ignorarlo, como hacen algunas denominaciones, sino un cambio en las relaciones. El que ha sido desfraternizado debe ser considerado como un “pecador” que debe ser traído de nuevo al redil. Ganarlo de nuevo no significa darle los mismos privilegios de antes, como, por ejemplo, la participación en el servicio de comunión. Pablo dijo a los corintios que entregaran a ese tipo de gente al diablo que hace de la vida algo tan miserable, que la persona querrá regresar a la plena comunión de la iglesia. ¿No deberíamos luchar para desarrollar una comunión tal en Cristo de modo que uno que nos ha abandonado se sienta tan compungido que ya no pueda soportar más al mundo? Por supuesto, esto ocurre muchas veces.

            Cuando un miembro llega al punto de negarse a escuchar las súplicas de la iglesia entera al arrepentimiento, ésta debe ejercitar su responsabilidad de desfratemizarlo. La renuencia a enterrar a los espiritualmente muertos, amenaza la salud del cuerpo entero de la iglesia. Nos envía un mensaje a todos, así como al mundo, en el sentido de que nosotros realmente no creemos lo que decimos. Con una actitud tal les decimos a los que yerran que realmente no nos preocupa su suerte. La desunión, la fragmentación, la apatía, y la impiedad en las bancas es siempre el seguro resultado.

            Debemos recordar, al desfratemizar a los miembros que no se arrepienten, que no son los únicos que necesitan sanidad. Todo el cuerpo sufre cuando un miembro cae. Y yendo más allá, también la comunidad en general, que no es parte de la iglesia se siente lastimada al considerar el comportamiento cristiano en una forma que niega a su Señor. Muchas veces se detiene el progreso del evangelio cuando la iglesia se niega a vendar sus heridas.

Censura y prueba

            Puede haber ocasiones en que un individuo se ha arrepentido, pero su comportamiento ha causado tan profundas heridas o confusión, que la iglesia se vea en la necesidad de expresar su tristeza por medio de la disciplina. Esto sólo se hace para dar una oportunidad al cuerpo y a la comunidad para que sanen. Si los miembros que yerran están verdaderamente arrepentidos, harán todo lo posible para cooperar, no proyectando el estigma de su mal comportamiento sobre otros. En tales casos yo prefiero evitar la desfraternización y usar la censura, la prueba o un período de gracia.

            En una ocasión, en el proceso de restauración de una pareja que había llegado a los límites del pecado, pero que se habían arrepentido profundamente, un anciano preguntó: “¿Qué haremos si lo vuelven a hacer?” Volviendo a Mateo 18, encontramos que Pedro tenía la misma preocupación después de oír el proceso de los tres pasos presentados por Cristo. Jesús le dio sólo una alternativa. Siempre que se arrepientan, debemos perdonarlos.

            En nuestros días muchos concordarían con Pedro y no tanto con Jesús. Para ellos, siete veces debiera ser el límite; de otra manera, la disciplina eclesiástica se convertiría en una burla. Pero Jesús, comprendiendo las debilidades humanas, dijo que nuestro perdón y nuestra disposición a restaurar al arrepentido no deberían conocer límites (véanse los vers. 21,22). A la luz de lo dicho, nuestros ancianos determinaron que, si esta pareja volvía a pecar, debíamos estar preparados para trabajar una vez más para llevarla al arrepentimiento y la restauración.

Arrepentimiento y restauración

            El asunto del arrepentimiento no debe tomarse livianamente. Hay muchas historias desafortunadas de parejas que se divorciaron en contra del principio bíblico y se volvieron a casar y luego quisieron jugar con el arrepentimiento. Pidieron que sus nombres fuesen borrados y luego se presentaron para solicitar el bautismo en una iglesia vecina. Algunos pastores no harán nada o casi nada para indagar con el pastor anterior antes de rebautizar a tales personas. Gran deshonra, confusión y debilidad ha acarreado este lamentable comportamiento. Siendo que nadie los ha guiado al arrepentimiento, son ramas muertas injertadas a un árbol viviente.

            Las tres columnas que sostienen la restauración son arrepentimiento, arrepentimiento y arrepentimiento. Sentir tristeza por el pecado no, es decir, “estoy apenado por haberme metido en este problema”, sino: “Si tuviera oportunidad de volver a cometer este pecado, no lo volvería a hacer”. Es sentir tristeza por el mal comportamiento, conducta que trajo oprobio y dolor a Cristo y a la iglesia.

            Las personas que están en proceso de ser restauradas debieran ser conducidas a dar los siguientes pasos:

  1. Confesar que, si tuvieran que hacerlo de nuevo, no lo harían, no importa el costo.
  2. Estar dispuestos a pedir perdón a las partes dañadas y, hasta donde sea posible, arreglar los problemas.
  3. Someter humildemente su situación al escrutinio de la familia de la iglesia o de sus representantes.
  4. Si el pecado llegara a ser conocido públicamente, debe ser confesado públicamente. Sin embargo, aquí la sabiduría y el sentido común juegan un gran papel.[2] Puede ser que el rebautismo sea la única solución posible.

            Estos pasos ayudan al que ha errado, a los que han sido ofendidos y a la iglesia entera a encontrar la sanidad. La iglesia evitará la vergüenza de oír testimonios como el que escuché vívidamente de labios de una profesional. Ella y su esposo fueron restaurados sin arrepentimiento. Sentados con un grupo de miembros después de una comida de la iglesia, ella se jactó de que el abandono de sus cónyuges anteriores y la relación adulterina que ahora disfrutaban era lo mejor que habían hecho en su vida. Me estremezco cada vez que recuerdo este incidente.

Vigoroso amor

            El deseo de recibir la aprobación de los demás no debe impedimos ser fieles con un hermano o hermana que necesitan disciplina redentora. Cristo no debe ser deshonrado de nuevo ante el altar de nuestro egoísmo. En realidad, somos responsables del bienestar de los demás. El fiel testimonio de Abel le costó la vida, y la verdadera disciplina redentora nos costará dolor, especialmente si la iglesia la ha estado descuidando.

            Muy poco después de haber llegado a una iglesia me enteré del caso de un hombre que se había divorciado, se había cambiado a otra ciudad, y vivía actualmente con otra mujer sin manifestar ningún interés en el matrimonio. Su nombre estaba todavía en el libro de la iglesia pese a tener un año ya viviendo en esa condición. Cuando me acerqué a su hijo (un fiel miembro de la iglesia) para pedirle el número telefónico de su padre, se puso furioso de sólo pensar que yo deseaba ponerme en contacto con él. El hijo temía que los sentimientos de su padre fueran heridos y que nunca más volviera a la iglesia. Le expliqué que el solo hecho de tener nuestros nombres en el libro de registros de la iglesia no nos protegería en el día del juicio de una desobediencia premeditada y permanente a los mandamientos de Dios. Su padre, le expliqué, estaba en una condición perdida y necesitaba ser redimido.

            Finalmente perdimos aquella batalla. Pese a nuestros esfuerzos y muestras de amor, el padre se negó a arrepentirse. Quizá algún día, cuando las circunstancias ablanden su corazón, como el antiguo rey Manasés, escuchará la súplica del Espíritu que lo invita a arrepentirse. Quizá en ese punto nuestro vigoroso amor, que se negó a fortalecerlo en el pecado, le recordará su necesidad de respetar la salvación que Jesús ganó en la cruz.

            Que Dios nos ayude, como pastores y ancianos, a ser fieles a sus principios de disciplina redentora. Que seamos celosos para conservar a nuestros miembros y no quedamos tranquilos hasta hacerlos volver, si se han extraviado; dispuestos a tomar las medidas apropiadas cuando las súplicas fallan; insistir en un arrepentimiento genuino y ser amplios en perdonar.

            ¿Por qué? ¡Porque el juicio viene!

Sobre el autor: es presidente de la Asociación de Michigan de los Adventistas del Séptimo Día.


Referencias:

[1] Para proteger la confidencialidad se han cambiado las ilustraciones, pero lo básico permanece intacto.

[2] Véase Elena G. de White, Testimonies for the Church (Mountain View, California: Pacific Press Publishing Association, 1948), tomo 5, págs. 642ff.