Actualmente se discuten ampliamente las enseñanzas de la Iglesia Adventista. Pero esto no debiera admirarnos, porque, apoyados en profecías como la de Apocalipsis 18:1, ¿acaso no hemos predicado durante muchos años que antes del fin de todas las cosas este mensaje se convertirá en un centro de interés para el mundo? Además, hemos recibido mucho consejo destinado a prepararnos para un tiempo como éste. Notemos estas palabras:
“Se ha considerado a nuestro pueblo demasiado insignificante para ser digno de nota, pero se producirá un cambio: ahora se están dando los pasos. El mundo cristiano está llevando a cabo ciertos movimientos que necesariamente pondrán de relieve al pueblo que guarda los mandamientos. … Se escudriñará cada posición de nuestra fe, y si no somos estudiantes concienzudos de la Biblia, fundamentados y fortalecidos, la sabiduría de los grandes hombres del mundo será demasiado para nosotros.”—Elena G. de White, Carta Nº 12, 1886.
No debemos olvidar que la predicación efectiva se apoya en conceptos teológicos claros. El contenido del mensaje es más importante que los métodos que se sigan en la predicación. Y Cristo constituye el corazón de ese mensaje; él es la Palabra Eterna, el Salvador de la humanidad— nuestro Sacerdote y Rey. Por esto damos tanta importancia al tema de la teología. Al final de este artículo incluimos una tabla comparativa que establece algunas diferencias y semejanzas entre la naturaleza de Adán en el Edén, de Cristo durante la encarnación, y del ser humano como parte de una raza caída.
En las Escrituras se enseña con claridad meridiana que cuando Dios se encarnó participó de la naturaleza del hombre; es decir, tomó la naturaleza humana sobre sí mismo. En Romanos 1: 3 leemos que Jesús nació “de la simiente de David según la carne;” y en Gálatas 4:4 se nos dice que fué “hecho de mujer.” Llegó a ser un hijo de la humanidad a través del nacimiento humano, sometiéndose a las condiciones de la existencia humana, y poseyendo un cuerpo humano. (Hcb. 2:14.)
No debemos perder de vista el hecho de que el nacimiento de nuestro Señor fué sobrenatural. Fué el resultado de un acto especial de Dios, ejecutado por intermedio del poder del Espíritu Santo. Dios se hizo carne para cumplir su propósito eterno de restituir la raza caída a su lugar de armonía con Dios y con el universo.
Cuando Adán pecó, los efectos de su caída se transmitieron a toda la familia humana que, a partir de ese momento, pasó a ser una raza mortal. Y el Salvador nació de esa raza. Cuando Jesús nació, siglos de pecado habían impreso su trágica señal sobre la humanidad. La naturaleza humana se había deteriorado; por otra parte, Satanás reclamaba este mundo como su dominio. Cuando el Hijo se encarnó, y se identificó con la humanidad, ya la raza había sufrido el debilitamiento de miles de años de pecado y degradación.
Vino a este mundo en la forma humana, limitado por las mismas flaquezas de nuestra naturaleza física. Como estaba bajo la forma física del hombre, tenía que experimentar el golpe y los efectos del pecado. Conoció el dolor de sentirse olvidado.
“Pisado he yo solo el lagar, y de los pueblos nadie fué conmigo.” (Isa. 63:3.)
“Llevando la debilidad de la humanidad, y cargado con su tristeza y pecado, Jesús anduvo solo en medio de los hombres… Estuvo espiritualmente solo en un mundo que no le conocía.”—El Deseado de Todas las Gentes, pág. 374.
Cuando leemos que Cristo tomó la naturaleza del hombre, es imprescindible que reconozcamos las diferencias que presenta la naturaleza humana según la consideremos desde el punto de vista físico o teológico. En verdad era un hombre, pero además de eso era Dios manifestado en la carne. Ciertamente tomó nuestra naturaleza humana, es decir, nuestra forma física, pero no poseía nuestras propensiones al pecado. ‘La Hna. White hace énfasis una y otra vez en “la perfecta impecabilidad de la naturaleza humana de Cristo.”—Citado del “S.D.A. Bible Clommentary,” tomo 5, pág. 113.
Notemos las siguientes palabras: “No lo presentéis ante la gente como un hombre con propensión al pecado. Es el segundo Adán. El primer Adán fué creado como un ser puro e inmaculado, sin una sola mancha de pecado sobre él… Debido al pecado, su posteridad nació con inherentes propensiones a la desobediencia. Pero Jesucristo era el Hijo unigénito de Dios. Tomó sobre él la naturaleza humana… Pero ni por un momento hubo en él una propensión al mal:’1—Id., pág. 1.128.
Cristo formó parte de la familia humana y se hizo uno con nuestra raza, la cual desde los días de Adán había venido sufriendo un proceso de degeneración. Sin embargo fué “sin pecado.”
En el número 25 de El Ministerio (enero- febrero de 1957), pág. 19, aparece la siguiente declaración de la Hna. White: “Nació sin una mancha de pecado, pero vino al mundo de igual manera que la familia humana.”
El comprender cómo pudo vivir victoriosamente mientras compartía con nosotros la naturaleza física, limitada, de la humanidad, es un misterio que está fuera de nuestro alcance. Pero las Escrituras declaran que cuando fué tentado permaneció “santo, inocente, limpio, apartado de los pecadores.” Como representante de la Deidad, era perfecto en su naturaleza espiritual. Como representante de la humanidad, era perfecto y triunfante en su naturaleza humana. Tenía una naturaleza humana, pero no una naturaleza carnal.
Procuraremos diferenciar estas dos naturalezas. Tomó sobre sí nuestras flaquezas; pero flaquezas tales como la debilidad, el resultado de siglos de herencia, no son pecaminosas. En el relato de su estada en la tierra aparecen claramente esas flaquezas. Leemos que tuvo “hambre”; conoció la angustia de la “sed”; estuvo “cansado”; “lloró”; fué “tentado”; conoció la “agonía.” En los Evangelios se refiere más de 80 veces a sí mismo como “el Hijo del hombre.” Tenía la apariencia de un hombre, y en realidad era un hombre—el Hombre inmaculado, el Hombre perfecto, el Hombre-Dios, el Único que permite que tengamos acceso al Padre.
Sintió necesidad de orar, pero nunca tuvo que pedir perdón, porque “no conoció pecado.”
“Era un poderoso suplicante, pero no poseía las pasiones de nuestra naturaleza humana.”—Testimonies, tomo 2, pág. 509.
“Es un hermano en nuestras flaquezas, pero no en la posesión de iguales pasiones. Como Ser sin pecado, su naturaleza rechazaba el pecado.”—Id., pág. 202.
Mateo y Lucas, al referir el advenimiento de nuestro Señor al mundo, ponen de relieve la diferencia entre su nacimiento y el de todos los demás integrantes de la raza humana. Después de enumerar las numerosas generaciones transcurridas desde Abrahán, Maleo escribe: “Y el nacimiento de Jesucristo fué así.” La expresión “fué así” indica que los sucesos que determinaron este nacimiento fueron diferentes de los que acababa de referir. Lucas cita las palabras del ángel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te hará sombra; por lo cual también lo Santo que nacerá, será llamado Hijo de Dios.”
Valiéndonos únicamente de las leyes de la herencia no podemos explicar la encarnación de nuestro Señor, porque su nacimiento fué sobrenatural. Fué el resultado de un acto creador de Dios; y aunque Cristo vino como un eslabón de la generación humana, apareciendo en la carne humana, siempre era Dios.
En la primera promesa de un Redentor encontramos el principio del misterio de la piedad. Jehová declaró que el poder de la serpiente sería destruido por “la simiente de la mujer.” Su relación con la raza humana procedía del lado de su madre. Era “hecho de mujer,” era “la simiente de la mujer.” No tenía un padre humano. Había nacido en la familia humana, poseía una naturaleza humana, y era conocido como el Hijo del hombre; sin embargo era el Hijo de Dios. Su naturaleza humana era verdaderamente humana, pero sin pecado. Era humana, no carnal. La diferencia entre la naturaleza humana y la naturaleza carnal es vital y decisiva.
La naturaleza carnal (el término “camal” es utilizado aquí en el sentido paulino, y no en su sentido general y corriente) no es una parte integrante del hombre original; es el resultado del pecado. Antes de su caída Adán era humano, pero no era carnal; era espiritual, pero no era sensual. Cuando el Dios eterno se constituyó en el segundo Adán para ocupar su lugar como el representante de una raza redimida, vino “sin pecado.” Cuando el Dios encamado entró en la historia humana y llegó a ser un miembro de la raza caída, poseía la perfección de la naturaleza con que Adán fué creado en el Edén. Sin embargo el medio ambiente que rodeaba a Jesús era esencialmente diferente del que rodeaba a Adán antes de la caída. El cuadro que aparece al final de este artículo ayudará a comprender esta verdad.
Es imposible explicar cómo pudo Dios realizar este milagro. El lenguaje humano es demasiado limitado para abarcar el misterio de la piedad. Pero aunque no podamos explicarlo, y aunque lo consideremos insondable, podemos regocijarnos en la redención que es nuestra mediante Cristo Jesús.
Un destacado teólogo de nuestros días dice: “‘Mostradme vuestra cristología y os diré lo que sois” Otro declara: “El que posea un concepto inadecuado de la naturaleza de nuestro Señor, descubrirá que las consecuencias de ello se extienden a todas las facetas de su teología, en un sentido perjudicial” Este tema exige un estudio sincero, con el auxilio de la oración.
Cuando en los escritos del espíritu de profecía encontramos una expresión como ésta: “Sobre su naturaleza sin pecado tomó nuestra naturaleza pecaminosa” (“Medical Ministry,” pág. 181). debemos entenderla a la luz de las Escrituras, que declaran que Dios “al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros” (2 Cor. 5:21.) En ocasión de su nacimiento fué declarado “santo.’’ Durante su vida y su ministerio “no hizo pecado/’ Pero en el Getsemaní y en el Calvario llevó el pecado de toda la humanidad. Y no sólo el pecado, sino también sus efectos. Leemos: “El mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias.” (Mat. 8:17.) Sufrió una muerte vicaria. En ese lóbrego día “llevó nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores” y fué “herido de Dios y abatido.’’ (Isa. 53:4.) Nuestros pecados le fueron imputados. Y así, vicariamente, tomó nuestra naturaleza pecaminosa, murió en lugar nuestro, y fué “contado entre los perversos’’ (vers. 12).
Aunque se le imputó el pecado, éste nunca formó parte de Cristo, poique era exterior a él, no interior. Todo lo que tomó no era suyo inherentemente; él lo tomó, es decir, lo aceptó. “Asumió voluntariamente la naturaleza humana. Fué un acto propio, llevado a cabo con su propio consentimiento.” (E. G. de White. en The Review and Herald. 5 de enero de 1887.) “El cual no hizo pecado;” “el cual mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero.” (1 Ped. 2:22, 24.)
Demos gracias a Dios por su gran salvación. Estas solemnes verdades debieran constituir un tema constante para nuestra contemplación. Juan exclama: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios.” Es un amor dado. No podemos ganarlo, no podemos comprarlo, no podemos comprenderlo, no podemos sondear sus profundidades; pero podemos aceptarlo, y al contemplar con reverencia esta solemne revelación de amor y gracia, podemos repetir su nombre con unción: “Emmanuel—Dios con nosotros.”