Cuando Jesús nos enseñó a orar “hágase tu voluntad”, tocó uno de los más profundos manantiales de nuestro ser, del cual fluyen todos los asuntos de la vida. La estructura de esta oración establece que las motivaciones y los deseos más íntimos del corazón de Dios debieran hallar expresión en nuestras propias vidas.
Demasiados de nosotros confundimos la voluntad de Dios con otra cosa: nuestros propios planes y deseos.
Si esto es cierto en otros asuntos, lo es especialmente en relación con la mayordomía. Esta requiere la totalidad de la vida -el tiempo, los talentos, los tesoros, las tres T de la vida- nuestro todo. En este artículo concentraremos nuestros pensamientos en el último de estos aspectos: la mayordomía de nuestros tesoros. Alguien ha dicho: “El dinero es nada más que la totalidad de la vida cristalizada en algo tangible que tiene curso legal, con el cual nos proyectamos a nosotros mismos más allá de los confines de la circunscripción de nuestro movimiento personal”.
Lo que hacemos con esta vida cristalizada es simplemente un asunto de voluntad. Es bueno, por lo tanto, que enfoquemos nuestros pensamientos y oraciones sobre este tema con el propósito de obtener una apropiada perspectiva hacia la totalidad de la vida.
Para los dirigentes cristianos, la voluntad de Dios es el punto de partida. Todo interrogante en relación con nuestra conducta en cualquier aspecto de nuestra vida debiera centrarse sobre la pregunta: ¿Cuál es la voluntad de Dios para mí en este asunto? Nunca debiéramos zanjar la cuestión de la mayordomía financiera hasta que lo hagamos a la luz de la voluntad de Dios. Y no nos falta orientación en este aspecto. La Biblia habla más a menudo en cuanto al dinero de lo que lo hace acerca de la salvación.
En primer lugar, Dios requiere que ganemos dinero honradamente. No hay pecado en ganar dinero. En realidad, debemos recordar que es Dios quien nos da el poder para enriquecernos (Deut. 8: 18).
En nuestros días de conflicto entre capital y trabajo hay una tendencia a mirar con sospecha la habilidad de hacer dinero. Los capitalistas pueden pecar, pero el capitalismo como tal no es pecado. El dinero en las manos correctas es una bendición en lugar de una maldición.
El fracaso en hacer lo mejor con las oportunidades que se nos brindan, por otro lado, ha sido condenado por Dios. Los israelitas no habían de ser perezosos en su responsabilidad de tomar la tierra de Canaán (Juec. 18: 9). La pereza o la negligencia son parientes del pecado de derroche (Prov. 18:9). La pereza es como un seto de espinos que obstruye el camino al progreso (Prov. 15: 19). En forma negativa, el Señor condena al “malo y negligente [perezoso] siervo” (Mat. 25:26); y en forma positiva, nos urge a ser “en lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu”, y en todo, “sirviendo al Señor” (Rom. 12:11).
Sin embargo, en nuestro celo por acumular riqueza debemos recordar que Dios desea que ganemos dinero honestamente.
En segundo lugar, es la voluntad de Dios que usemos el dinero sabiamente. El dinero honestamente ganado puede ser deshonestamente usado. El hijo pródigo “desperdició, sus bienes viviendo perdidamente” (Luc. 15:13). El rico insensato acumuló su riqueza en lugar de disponerla para un servicio útil (Mat. 16: 26). El mayordomo infiel fue separado de su cargo porque era “disipador de bienes” (Luc. 16:1). En contraste, los buenos y fieles siervos fueron aquellos que usaron sabiamente la propiedad a ellos confiada (Mat. 25: 23). El derroche es pecado, y la paga del pecado es muerte.
En tercer lugar -y esto nos lleva al punto crucial del asunto-, Dios desea que dediquemos el dinero religiosamente. Siendo que un Dios pródigo y generoso nos provee más de lo que necesitamos, no es nuestro el derecho de gastar dispendiosamente o retener egoístamente. Llega a ser un depósito para ser usado para su gloria. Cualquier banquero le dirá a usted que un depósito deberá ser administrado juiciosamente; hacer menos que eso es criminal. Podemos entender bien, entonces, las palabras de Malaquías (3: 8) en cuanto a lo que significa robar a Dios. Somos administradores de todo lo que poseemos para administrarlo de acuerdo con los deseos del dueño, Dios (Sal. 50:10). Somos mayordomos de todo lo que atañe a la vida, incluyendo nuestro dinero, y todo debe ser usado para la gloria de Dios. Un destacable ejemplo de esto es el industrial y filántropo R. G. Letourneau. Desde un comienzo, dio a Dios la décima parte y vivió con las nueve décimas. Ahora, vive con el diezmo y da nueve décimos a Dios. Pablo aconseja, en proporción a nuestra habilidad, que vayamos y hagamos lo mismo (1 Cor. 16:1). El dinero honestamente ganado y sabiamente usado debe ser religiosamente dedicado a Dios y a su causa.
Cuando hablamos en cuanto a nuestra voluntad, es precisamente aquí donde la mayordomía de la vida comienza; y en ningún otro lugar es más evidente que en relación con nuestro tesoro, sea grande o pequeño. Más que en cualquier otro lugar, aquí la voluntad de Dios se pierde en el laberinto de nuestros propios deseos. La voluntad puede ser definida como la disposición a ordenar nuestras vidas de acuerdo con actitudes o privilegios dados. En verdad, la voluntad puede definirse como “el control interno de nuestras vidas”. Un ladrón, por medio del control externo del revólver puede robar mi billetera. El gobierno, a través del control externo de la ley puede cobrarme impuestos. La economía, por medio del control externo de la inflación puede acabar con mis ahorros. La naturaleza, a través del control externo de los desastres puede dejarme sin recursos. Pero sólo mediante el adecuado funcionamiento del control interno o voluntad puedo convertirme en un mayordomo en el sentido religioso. Es en la marcha de este control interno donde tengo éxito o fallo como siervo de Dios, recibiendo o perdiendo por consiguiente bendiciones en proporción directa a mi respuesta a la voluntad de Dios.
La mayor batalla de la vida se pelea no entre ejércitos de soldados, sino en el campo de batalla de los corazones. El vicio dominante de todos nosotros es la codicia. En la base de la ley de Dios aparece la admonición: “No codiciarás” (Exo. 20:17). Eso nos advierte “guardaos de toda avaricia” (Luc. 12:15). Pablo nos recuerda que ningún “avaro, que es idólatra, tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios” (Efe. 5: 5).
“El mayor pecado que existe ahora en la iglesia es la codicia. Dios frunce el ceño sobre su profeso pueblo a causa de su egoísmo” (Testimonies, tomo 1, pág. 194).
“Vivir para sí es perecer. La codicia, el deseo de beneficiarse a sí mismo, separa al alma de la vida. El espíritu de Satanás es conseguir, atraer hacia sí. El espíritu de Cristo es dar, sacrificarse para bien de los demás’’ (Palabras de Vida del Gran Maestro, pág. 203).
“La codicia, el egoísmo, el amor al dinero y el amor al mundo compenetran todas las filas de los observadores del sábado. Estos males están destruyendo el espíritu de sacrificio del pueblo de Dios. Los que albergan esta codicia en su corazón no se dan cuenta de ello” (Joyas de los Testimonios, tomo 1, págs. 39, 40).
“El egoísmo es el impulso humano más poderoso y más generalizado, y debido a esto la lucha del alma entre la simpatía y la codicia constituye una prueba desigual; porque mientras el egoísmo es la pasión más fuerte, el amor y la benevolencia son con mucha frecuencia los sentimientos más débiles, y por regla general el maligno gana la victoria. Por lo tanto, al dar nuestro trabajo y nuestros dones a la causa de Dios, es peligroso dejarse controlar por los sentimientos o el impulso” (Consejos sobre Mayordomía Cristiana, pág. 28).
“Considerad para quién es la ofrenda. Este recuerdo ahuyentará la codicia. Consideremos tan sólo el gran amor con que Cristo nos amó, y nuestras ofrendas más generosas nos parecerán indignas de su aceptación” (Joyas de los Testimonios, tomo 1, pág. 564).
“La benevolencia constante y abnegada es el remedio de Dios para los corruptos pecados del egoísmo y la codicia… Él ha ordenado que el dar debiera convertirse en un hábito, que pueda contrarrestar el peligroso y engañoso pecado de codicia. El dar continuamente hace morir de hambre a la codicia” (Testimonies, tomo 3, pág. 548).
“Mediante la acción de echar el grano en la tierra, el Salvador representa su sacrificio por nosotros. ‘Que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere -dice él- queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto’. Únicamente con el sacrificio de Cristo, la Simiente, podía obtenerse fruto para el reino de Dios. De acuerdo con la ley del reino vegetal, la vida es resultado de su muerte.
“Lo mismo ocurre con todos los que dan fruto como colaboradores con Cristo; el amor y el interés propios deben perecer; la vida debe ser echada en el surco de la necesidad del mundo. Pero la ley del sacrificio del yo es la ley de la conservación propia. El agricultor conserva el grano cuando lo arroja a la tierra. Del mismo modo será conservada la vida que se da generosamente para el servicio de Dios y del hombre” (La Educación, pág. 110).
A Dios “le agrada cuando [su pueblo] le dirige las más elevadas demandas a fin de glorificar su nombre. Puede esperar grandes cosas si tiene fe en sus promesas” (El Deseado de Todas las Gentes, pág. 621).
Dios no necesita nuestro dinero;
¿para qué dar?
“Dios nos da como si fuéramos reyes; nosotros le damos como si fuera un mendigo. Dios nos da el mejor don que el cielo pueda dar.
Nosotros le damos a él aquello sin lo cual podemos continuar”.
Autor Desconocido
¿Quién dio el ejemplo en dar? ¡Dios lo dio! “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna” (Juan 3:16).
- Al hablar al antiguo Israel, la Hna. White dice: “Unos pocos de naturaleza sensible devolvían a Dios alrededor de la tercera parte de sus entradas para beneficio de los intereses religiosos y para los pobres” (Testimonies, tomo 4, pág. 567).
- Dios no requiere menos de su pueblo en estos últimos días, en sacrificios y ofrendas. Aún la viuda y el huérfano no debieran ser inconscientes de sus bendiciones” (Testimonies, tomo 2, pág. 574).
“La generosidad no es tan natural a nosotros como para que la obtengamos por accidente. Debe ser cultivada. Debemos resolver deliberadamente que honraremos a Dios con nuestros bienes; y entonces no debemos dejar que nada nos tiente a privarle de los diezmos y ofrendas que le debemos. Hemos de ser inteligentes, sistemáticos y constantes en nuestros actos de caridad hacia los hombres y en nuestras expresiones de gratitud a Dios por sus bondades hacia nosotros. Este es un deber demasiado sagrado para que lo confiemos a la casualidad, o para que sea regido por los impulsos o sentimientos” (Testimonios Selectos, tomo 4, págs. 69, 70).
“Cuando nosotros mismos nos encargamos de manejar las cosas que nos conciernen, confiando en nuestra propia sabiduría para salir airosos, asumimos una carga que Él no nos ha dado, y tratamos de llevarla sin su ayuda. Nos imponemos la responsabilidad que pertenece a Dios y así nos colocamos en su lugar. Con razón podemos entonces sentir ansiedad y esperar peligros y pérdidas, que seguramente nos sobrevendrán. Cuando creamos realmente que Dios nos ama y quiere ayudarnos, dejaremos de acongojarnos por el futuro. Confiaremos en Dios, así como un niño confía en un padre amante. Entonces desaparecerán todos nuestros tormentos y dificultades; porque nuestra voluntad quedará absorbida por la voluntad de Dios” (El Discurso Maestro de Jesucristo, pág. 85).
Dios ha diseñado un plan por el cual todos pueden dar conforme él los haya prosperado, y que hará del dar un hábito sin esperar llamados especiales. Hasta que todos pongan en práctica el plan de la benevolencia sistemática, fracasaremos en alcanzar la regla apostólica” (Testimonies, tomo 3, pág. 411).
“Estamos en un mundo de abundancia. Si los dones y ofrendas fueran proporcionales a los medios que cada uno recibió de Dios, no habría necesidad de urgentes llamados por más medios… Hay medios suficientes en las manos de los creyentes para sustentar ampliamente la obra en todos sus departamentos; sin avergonzar a nadie, si todos llevaran su parte proporcional” (Testimonies, tomo 3, pág. 410).
“Aquí está la recompensa de los que sacrifican para Dios. Reciben CIEN VECES TANTO EN ESTA VIDA, y heredarán la vida eterna. Pero muchos primeros serán postreros, y los postreros serán primeros. Se me mostró a quienes reciben la verdad, pero no la viven. Se aterran a las posesiones, y no están dispuestos a distribuir de sus bienes para hacer avanzar la causa de Dios. No tienen FE para aventurarse y confiar en Dios. Su amor por este mundo consume su fe. Dios pide una porción de sus bienes, pero ellos no la dan. Razonan que han trabajado duramente para obtener lo que tienen, y no pueden prestársela al Señor, porque habrán de pasar necesidad. ¡Oh, vosotros de poca fe! Aquel Dios que cuidó de Elias en tiempo de hambre, no pasará por alto a uno de sus hijos que se sacrifican. El que ha contado los cabellos de sus cabezas, cuidará de ellos y en días de hambre serán satisfechos. Mientras los malvados perecen a su alrededor por falta de pan, su pan y agua estarán seguros. Los que todavía se aterran a su tesoro terrenal, y no hacen un correcto uso de lo que se les presta por parte de Dios, perderán su tesoro en el cielo, perderán la vida eterna… Él ha ordenado que los hombres debieran ser sus instrumentos, que así como se hizo un sacrificio tan grande para redimirlos, ellos debieran cumplir su parte en esta obra de salvación, haciendo sacrificios unos por otros, y entonces, mostrar cuán elevadamente aprecian el sacrificio que ha sido hecho por ellos” (Testimonies, tomo 1, págs. 133, 134).
Este es el resumen de la historia. Gane dinero honestamente… ¡todo lo que pueda! Úselo sabiamente… ¡todo! Dedíquelo religiosamente… ¡hasta el último centavo! Ponga su voluntad en la voluntad de Dios, y oirá su voz decirle: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor”.
Sobre el autor: Tesorero asociado de la Asociación General.