Llamado a consolar, el pastor debe estar siempre disponible en los momentos angustiosos de su rebaño.

La muerte es una herida que experimentan los vivos.[1] Es una amputación emocional y afecta a la persona profundamente.[2] Es quedarse sin alguien a quien uno ama y que ha tenido mucho o poco tiempo a su lado. A esa pérdida le siguen el dolor y el sufrimiento, que van desde las primeras reacciones hasta un período de organización, de búsqueda de una nueva identidad para volver a vincularse con nuevos intereses y personas.

No hay dos personas que atraviesen el proceso del pesar de la misma forma; sin embargo, existen algunas similitudes. La manera en que la persona sufre depende de su personalidad, ambiente cultural, creencias religiosas y relación con el fallecido; aunque nuestras reacciones dependen, en gran medida, de la forma en que la muerte se presenta.[3]

Con frecuencia, hay crisis de creencias, acompañadas de síntomas físicos como náuseas, dolores estomacales y de cabeza, insomnio, pérdida de apetito, arranques de enojo, etc. En ocasiones, se presenta un período de silencio o un sentimiento de falta de propósito. En el creyente, períodos de oración y lecturas bíblicas, combinados con preguntas, a veces de enojo, dirigidas a Dios.

El proceso del duelo

En las semanas o meses posteriores al fallecimiento, los deudos empezarán a pasar por el largo período de reajuste. Sin la presencia de la persona que ha fallecido, deberán regresar a sus actividades normales e involucrarse en las actividades sociales; sin embargo, la tristeza permanece.[4] E. Kübler-Ross, a través de sus investigaciones, estableció un proceso de cinco fases del duelo: negación, depresión, cólera, reajuste y aceptación.[5] Algunos autores[6] han adoptado el modelo de Kübler-Ross y otros lo han ampliado, dividiéndolo en seis, siete, ocho y diez estadios progresivos. Sobre la base de esas conclusiones, se observan las siguientes etapas emocionales en el proceso de duelo:

1. Conmoción o llanto: Hay un cierto estado de estupefacción, que a veces protege al afectado del pleno impacto emocional de la tragedia. Esta es una respuesta normal desatada por el sistema nervioso; es la forma que tiene Dios de anestesiar a la persona a fin de capacitarla para hacer frente a la realidad de la muerte y manejar las dificultades consecuentes. Comentarios como “deja de llorar” no son útiles y muestran falta de sensibilidad. Si esta etapa dura demasiado, resulta anormal y puede crear problemas.

2. Depresión: La pérdida de un ser amado obliga a una persona a reorganizar su vida. Se rompen relaciones y desaparecen sentimientos de seguridad. A veces, hasta hay síntomas de problemas físicos. Si la tristeza no es eliminada completamente, puede conducir a problemas físicos reales.

3. Miedo: La persona angustiada encuentra dificultades para pensar y concentrarse, y entonces se hace temerosa y siente pánico. La vida parece hacerse pedazos tanto en lo exterior como en el interior.

4. Sentimiento de culpa: Es casi un fenómeno universal, en el que una persona apenada tiene la tendencia a acusarse de la muerte de la persona amada. La pesadumbre abre viejas heridas y despierta viejos recuerdos. También existe la tendencia a idealizar a la persona fallecida y ver solamente los puntos buenos.

5. Resentimiento: Además de acusarse a sí misma, la persona siente ira hacia otros: con el médico, porque no pudo hacer más, con el personal del hospital e incluso con el fallecido.

6. Apatía: A la persona afligida le es penoso relacionarse con la vida real, y desea encerrarse en su propio corazón para que la dejen sola. Ciertamente, es normal que personas lastimadas quieran que las dejen solas; pero, si el abandono se hace demasiado largo, resulta peligroso.

7. Adaptación: Lentamente, la persona ha aceptado la pérdida, reorganiza su vida y hace frente a la realidad. Hay señales específicas que aparecen cuando esta adaptación está teniendo lugar: la persona puede hablar fácilmente sobre la persona que ha fallecido y, con el tiempo, incluso reír por cosas que ocurrieron en el pasado. La persona deja de dar rienda suelta a su hostilidad y, en su lugar, busca formas de ministrar a otros cuando sufren alguna pérdida. No obstante, para que la aflicción desaparezca, necesita tiempo y, mientras la curación está en proceso, la persona afligida necesita aceptación y ánimo.

El papel del pastor

En la terapia de consuelo, suele ser efectiva la utilización de recursos que la oportuna experiencia ha dejado en la propia pérdida;[7] de igual manera, la ayuda recibida por profesionales o simplemente por consejeros es efectiva.[8] Los procedimientos más útiles, en la visita pastoral, para trabajar con personas que han sufrido una pérdida significativa, son los siguientes:

1. Ayudar a darse cuenta de la pérdida: Mientras no se asuma la pérdida, no se puede trabajar con las emociones. La mejor manera de ayudar a los deudos a tomar conciencia de la realidad es hablar sobre el asunto. Contar la experiencia o narrar la memoria del difunto podrían ser otra forma de afirmar la aceptación.

2. Ayudar a identificar y a expresar sus sentimientos: Muchos sentimientos pueden no ser reconocidos. Los más probables son la ira, la angustia, la culpa y el desvalimiento. Hay circunstancias en las que el pesar estimula las ideas de suicidio en el deudo. Es bueno preguntar, al ser tan dura esta experiencia, si ha pensado en que la vida ya no tiene sentido. Volcar las experiencias reprimidas es un paso importante en la recuperación; expresar y sentir es el único camino a la recuperación, para cerrar y curar la herida por la pérdida.

3. Ayudar a reorganizarla vida: Por lo general, el difunto ha desempeñado diferentes papeles, y el asumir esas funciones contribuye a una mejor adaptación. Hacer duelo es aprender a vivir solo, aprender nuevas formas de relacionarse con la familia y con conocidos, y aprender nuevas responsabilidades que realizaba el difunto. El pastor y la iglesia deberán ayudar a los parientes en la toma de decisiones importantes, principalmente en las primeras etapas del proceso de duelo.

4. Facilitar la reubicación emocional: Es importante señalar que la persona fallecida jamás será reemplazada; se podrá llenar el vacío con otras relaciones a su debido tiempo, pero no sustituirla.

5. Hacer provisión de tiempo para el dolor y la aflicción: Procesar una pérdida requiere tiempo; también, considerar que ninguna persona se libra totalmente del sentimiento de pérdida. Es una etapa difícil, en la que se busca superar el dolor, pero no exterminarlo; sería imposible. Los expertos determinan un período de un año o un año y medio para superar los duelos más importantes. La experiencia ha demostrado que, por ejemplo, vincularse con una nueva pareja antes de desvincularse emocionalmente de la anterior genera más confusión y dificultades de ayuda.

6. Considerar normales las conductas inusitadas: Durante el proceso de duelo, se experimentan sensaciones extrañas, como dolor, tristeza profunda, sufrimiento, malestar, angustia, impulsos inmotivados de llanto, trastorno del sueño, inapetencia, la sensación de estar ante la presencia del desaparecido y escuchar su voz, etc. Esas sensaciones son normales.

7. Dar lugar a las diferencias individuales: No todos procesan esta experiencia de la misma forma. Es importante reconocerlo y permitir manifestar a cada uno su propia forma de sentir.

8. Proveer apoyo continuo: El que cumple la noble tarea de consolar debe estar disponible, especialmente en los momentos críticos o cuando aparecen los picos de angustia y de soledad. No debe abandonar a los deudos, sino mantener contacto con ellos por medio de llamadas telefónicas y visitas.[9] Este es un momento ideal en el que pueden actuar los grupos pequeños de apoyo.[10]

10. Examinar los distintos tipos de formas de enfrentar la pérdida: No se debiera apoyar el consumo de alcohol o drogas. Es necesario desarrollar recursos de afrontamiento centrados en el problema, afirmando así la estima propia, estimulando la autosuficiencia y fortaleciendo las habilidades personales.

Sobre el autor: Pastor en Posadas, Asociación Argentina del Norte.


Referencias

[1] N. Wright, Cómo aconsejar en situaciones de crisis (Barcelona: Editorial CL1E, 1990), pp. 178-186.

[2] G. Collins, Consejería cristiana efectiva (Grand Rapids, Mich.: Editorial Portavoz, 1997), p. 172.

[3] E. N. Jackson, Cuando alguien muere (Buenos Aires: Editorial América, 1973), p. 6.

[4] G. Collins, Aconselhamento cristão (São Paulo: Sociedad Religiosa Ediciões Vida Nova, 1985), p. 173.

[5] E. Kübler-Ross, Sobre la muerte y los moribundos (Barcelona: Editorial Grijalbo, 1969), p. 115.

[6] J. Hightower, El cuidado pastoral desde la cuna hasta la tumba (El Paso, Tex.: Casa Bautista de Publicaciones, 1986), pp. 169, 170.

[7] Mario Pereyra, En busca de la alegría de vivir (Libertador San Martín, Entre Ríos: Bienestar Psicológico, 1999), pp. 43-45.

[8] Guía de procedimiento para ministros (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1995), p. 208.

[9] Pablo Polischuk, El consejo terapéutico: Un manual para pastores y consejeros (Barcelona: CLIE, 1994), pp. 364, 365.

[10] Son los feligreses que han pasado por la experiencia de la pérdida y han aprendido de ella. Ellos pueden, en forma organizada, proveer compañía o apoyo en el hogar a las personas en duelo.