¿Podemos aceptar el evangelio y al mismo tiempo DISCRIMINAR A NUESTROS HERMANOS DE DIFERENTES CLASES, CASTAS U ORIGEN ETNICO?

Desde la torre de Babel, la confusión en las creencias siempre ha promovido la división en la comunión fraternal. La sociedad actual se halla dividida en facciones de ricos y pobres, negros y blancos, hombres y mujeres, según las distinciones de clase social, raza y sexo. No se necesita ser teólogo para reconocer que éste no fue el plan de Dios para la iglesia; tampoco se necesita ser historiador para saber que la iglesia no ha sido inmune a las enfermedades de la discriminación.

Se dice que cuando Gandhi era joven quedó impresionado con las enseñanzas de Jesús y fue a una iglesia cristiana con la esperanza de aprender más acerca del Carpintero de Nazaret. Pero alguien lo detuvo en la puerta y le informó que esa iglesia era para blancos solamente. En ese mismo instante volvió la espalda para siempre, no sólo a esa iglesia, sino al cristianismo. Sea cierto o no, este incidente ilustra un serio problema histórico existente en la iglesia cristiana. El Cristo que portaba una túnica inconsútil ha visto su cuerpo místico fragmentado por una serie de mezquinas distinciones. Aunque Pablo enseñó que en Cristo “no hay judío ni griego”, ha llegado a ser un proverbio que en los Estados Unidos, el culto divino de las 11:00 de la mañana del sábado es la hora en que más se practica la segregación racial. Desafortunadamente, el pueblo de Dios ha sido con frecuencia “cola” y no “cabeza” -un mero reflejo de la sociedad y no un agente de cambio.

Es posible que parte de nuestro problema resida en los conceptos erróneos que tenemos acerca de la justificación por la fe. La predicación popular no siempre señala el contexto social en que Pablo predicó su mensaje, por eso no logra exponer las implicaciones prácticas para la confraternidad humana. Mientras que para el apóstol el Evangelio era la demolición de los “muros de separación” entre los pueblos con el propósito de reunirlos para formar un templo viviente -una lección objetiva de la gracia de Dios- la predicación moderna enfatiza casi exclusivamente los aspectos “vertical” y personal del Evangelio, dejando fuera totalmente sus implicaciones sociales.

La esencia del Evangelio de Pablo

Kristel Stendahl señala, en su libro Pablo entre judíos y gentiles, que la teología occidental, desde Agustín hasta Lutero, ha interpretado la justificación por la fe desde el punto de vista de una crisis de conciencia. Sin embargo, Pablo dirigió su predicación a una crisis de la comunidad: La tensión entre judíos y gentiles. Tanto la epístola a los Romanos como la de los Gálatas, —documentos claves del Nuevo Testamento en este tema— reflejan esta tensión. Para Pablo, la justificación por la fe no era simplemente una teoría para la contemplación o un bálsamo para una conciencia culpable, sino la constitución de una comunidad.

Después de una breve y muy emotiva introducción, la epístola a los Gálatas no entra de lleno a una exposición objetiva de la teología paulina, sino a un registro del testimonio personal de Pablo. Esta breve biografía culmina con el incidente que

Establece el tono para el resto de la epístola: su confrontación con Pedro (2:11-14). La disputa de Pablo con Pedro es vital para nuestra comprensión de esta epístola, e incluso, en gran medida, para nuestra correcta apreciación de la justificación por la fe. Pedro no había predicado un falso Evangelio, pero sus acciones equivalían prácticamente a lo mismo. El pecado de Pedro fue que “se retraía” y “se apartaba” (2:12), por temor del grupo que apoyaba la circuncisión. Los judíos tenían normas estrictas que regulaban sus relaciones con los gentiles, y probablemente Pedro no quería dar la impresión de que estaba rebajando la norma. (Tal vez había olvidado que uno de los cargos que se le imputaban a Cristo era “este a los pecadores recibe, y con ellos come” (Luc. 15:2). Pablo acusó a Pedro de hipocresía porque sus actos no estaban motivados por la convicción sino por la coerción.

Este incidente prepara el escenario para el resto de la epístola. El Evangelio de Pablo no se transmite mediante un discurso teórico, sino en el contexto del drama de las relaciones humanas. “Y si buscando ser justificados en Cristo, también nosotros somos hallados pecadores, ¿es por eso Cristo ministro de pecado? En ninguna manera. Porque si las cosas que destruí, las mismas vuelvo a edificar, transgresor me hago” (2:17-18). El verdadero pecado, según Pablo, es “si las cosas que destruí las mismas vuelvo a edificar”, en otras palabras, la pared intermedia de separación entre el pueblo por el cual Cristo murió (cf. 2:13). La ortodoxia no debiera medirse sólo con palabras. Los hechos de Pedro hablaban más fuerte que sus palabras, y su doctrina era medida por sus obras.

El tema central en el resto de la epístola a los Gálatas gira en torno a la circuncisión: la marca de distinción entre judíos y gentiles. La circuncisión ya no es importante porque “ya no hay judío ni griego… ya no hay esclavo ni libre… no hay varón ni hembra; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (3:28). La simiente de Abrahán se define espiritualmente por la fe en Cristo (3:29). Pablo resume su mensaje en el capítulo seis diciendo “porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircunsición, sino una nueva creación. Y a todos los que anden conforme a esta regla, paz y misericordia sea a ellos, y al Israel de Dios” (6:15, 16). Con frecuencia el término “nueva creación” se aplica a los creyentes como individuos cuando los predicadores hablan del nuevo nacimiento. Pero yo creo que Pablo tenía una aplicación más amplia para este término, según se ve en el contexto de su epístola. La nueva creación es el Israel de Dios: “Todos los que anden conforme a esta regla”.

Por otra parte, la epístola a los Romanos también se puede considerar como una defensa que hace Pablo de los gentiles en su calidad de coherederos de Abrahán. En un libro con pocas divisiones literarias obvias, la más evidente se encuentra al final del capítulo once que termina con una “doxología” y un “amén”. El capítulo doce comienza con “Así que hermanos…” y pasa a dar las aplicaciones prácticas del Evangelio de Pablo. Los capítulos nueve al once, donde el apóstol discute la naturaleza espiritual de Israel y la manifestación humana del acto salvífico de Dios en Cristo, constituyen el clímax del libro.

Si se le hubiese dado más atención a las preocupaciones sociales de Pablo, la historia de la iglesia hubiera sido totalmente diferente. Por ejemplo, las discusiones acerca de la elección y la predestinación que han dividido a la iglesia durante tantos siglos habrían sido muy diferentes si se hubieran basado menos en una mentalidad enmarcada en la filosofía griega y se hubieran enfocado más en el contexto general en el que habla Pablo. Siempre que Pablo habla de elección y predestinación lo hace pensando en los propósitos de Dios para su pueblo, un destino que no puede frustrar la caprichosa voluntad de los individuos. De esta manera, aunque es cierto que el pueblo de Dios ha fallado (2:23-24), la palabra de Dios permanece fiel (9:6). Un remanente, elegido por gracia, que incluye tanto a judíos como a gentiles, está cumpliendo los propósitos de Dios.

El contexto social

Los adventistas del séptimo día nunca ponderarán demasiado las implicaciones del contexto social dentro del cual Pablo predicó su mensaje de la justificación por la fe. Creemos que la justificación por la fe es, en un sentido especial, el mensaje del tercer ángel; en otras palabras y eso parte vital de nuestro mensaje y nuestra misión al mundo. Si la declaración de Jesús, de que el amor de los unos por los otros revela la autenticidad de nuestro discipulado (Juan 13:35) no es suficiente, la confrontación de Pedro con Pablo debiera recordarnos que lo que hacemos habla más fuerte que nuestra predicación. Si el propósito del mensaje de Pablo era derribar la pared intermedia de separación entre las castas humanas y edificar un templo viviente, una lección objetiva en carne y sangre de la gracia de Dios (Efe. 2:13-18), entonces enfocaríamos las preguntas sobre las relaciones humanas en la práctica tanto o más que en debates teológicos.

Por ejemplo, ¿hasta qué grado mi congregación local “recibe a los pecadores y con ellos come”? Si la justicia imputada, ya despojada de toda la jerga teológica, significa que Dios me acepta exactamente como soy por causa de Cristo, y nosotros debemos recibirnos “unos a los otros, como también Cristo nos recibió” (Rom. 15:7), ¿podemos decir que hemos aceptado el mensaje de Pablo si no nos aceptamos unos a otros? Muchas personas, especialmente aquellos que trabajan con seres humanos con problemas, me han dicho, preocupados, que la iglesia no es lugar para traer a los pecadores. ¿Es la asistencia a la iglesia un ejercicio para reafirmar nuestra seguridad de que poseemos una piedad superior, o estamos trabajando activamente para alcanzar a los leprosos sociales que viven a nuestro alrededor?

Si en Cristo “no hay judío ni griego”, ¿durante cuánto tiempo más estaremos en paz teniendo una iglesia para gente blanca en un lado de la ciudad y otra para creyentes negros en el otro extremo? A los teóricos en cuestiones del crecimiento de la iglesia les gusta hablar del valor práctico de las misiones basadas en la identidad cultural. Por supuesto, también las barreras del idioma pueden hacer necesaria la existencia de iglesias para personas de culturas afines. Sin embargo, éstas deberían considerarse como campos misioneros: es decir, un medio, no un fin. Pero cuando nos institucionalizamos (a veces hasta la esfera de asociación) basados en consideraciones raciales, creamos una fisura permanente en el cuerpo de Cristo. Nuestros valores prácticos como lección objetiva de la gracia de Dios se pierden y, por lo tanto, sufre la espiritualidad de nuestro pueblo. Mientras más amplio sea el espectro de la diversidad entre la gente con la cual nos relacionamos, menor será la probabilidad de que nuestra percepción del Evangelio sea influida por alguna preferencia cultural específica. Y por supuesto, mayor será la posibilidad de que nuestra experiencia espiritual sea más rica y más plena.

¿Hasta qué grado estamos nosotros y nuestras iglesias locales derribando las barreras de separación y tratando de alcanzar a todas las castas y clanes? Si no derribamos activamente las murallas sociales, estaremos, por nuestra complicidad, edificando aquello que Cristo derribó. Estos factores pueden constituir una prueba más confiable de nuestra comprensión de la justificación por la fe que cualquier Shibboleth teológico.

No creo que seamos realmente sensibles respecto al milagro que Cristo efectúa entre nosotros y lo que eso significa para nuestra misión en el mundo. Como dice el himno, lo que el mundo necesita ahora es amor. Una demostración de amor fraternal entre los miembros de iglesia, un amor que no admite barreras ni traza fronteras, es un argumento convincente en favor de nuestro mensaje. Puede que no sea todo lo que tenemos para decirle al mundo, pero es la única forma en que Cristo ordenó que lo dijéramos.

He sido muy afortunado al ver desde el púlpito los milagros obrados por la gracia de Dios. ¿En qué otro lugar podríamos ver a jóvenes y viejos, ricos y pobres, negros y blancos, relacionarse en tan íntima comunión como en la iglesia de Dios? Porque sin Cristo no tenemos nada en común; sin embargo, con Cristo, somos una familia.

Sobre el autor: William J. McCall os pastor do la Igleala Adventista do Jonesboro, Arkansas.