En la mayor parte de los cultos de la iglesia ocupa la Biblia un lugar prominente; pero ¡cuán a menudo al leerla olvida el pastor la necesidad de impresionar a los fieles con el hecho de que es el Señorquien les habla! Reconocemos que la Biblia es la Palabra de Dios; debemos pues leerla comoPalabra de Dios. Y aunque el sermón mismo no sea de toda evidencia inspirado, al leer la Biblia deben sentir los oyentes que es Dios quien les habla. El mismo Espíritu que movía a los santos de la antigüedad a escribir la Palabra ha de inducir a los hombres a la santidad cuando la oigan leer. La recepción de la Palabra divina es lo que da vida al alma. El descuido y la rudeza en la lectura de la Biblia son inexcusables en un pastor. Nada suscita tanto la emoción humana como la lectura inteligente de la Biblia. “Estimula el intelecto, despierta pasiones elevadas y enciende la voluntad. Consuela, desafía, condena y tranquiliza. Convence y convierte.” —”A Manual of Church Services,” pág. 17.
El Sermón Fracasado
Muchas veces habremos sentido que el sermón que acabábamos de predicar no había surtido el efecto esperado y que en ocasiones nuestra predicación hasta se convirtió en un rotundo fracaso, lo cual nos hizo volver a nuestros hogares con el ánimo deprimido. Pero no sólo nosotros los obreros advertimos nuestras deficiencias. También la congregación se da cuenta de si han sido trigo o paja nuestras palabras. Es imposible que la podamos engañar.
A veces, sin embargo, no alcanzamos a percibir nuestros defectos. Por eso, si contamos en el auditorio con una persona de confianza y que tiene verdadero interés en nuestro éxito—un colega en el ministerio o nuestra propia esposa—cuya opinión merece nuestro aprecio, pidámosle que haga una crítica constructiva de nuestro discurso para poder más tarde analizarlo a la luz de esa observación.
Al realizar ese análisis conviene que nos formulemos las siguientes preguntas:
1. ¿Nos tomamos el tiempo necesario para preparar nuestros sermones con meditación, estudio y oración?
Algunos tienen la audacia de presentarse ante el público con poca o ninguna preparación, dependiendo sólo de estudios pasados y de notas arcaicas cuya revivificación confían a la inspiración del momento.
Es verdad que en un caso de emergencia Dios ayuda al orador y suple su falta de preparación, pero cuando ésta se transforma en un hábito crónico, toma la forma de pereza mental e impide que el Señor pueda usar al obrero. Como ministros de Dios sólo podremos alimentar adecuadamente la grey con pan de vida, si nos resolvemos a pagar un precio de estudio y oración. El éxito está al alcance del que se halla dispuesto a trabajar más arduamente que su colega mediocre.
- ¿Estuvimos tal vez físicamente agotados al predicar?
En las horas que preceden al sermón el pastor debe descansar o distraerse, a los efectos de poder infundir a la predicación lo mejor de su ser. De este modo, bajo la dirección del Espíritu Santo podrá hablar con tal convicción, y persuasión que los pecadores se conviertan.
- ¿No habremos leído citas largas como para cansar aun a los mismos ángeles?
No hay nada más tedioso que las citas interminables, sobre todo si son mal leídas.
- ¿No será demasiado extenso nuestro sermón?
Una predicación sabática, salvo raras excepciones, no debiera durar más de 35 a 40 minutos, pues los sermones largos son cansadores.
Cierto ministro nunca pudo conseguir que su congregación escuchara con atención sus largos y tediosos sermones a pesar de que era hombre culto y trabajador incansable. Una vez le pidió a un colega en el ministerio que le dijera con toda franqueza cuál era la causa de su poco éxito como orador. Su amigo le contestó: “Durante la última media hora Vd. no intentó meter algo en mi cabeza sino sacar algo de la suya. Vd. me hace pensar en un hombre que a toda costa quiere desprenderse de una pesada carga. A mi juicio, ésta es la explicación de su fracaso.” Nunca debemos decir en el sermón lo que nos agrada a nosotros solamente sino aquello que puede ser de ayuda para la congregación.
Sin embargo, nuestros fracasos oratorios no deben desanimarnos. Hay ministros que se descorazonan tanto debido a su poco éxito en este sentido que quieren dedicarse a otra actividad de la viña del Señor, mientras que hay otros para quienes el fracaso es sólo un desafío para la superación.
Alguien dijo: “No hay por qué avergonzarse de las derrotas pues ellas son incidentes corrientes en la vida de todo triunfador. Pero una derrota puede convertirse en una pérdida irreparable a menos que la afrontemos y la analicemos para descubrir dónde hemos fallado en el intento de alcanzar nuestro objetivo.”
Como ministros adventistas deberíamos ser poderosos en la predicación ya que somos responsables de anunciar el triple mensaje, última amonestación de Dios a un mundo que perece.
Que nuestros evangelistas logren en la predicación lo que Dios espera de ellos y que por elevado que sea, estén dispuestos a pagar el precio de la superación, que así pronto podrá cumplirse la profecía de Apocalipsis 18:1: “Y después de estas cosas vi otro ángel descender del cielo teniendo grande potencia; y la tierra fue alumbrada de su gloria.”