La confusión generalizada que se advierte entre los cristianos cuando se trata de interpretar las profecías bíblicas relativas a los sucesos de los últimos días, se debe mayormente a una falta de principios definidos de interpretación profética. Tales principios o normas son indispensables como salvaguardia contra la anarquía exegética, como seguridad del eterno propósito de Dios y la unidad del Evangelio eterno.

Hablando en términos generales, se han seguido dos principios extremos de interpretación, ninguno de los cuales hace de Cristo la norma de la interpretación de las Escrituras: el alegorismo y el literalismo. El primero, el alegorismo, espiritualiza todos los términos convirtiéndolos en ideas especulativas, negando el contexto literario e histórico de cada palabra. El segundo, el literalismo, interpreta cada término dándole un significado profano, secular, pasando por alto los valores religiosos espirituales relacionados con las palabras dentro del plan general de la historia de la redención. El literalismo se convierte así en la aplicación de las letras y lleva a una exégesis forzada. Mientras que el alegorismo busca el significado espiritual secreto al negar la letra, el literalismo recalca la letra a expensas de considerar adecuadamente el valor espiritual que lleva la palabra en su propio contexto. Ambos fallan al dividir la Escritura en compartimientos.

Cuando se descubre que la Biblia es el Evangelio salvador de Cristo Jesús, también puede ser aceptada como un libro religioso que contiene partes espirituales o “palabras de vida” (Hech. 7:38). La palabra literal de Dios nunca está vacía. Contiene en sí misma la obra del Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo (1 Ped. 1:11). Por lo tanto, la iluminación del Espíritu de Dios es un requisito previo para captar el significado profundo de las palabras de las Santas Escrituras (véase 1 Cor. 2:12-14).

Este significado incluye la aplicación personal de las verdades redentoras históricas, es decir, la identificación individual del alma con Cristo como el sustituto y garantía del hombre.

Solamente cuando lo que Dios tiene que decir se relacione con él y con su plan general de redención en Cristo (1 Cor. 10:4; Heb. 4:2), se reconocerá plenamente el sentido literal e histórico de las profecías bíblicas.

Es verdad que las revelaciones de Dios siempre tienen un carácter histórico y que hay, por consiguiente, una revelación progresiva en la Escritura. El comprender esta perspectiva histórica es de importancia básica para toda interpretación profética. Pero esto no debiera impedir que aceptemos el principio de que más adelante los escritores inspirados de las Escrituras desarrollan más claramente la revelación de profetas anteriores.

Esto lleva a lo que se ha llamado el “círculo hermenéutico”. En la interpretación profética la aplicación del principio del círculo hermenéutico significa que la plena comprensión de un solo versículo sólo es posible sobre la base de una comprensión previa del contexto total de la Escritura y su abarcante plan de salvación. Por supuesto, tal panorama de la Escritura se obtiene sólo con la comprensión de cada uno de sus versículos. Este ir y venir desde un punto céntrico hasta todo el resto del círculo, constituye lo que se conoce como el círculo hermenéutico.

Interpelación de los testamentos

De importancia crucial para esta interacción que se produce entre el círculo de las Escrituras, es la interrelación teológica entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En este contexto más amplio nuestra comprensión en realidad se arraiga en presuposiciones. Aquí se traza la línea de demarcación entre la hermenéutica histórica protestante y la del dispensacionalismo moderno. La teología dispensacionalista se basa en la presuposición de que existen dispensaciones y pactos sumamente contrastantes en el plan de Dios. El pacto de Cristo con su iglesia se concibe entonces como fundamentalmente distinto del plan de Dios con Israel. Sólo en la medida en que el Nuevo Testamento cita partes del Antiguo en beneficio de la iglesia, tiene éste algún valor para los cristianos.

La teología histórica de la Reforma se basa en el concepto de la unidad fundamental de los pactos antiguo y nuevo en Cristo. Esto hace que el Antiguo Testamento tenga suma importancia para la iglesia. Se lo ve al nuevo pacto como la renovación y desenvolvimiento del pacto de Dios con Israel en Cristo Jesús. (Véase: Calvino, Institutes II, 10, 11).

La unidad de la Palabra y el Espíritu

En armonía con la Reforma del siglo XVI, la interpretación adventista de la Biblia afirma que el tema unificador del Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento es Jesucristo y la redención centrada en él. Por lo tanto, aceptamos por la fe la unidad espiritual de la Biblia sobre la base de que tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo Testamento aseveran ser inspirados por el mismo Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo (Heb. 1:1, 2). Si toda la Escritura es la Palabra de Dios, sus diversas enseñanzas deben formar una unidad coherente, una armonía religiosa y espiritual, un mensaje cristocéntrico y lleno del Espíritu (Juan 5:39). En esta presuposición de la unidad de la Biblia hallamos el principio fundamental y la prueba de una sana hermenéutica: La Biblia es su propio intérprete. Si un sistema hermenéutico no puede demostrar la unidad de la Biblia en Cristo, es inadecuado.

La clave para descubrir la unidad oculta, fundamental, de los dos testamentos, no es una fórmula mágica respecto a la interpretación literal o alegórica, sino precisamente la Persona de Cristo, Jesucristo es el único verdadero intérprete. Él explicó en Moisés, los profetas y los Salmos, “en todas las Escrituras lo que de él decían” (Luc. 24:27). Anunció que se cumplirían en su persona, en su humillación y exaltación, y que en su nombre se proclamaría el Evangelio de la salvación a todas las naciones (Luc. 4:21; 25:44-47).

¿Cómo podemos entender por la fe la relación que existe entre las promesas de Dios y su cumplimiento, entre el tipo y el antitipo, en nuestro intento de interpretar las profecías aún no cumplidas de la Biblia, las de Daniel y Apocalipsis en particular?

Se proponen cuatro reglas fundamentales o principios como normas para una interpretación responsable cristológica-eclesiológica de las promesas del pacto en la Biblia.

1.La Biblia como un todo orgánico en Cristo Jesús es su propio intérprete.

2. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son cristocéntricos, y por eso constituyen una unidad que en su soteriología (doctrina relativa a la salvación) y en su escatología (doctrina relativa a los sucesos finales) gira alrededor de Cristo.

3. Las numerosas promesas del pacto hecho con las casas de Israel y de Judá en el Antiguo Testamento, hallaron un cumplimiento inicial después del cautiverio asirio-babilónico, y están hallando un cumplimiento actual en la reunión de creyentes judíos y gentiles en la iglesia de Cristo, y hallarán su cumplimiento futuro en la reunión universal de todos los creyentes judíos y gentiles procedentes de todos los confines de la tierra en ocasión del retorno visible de Cristo desde el cielo y el establecimiento del reino de la gloria.

4. Al aplicar las promesas del pacto de Israel a la dispensación cristiana y al siglo venidero, el Nuevo Testamento las extiende a los creyentes en Cristo de todas las razas y amplía la tierra prometida hasta abarcar toda la tierra, eliminando de esta manera toda restricción étnica y geográfica, aun cuando se conservan la terminología hebrea y el escenario palestino.

Como cuatro círculos concéntricos que se van ensanchando, cada una de estas reglas desarrolla más cabalmente lo que se halla implícito en el círculo anterior. Como fundamento de las cuatro está el concepto del pacto eterno de Dios entre el Padre y el Hijo, de redimir a la humanidad del pecado y de Satanás, y de unir al cielo con la tierra en Cristo Jesús (Efe. 1:3-10; 3:4- 12).[i]

Importancia de la elección de “Israel”

A fin de entender lo que abarcan estas reglas hermenéuticas en su relación con la escatología, debemos comprender la importancia básica de la elección divina de “Israel”. Desde el tiempo de Abrahán en adelante, todas las promesas de Dios al hombre se concentran en la simiente de Abrahán. Tanto el pacto mosaico como el davídico, se colocan dentro de la estructura del pacto abrahánico y son resultados de la promesa de Génesis 12:2, 3.

El pacto abrahánico a su vez es resultado de la primera promesa al hombre después de la caída, en Génesis 3:15. En esta promesa madre original se anunciaba tanto el primer advenimiento como el segundo, de un libertador para el hombre caído, su sufrimiento de una herida mortal, y su triunfo decisivo sobre la serpiente. A la luz de este concepto más amplio puede verse que la elección de Israel nunca fue justa por sí misma, ni basada en virtudes inherentes de Israel (véase Deuteronomio 9:4-6). Dios escogió a Israel como su pueblo peculiar con el propósito en mente de que ellos cumplieran la promesa madre original de Gen. 3:15, la promesa del Salvador del mundo.

Desde el mismo comienzo el verdadero principio en juego era de alcance universal, y hasta de dimensiones cósmicas: ¿Quién reinará supremo sobre el hombre y será adorado en la tierra? ¿Dios o Satanás? Dios escogió a los patriarcas y sus descendientes para entrar en una relación santa de pacto con él, para adorarle exclusivamente como Creador y Redentor, y ser una luz intercesora para todos los gentiles. En el alcance universal de todos los pactos de Dios con Israel reveló su propósito eterno de establecer su reino de justicia y paz en toda la tierra.

Una casa de oración

El templo de Israel había de ser una casa de oración para todos los pueblos y razas (Isa. 56:8; Gén. 12:3; Exo. 19:5, 6; Sal. 72:8; Zac. 9:10; Isa. 49:6). Este plan de Dios no será malogrado por la infidelidad de Israel, su rebelión y apostasía, porque Dios guardará su pacto a través de su único siervo fiel, el Mesías (Isa. 42:1-10; 53:10, 11). Esta revelación del Siervo justo y portador expiatorio del pecado ha sido llamada con acierto la culminación de la predicación profética en el Antiguo Testamento.

A la luz de los sufrimientos de Jesucristo en la cruz, el apóstol Pablo llama a Jesús la única simiente de Abrahán en quien solamente se cumplen todas las promesas del pacto y son transmitidas (Gál. 3:16; 2 Cor. 1:20). Las promesas del pacto con Israel de convertirlo en una bendición para todos los gentiles eran ahora condicionadas por la fe y el bautismo en el Mesías Jesús (Gál. 3:22, 26-29). Nótese está definida condición tanto para judíos como para gentiles: “Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gál. 3:29).

El evangelio apostólico hace de la fe en Jesús como el Mesías de la profecía el criterio decisivo para llegar a ser hijos de Dios y el verdadero Israel de Dios. (Véase especialmente Gál. 5:21-31; Efe. 3:4-6.)

Fue Cristo mismo quien finalmente decidió instituir un nuevo Israel creyente en él, bajo la dirección de doce apóstoles dentro de la nación judía de las doce tribus y junto a ella. (Véase Mat. 16:18; 18:15-20; 19:20.) Jesús por su autoridad mesiánica finalmente le quitó el reino de Dios, la teocracia, a la nación de Israel por haberlo rechazado a él (Mat. 21:43). Cristo no rechazó al fiel remanente de Israel, sino que la nación judía rechazó a Cristo. En la parábola de la viña les presentó claramente que en la larga historia de la rebelión de Israel la prueba decisiva era lo que Israel como nación haría con el Mesías, el Hijo de Dios. Esto les reportaría irrevocablemente o la bendición de Dios sobre Jerusalén, o su maldición sobre ella. (Mat. 21:42, 45; 1 Tes. 2:15, 16.)

Con llanto en su voz Cristo anunció la decisión de Dios de retirar su presencia del templo y la nación judía. “He aquí vuestra casa os es dejada desierta” (Mat. 23:38). Solamente en Cristo podía la nación de Israel seguir siendo el verdadero pueblo del pacto de Dios. Al rechazar a Cristo el pueblo judío como nación escogida fracasó en la prueba decisiva de cumplir el propósito de Dios.

La condenación predicha por el profeta Daniel (9:26, 27) cayó sobre la nación judía en el año 70 DC, cuando la ciudad y el templo fueron completamente destruidos por el ejército romano. Este fue el juicio final de Dios sobre los hijos de Israel, por cuanto se negaron a arrepentirse cuando los doce apóstoles les predicaron el evangelio salvador de la cruz a ellos y a sus descendientes. (Véase Hechos). Aquí vemos ilustrado un principio vital del trato de Dios con su pueblo. Nunca coacciona la voluntad humana, ni fuerza la conciencia a fin de dominar al hombre ni conseguir su adoración.

Dios no depende de los judíos para el cumplimiento de sus promesas y propósito eterno (Mat. 21:43). La salvación del mundo está en Cristo. A través de él y de su pueblo solamente se cumplirán y consumarán todas las promesas del pacto. Fuera de Cristo nadie recibirá el cumplimiento de ninguna promesa ni bendición del Antiguo Testamento. Aparte de Cristo sólo queda la maldición del pacto. Jesús anunció: “El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama” (Mat. 12:30).

Los que aceptan a Jesús como el Mesías de Israel constituyen el remanente fiel de Israel (Gál. 6: 14-16), los únicos verdaderos hijos del reino (Mat. 8:12; 13:38). Los doce apóstoles de Cristo y sus discípulos son el nuevo, el verdadero Israel, la “manada pequeña” que heredará el reino (Luc. 12:32).


[i] Con posterioridad a la aparición de este artículo en inglés, hace un año, el Dr. LaRondolle elaboró la quinta regla hermenéutica que transcribimos aquí: “En la aplicación de las profecías del Antiguo Testamento concernientes a la reunión en la era postmilenial, el Apocalipsis de Juan (caps. 20-22) ya no las relaciona con la vieja Jerusalén, sino con la Nueva Jerusalén, la esposa del Cordero, que descenderá de Dios, del cielo a la tierra al final del milenio. Esta es la consumación final de todas las profecías apocalípticas, centradas en Cristo y en su santa ciudad, la capital de la nueva tierra”. (Nota de la Redacción.)