“Si hubo alguna vez una época en que la predicación fuese necesaria, en verdad es está”.

El hijo de un ministro le hizo esta insolente observación a un ministro, y refleja una actitud que se generaliza entre hombres y mujeres de toda edad. El papel esencial de un ministro no aparece hoy tan claro como una vez lo fue, y muchos feligreses asisten a la iglesia por costumbre y sin entusiasmo más bien que como resultado de una pasión encendida de estar presentes en un determinado culto.

Se podrá argumentar con alguna justificación que la competencia de las fuentes del mundo cobran su cuota de adoradores incautos. Agréguese a esto los efectos paralizantes de la apostasía personal y tendremos un cuadro más claro. Pero, honradamente, ¿cuánto de la laxitud en la asistencia de la iglesia se debe a las causas arriba mencionadas y cuánto debe en verdad atribuirse a la falta de interés que presenta la asistencia a la iglesia? Vamos a considerar este último problema, porque se puede hacer algo aquí y ahora. No debe dejarse que los santos lamenten los buenos días del pasado, cuando se entonaban los himnos con gozo y los sermones avivaban su celo y alimentaban sus sueños de una vida mejor aquí y en el mundo por venir. Sí, los buenos días de antaño, cuando había pocos que miraban el reloj con prisa y el ministro no era un prisionero de su congregación.

Gracias a Dios, muchos son libres hoy, pero algunos han renunciado a la autoridad con que la Divinidad los invistió y no son más la voz de Dios para el pueblo, sino que de hecho son una especie negociable de hombre mediocre, una herramienta de la situación existente, de ciertos miembros influyentes de la iglesia. Los ideales, metas y pronunciamientos de la fe cristiana merecen mucho más que eso, porque el cristianismo es una filosofía espiritual que ha capturado la vida en su más hermosa expresión. En ninguna otra literatura o filosofía está delineado tan claramente lo mejor que el hombre puede conseguir. Los nítidos trazos del concepto cristiano fueron ejecutados por su Creador para que surgiera lo mejor que hay en nosotros bajo la influencia de Cristo y sus enseñanzas. Los impulsos hacia el bien, que fueron paralizados por el pecado, son literalmente despertados, como lo fue Lázaro de entre los muertos.

No hay aspecto de la delincuencia humana que el Evangelio no contemple. El pecado es un depresor. El Evangelio es un estimulante. No existe un instrumento más efectivo a disposición del hombre para el avivamiento. Resulta significativo que dondequiera el Evangelio haya penetrado ha despertado en el hombre un nuevo sentido de su propia dignidad y de su valor a la vista de Dios. La historia registra que durante la esclavitud en los Estados Unidos, cuando los hombres se hallaban bajo la amargura del irritante yugo, la débil llama de la fe ardía vacilante en las tinieblas; entonces la Biblia fue puesta al alcance de los oprimidos. Y fue gracias a sus frases poéticas y a sus enseñanzas apocalípticas como se restauró el sentido de humanidad, dignidad, confianza y esperanza. De ello dan cuenta las canciones llamadas spirituals, que comenzaron a expresar una nueva nota de expectación acerca de una liberación y triunfo finales.

Esta historia puede repetirse mil veces. Sólo cuando el cristianismo se introdujo en Europa desde el Cercano Oriente fue cuando su efecto humanizador produjo una “civilización” de la gente. Los conceptos básicos de justicia y libertad incorporados a la legislación occidental tienen sus raíces en los conceptos judeo-cristianos. Dondequiera se haya presentado a Cristo —en el Asia, el África, Europa, América y las islas del mar— se ha visto una mejora de la condición humana, y quienes aceptaron el cristianismo se convirtieron en los enemigos naturales de la enfermedad, la suciedad, el pecado, el crimen y la desesperación. Es el cristiano el que ve más allá del oscuro velo de lo inmediato la resplandeciente gloria de lo por venir. Es el cristiano el que ve una oportunidad para el servicio en la forma de un soldado mutilado, el que ve en el irremediable analfabeto una oportunidad para iluminar. Quién sino el cristiano puede mirar la realidad de la muerte y hacerle frente como lo que es, sin acobardarse ante la tumba, porque Aquel que es el autor del cristianismo ha conquistado la muerte, el sepulcro, y finalmente confirmará su señorío, sobre todo. El cristiano le debe al Evangelio de Cristo esa visión de la vida, porque en el Evangelio yace la semilla de la única inmortalidad a nuestro alcance.

Con semejante mensaje y el espíritu y la fe para proclamarlo, ¿puede la iglesia convertirse algún día en una institución agonizante? ¿Puede el púlpito llegar a ser un mueble anticuado del cuarto de los trastos viejos? La triste respuesta es: Puede suceder eso, y en algunos casos ya está sucediendo.

La vida de la iglesia depende en gran medida de la vida del ministro. En la consideración de este asunto vamos a hacer una división en tres partes: 1) Su vida espiritual y su ministerio en relación con el manejo interno de la iglesia. 2) Su vida administrativa y su ministerio. 3) Su vida evangelística y su ministerio. Como su ministro, una iglesia puede prosperar y constituirse en fuente de fortaleza y vida, o puede literalmente ser acorralada por ese trío de expresiones ministeriales. Consideremos cada uno de los puntos por separado.

1. El ministerio espiritual del ministro. Por definición el ministro es el pastor del rebaño y el dirigente espiritual de la congregación. Por consiguiente, su devoción personal es de primera importancia para él y para el rebaño que conduce y alimenta. Debe llevar a cabo su estudio no sólo con fines de exposición, sino para la nutrición interna de su propia alma. Debe emplear mucho de su tiempo en oración. Alguien ha sugerido que llevamos relojes para recordar que debemos orar a Dios cada minuto que estemos despiertos. Hay una vigorización de la fuerza espiritual que proviene de la lectura de la Palabra de Dios y de la oración. Una mejor comprensión de la Biblia también se gana mediante el estudio de las obras del espíritu de profecía. Un hombre así fortalecido le añade poder a su ministerio.

El miembro de iglesia sitiado por una semana de problemas y búsqueda de soluciones se sienta en el banco tratando de lograr algún vistazo del Maestro y algún poco de ánimo y esperanza para afrontar otra semana. Los que escuchan a hombres que cultivan su propia viña no saldrán chasqueados. Tales hombres siempre tienen un mensaje de Dios, y donde Cristo es exaltado, la gente acude ansiosa a la iglesia, como impulsada por algún poder invisible.

La mayoría de nosotros hemos tenido la experiencia de llegar al lugar de culto y ver a los adoradores literalmente empujándose para entrar y buscar un asiento, y supimos que un poder divino estaba obrando. También la mayoría de nosotros recuerda tiempos magros en que el público estaba disponible y se empleó toda forma de publicidad conocida por el hombre, pero nada dio resultado. La única persona que entró en el auditorio fue el ministro. Podemos culpar a una cantidad de cosas por tal escasez de respuesta —al tiempo, a la televisión, a alguna actividad atrayente fomentada por la comunidad, aun a un “trabajo bíblico pobre”— pero en nuestro fuero interno sabemos que ninguna de ésas es la razón. La razón puede fácilmente ser falta de vigilancia, de oración, de estudio, o falta de sentido común en el uso de los elementos de la publicidad. Un poco más de tiempo que el pastor pase en su estudio puede remediar la mayoría de esos inconvenientes.

Pero el error principal de nuestro ministerio espiritual no radica en ninguna de las cosas ya mencionadas. Yace más bien predicar semana tras semana y año tras año a santos ociosos, que no testifican. Debe resultarnos claro que a los miembros de iglesia les es cada vez más difícil manejarse en estos días en los negocios del Rey. Tal vez el problema se funde en su propia conciencia culpable, basado en su conocimiento de la voluntad de Dios y en su temor de comunicarlo personalmente a sus semejantes. Debiera ser claro ya que los santos están dispuestos a hacer cualquier otra cosa de buena gana antes que dirigirse a otra persona y hablarle de Cristo. Permitir que continúe este estado de cosas constituye una traición contra Aquel que nos ha llamado a hacer su obra. Nuestro ministerio debe hacer más que emocionar a la gente y provocarle un místico arrobamiento; debe impulsarla a interesarse por las necesidades espirituales, físicas y temporales de la gente. La mayor necesidad actual del mundo es la de una predicación que motive para interesarse y para servir.

2. Conducción administrativa. Para nadie es un secreto que más de un apóstata que camina por las calles de nuestras grandes ciudades menciona como su queja número uno el hecho de que fue “organizadamente excluido de la iglesia”. Este no es un argumento contra la necesidad de que una institución, espiritual o de otro tipo, emplee recursos materiales para subsistir. La enseñanza de la Escritura es clarísima en este punto. La iglesia y su ministerio deben ser sostenidos. Esta es una obligación espiritual fundada en el amor del creyente por su Señor. Sin embargo, no es secreto que muchos de los planes para allegar dinero ideados y llevados a cabo por algunos de los pastores locales han provocado estragos entre los santos. Algunos se han entregado a todo tipo de ventas y ferias para exigir de los santos hasta el último centavo. La diligencia en los negocios del Rey debiera ser el santo y seña de los que están ocupados en la administración pastoral, ora se trate de recolectar fondos o de administrar disciplina. Debemos ser eminentemente corteses y misericordiosos tanto como justos. Y el propósito último, aun de la aplicación de la disciplina, debe ser la restauración del alma. En ningún momento nuestra conducta hacia los santos debiera caracterizarse por la justicia propia, y en verdad debiera ejercerse mucho cuidado para mostrar a los que han sido disciplinados que eso se hizo con amor y que ellos aún son estimados en la iglesia.

Conozco a un pastor que cuando debe disciplinar a un miembro designa una comisión para que visite a dicho miembro hasta que se reincorpore a la feligresía de la iglesia.

3. El ministerio evangelístico. El propósito primordial de la iglesia y de su ministerio es la ganancia de almas para Cristo. Hacemos un sermón para poder rehacer un hombre. Cualquiera sea la forma que tome el intento evangelístico, sea por la predicación pública de la Palabra, mediante estudios bíblicos o a través de los medios de comunicación de masas, el ministro cristiano ciertamente debe estar ocupado en alguna forma de contacto individual con los perdidos con vistas a ganarlos para el Salvador. A fin de cumplir con este triple ministerio necesita imperiosamente la presencia del Espíritu de Dios en su vida. Así capacitado debe ‘hallarse preparado para hacer frente a los múltiples problemas que lo acosan diariamente, y aprenderá el significado de estas palabras: “Me ha hecho bien ser agostado por el calor y empapado por la lluvia de la vida”. También concordará con

Epicuro:

“Cuanto más fuerte la tempestad, tanto más gloria en vencerla. Los pilotos hábiles ganan su fama entre tormentas y tempestades”. Y con Young, que dijo: “La mayor parte de nuestras alegrías crecen entre cruces”. Las palabras de Filemón el filósofo constituirán su filosofía: “En esto un hombre es superior a otro: en estar mejor capacitado para llevar la prosperidad o la adversidad”.

Los ministros son mensajeros de Jehová, llamados e impulsados divinamente. Al igual que nuestro Maestro antes que nosotros, no debemos fracasar ni desanimarnos. Ante nuestro sendero arrojan su funesta sombra las rejas, la cruz y la espada, pero más allá del borde de las tinieblas puede verse el resplandor claro de la gloria de la shekina. Eso, estimado colega, es lo que debemos ver aunque el presente esté envuelto en un oscuro velo como el de mil noches. Debemos exhortar a la fe, la esperanza y la caridad en medio del temor, la duda y el odio que envuelve a la familia humana. Jehová debe hallar voces para la proclamación de su mensaje salvador para este tiempo.

Someta al Señor su vida y existirá esa esperanza, esa estrella guiadora eclipsada por la larga y oscura sombra de la duda humana; esperanza —esa experiencia desconocida, esa virtud despreciada; sí, la esperanza volverá por sus fueros y vindicará a sus tenaces poseedores, quienes a pesar de la mazmorra y de la espada osaron resistir en medio de la negrura de las tinieblas. Entréguele al Señor su vida y se verá esa caridad, la esencia del verdadero ser, el fulgor de la luz, el frescor de la brisa, la fortaleza de los montes, caridad, será el vínculo que une. Benditas sean la fe, la esperanza y la caridad, estas tres; y larga vida para la mayor de ellas.

Sobre el autor: Secretarlo Asociado de la Asoc. Ministerial de la Asoc. General.