Existe actualmente una tendencia entre algunos teólogos protestantes que pretenden encontrar un significado nuevo a las expresiones usadas por los primeros seguidores de Cristo. Según esta nueva posición, es necesario entender lo que quisieron decir los apóstoles y los primeros discípulos a la luz de una comprensión racional de la época y de las circunstancias por las cuales pasaban. Si esta posición no fuera extremista, bien podríamos concordar con algunas de sus conclusiones.

Por ejemplo, ¿qué significaba para los cristianos apostólicos la parousía (segunda venida) de Cristo? Era nada menos que la única esperanza que los alentaba, pues en el siglo I no había el concepto de que los justos serían recompensados en la gloria inmediatamente después de su muerte. ¿Qué significaba para ellos el pasaje de San Pablo: “Ahora vosotros sabéis lo que lo detiene, a fin de que a su debido tiempo se manifieste’’? (2 Tes. 2:6). Considerando que se guiaban por la profecía en la interpretación de los días en que vivían (2 Ped. 1:19), no es de extrañarse que entendieran “lo que lo detiene” como una referencia al Imperio Romano que, mientras subsistiera, siendo la cuarta monarquía del cap. 7 de Daniel, “impedía” la presencia del “cuerno pequeño” cronológicamente posterior a esa monarquía.

Por desgracia, la nueva tendencia de algunos de los teólogos protestantes contemporáneos culmina en una destrucción casi total de los fundamentos de la fe.

En la edición del 10 de julio de 1964 de la revista Time, de Nueva York, leímos en cuanto a la publicación de un libro, The Secular Meaning of the Gospel (El significado secular del Evangelio) de un joven teólogo de la Iglesia Episcopal.[1]

Se trata de Paul Van Burén, miembro del personal docente del Seminario Episcopal del Sudoeste, de Tejas, Estados Unidos.

Este autor analiza la declaración del Concilio de Calcedonia (año 451) que sostuvo que Jesús era al mismo tiempo hombre y el divino Hijo de Dios. Luego arguye que el “hombre moderno no entiende ni acepta la noción de lo divino”.[2] Por eso, añade que la iglesia debe hallar un equivalente lógico pero no sobrenatural de lo que trataron de expresar los teólogos de Calcedonia.

Van Burén sugiere que una forma eficaz de referirse a Jesús hoy día sería llamarlo “un hombre notablemente libre”. El adjetivo “libre” le suena muy bien al autor pues afirma que concuerda con una aspiración muy en boga en nuestros días y con lo que él ve en la actitud de Cristo, es decir su independencia de criterio y conducta frente a sus padres, hermanos, frente a las enseñanzas rabínicas y su menosprecio por la ley judaica. (Nosotros añadimos que ese “menosprecio” sólo se refirió a las exageraciones de los fariseos que habían convertido las órdenes y los requisitos divinos en un verdadero yugo, como en el caso de la forma farisaica de observar el sábado).

Según este nuevo concepto, después de la resurrección, los apóstoles proclamaron al hombre Jesús como el Salvador resucitado y el Hijo de Dios. Afirma Van Burén que esas palabras fueron un intento de describir el nuevo concepto que los apóstoles tenían de Jesús, en un lenguaje apropiado a una era cuando “se veía a Dios en cada árbol”.[3]

¿Cómo expresar esto en lenguaje moderno? Van Burén contesta que, después de la resurrección, los discípulos súbitamente poseyeron algo de esa peculiar y “contagiosa” libertad que tenía Jesús. “Por lo tanto, al referir la historia de Jesús de Nazaret, la contaban como el relato de un hombre que los había libertado. Tal era la historia que proclamaban como el Evangelio para todos los hombres” enseña este teólogo episcopal. Añade este autor que a lo largo de la historia ha habido otros millones para los cuales el reconocer que “Jesús es el Señor” significa que “la libertad de Jesús es contagiosa y eso se ha convertido en el criterio dominante para su vida pública y privada”.

Van Burén termina diciendo que el cristianismo tendrá que despojarse “de sus elementos sobrenaturales” a fin de que pueda ser aceptado otra vez, así como la alquimia  medioeval tuvo que abandonar sus pretensiones místicas hasta llegar a ser la útil ciencia química moderna.

Comentamos

Es una lástima y un tremendo perjuicio para la fe genuina el que existan dentro del cristianismo esta clase de expositores que desacreditan las enseñanzas bíblicas. Nos hacen recordar a Himeneo y Fileto, de los días de San Pablo, cuya palabra carcomía “como gangrena” (2 Tim. 2:17).

Hay todavía dentro del protestantismo eruditos y tenaces defensores de la fe cristiana que se esfuerzan por preservar la integridad, realidad y validez de las aseveraciones de la Biblia. Sin embargo, cada vez es más cierto que “se ha despojado a la Biblia de su poder, y los resultados se ven en una disminución del tono de la vida espiritual. En los sermones de muchos púlpitos de nuestros días no se nota esa divina manifestación que despierta la conciencia y vivifica el alma. Los oyentes no pueden decir: ‘¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?’… Que la Palabra de Dios hable a la gente. Que los que han escuchado sólo tradiciones, teorías y máximas humanas, oigan la voz de Aquel cuya palabra puede renovar el alma para vida eterna” (Palabras de Vida del Gran Maestro, pág. 25).

Aunque dentro del protestantismo muchos apostaten “de la fe” (1 Tim. 4:1), “el resto de la descendencia de ella [de la mujer símbolo de la iglesia de Dios], los que guardan los mandamientos de Dios [reconocen y sostienen la vigencia inmutable del Decálogo] y tienen el testimonio de Jesucristo [la instrucción proveniente del espíritu de profecía]” (Apoc. 12:17) deben aferrarse a las verdades bíblicas para preservar incólume su fe y dar un mensaje de esperanza a los que están afectados por el espíritu de la Babilonia moderna. Ojalá cada adventista cumpla lealmente con esta sagrada misión.


[1] En Estados Unidos, recibe el nombre de Iglesia Episcopal el cuerpo religioso que está organizado según los lineamientos de la Iglesia Anglicana. Es la prolongación en el Nuevo Mundo del anglicanismo europeo.

[2] Se advierte el prejuicio de Van Burén al generalizar de esta manera. Hay muchos millones de hombres “modernos” que aceptan y reconocen la noción y existencia de lo divino. Hoy, como en los días de San Pablo, “las cosas invisibles de él [de Dios] su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles, siendo entendidas por medio de las cosas hechas” (Rom. 1:20). Y no sólo eso, sino que la revelación de Dios en la Biblia es comprendida, aceptada y difundida por los que tienen sobrados motivos para tener fe en la inspiración de las Escrituras.

[3] Es verdad que los paganos cayeron en múltiples errores que los indujeron a divinizar

a los seres de la naturaleza. Sin embargo, también es cierto que los discípulos de Cristo no fueron crédulos. Se aferraban al testimonio de los que habían oído, visto con sus propios ojos, contemplado y palpado “tocante al Verbo de vida” (1 Juan 1:1). El Cristo resucitado fue predicado por quienes estuvieron dispuestos a dar su vida en apoyo de su testimonio. Los cristianos de la primera hora no fueron ignorantes que siguieron “fábulas artificiosas” (2 Ped. 1:16), sino elocuentes defensores de una fe y una doctrina que podían comprobar y demostrar mediante “la palabra profética más segura” (2 Ped. 1:19).

Sobre el autor: Jefe de Redacción de la Casa Editora Sudamericana