Algunos de los momentos mas significativos de la vida pueden vivirse a la sombra de la inminencia de la muerte.

 Creemos que nuestros pastores, médicos, enfermeras e instructores bíblicos apreciarán la lectura de este artículo. El autor, munido de una amplia y valiosa experiencia, aborda con acierto este tema que haya eco en las fibras más íntimas del corazón humano. —N. de la R.

“Este sitio permanecían los peregrinos aguardando la feliz hora de su partida, cuando se divulgó la noticia de que había llegado al pueblo un mensajero de la Ciudad Celestial, con nuevas de gran importancia para una tal Cristiana, viuda de Cristiano el peregrino. Preguntóse por ella, y pronto dieron con la casa en que se alojaba. Entonces el mensajero le entregó una carta, cuyo contenido era el siguiente: ‘¡Salve, buena mujer! Esta es para hacerte saber que el Maestro te llama, y espera que, vestida de inmortalidad, comparecerás ante su presencia dentro del plazo de diez días.’

 “Viendo Cristiana que había llegado su hora, y que había de ser la primera de su compañía que atravesase el río, hizo venir a Gran- Corazón para participarle la nueva. Este le dijo que se alegraba mucho de la noticia, y que hubiera estado contento si el mensajero hubiese venido por él. Cristiana entonces pidióle su consejo con respecto a los debidos preparativos para el viaje. El guía le facilitó todos los informes que necesitaba, añadiendo: ‘Y nosotros que te sobrevivimos, te acompañaremos hasta la orilla.’

 “En seguida, llamando a sus hijos, bendíjolos, diciéndoles que todavía discernía con gran consuelo suyo la señal que se había puesto en sus frentes; que se alegraba mucho de verlos a su lado y de que hubiesen guardado sus vestidos tan blancos. Por fin llegó a los pobres lo poco que tenía, y encareció a sus hijos e hijas estuviesen apercibidos para cuando viniese el mensajero en busca de ellos.”—Bunyan, Juan, “La Peregrina” págs. 184, 185.

 Ciertamente los cristianos modernos no están dispuestos a aceptar la cercanía del fin de su vida terrenal de la manera en que Cristiana, protagonista de la historia de Bunyan, lo hizo. No deseamos enfrentarnos con la realidad de la muerte. No queremos hablar de ella. Y esto es una firme evidencia de que mucha gente no quiere pensar siquiera en ella. Por eso nos valemos de un subterfugio. Nos decimos: “Será mejor que el paciente no se dé cuenta de cuán enfermo está.” Resulta común que, aunque el mejor juicio médico indique que el fin está cerca, se mantenga la pretensión de que si bien es cierto que la situación es grave, no es decididamente crítica. Más de un paciente duerme en la inconsciencia del estado de coma, del cual no se recobrará, y no tendrá la oportunidad de conversar con sus amados. Las despedidas, que son comunes al partir para una corta travesía, a menudo son denegadas a aquel que emprenderá el largo viaje. Existe un despiadado convencionalismo, una conspiración del silencio que hacen dificultoso, si no imposible, que la persona gravemente enferma hable de su deceso inminente.

 Después del servicio fúnebre realizado a la muerte de una señora de 81 años de edad (a quien, por coincidencia, se le había leído la historia de la despedida de Cristiana), se oyó decir a una de sus hijas que habían estado constantemente con ella en los últimos días: “Durante la última semana mamá comenzó a pensar que ya no mejoraría más, pero yo no Ja dejé hablar de ello.” Esa hija pensaba haber hecho una cosa acertada. Esperaba que el hecho de haber sofocado el deseo de su madre de hablar sobre el fin de su vida sería aprobado por sus oyentes. Y hubo, en efecto, muchos movimientos de cabeza aprobatorios, como si su acción hubiera sido a la vez natural y juiciosa.

 Un capellán dijo, al relatar sus experiencias con los moribundos, que el procedimiento aceptado en su hospital era el de nunca dar a entender a los pacientes gravemente enfermos que probablemente se hallaban cerca del fin de su vida. Los doctores del hospital, agregó, nunca indican al paciente que no se ha de recuperar. Se instruye a las enfermeras para que no respondan a las preguntas, o que por lo menos disimulen la gravedad de la enfermedad del que interroga. Y aun se consideraba que el capellán había cometido un error, cuando permitía que los pacientes hablaran de la posibilidad de una muerte cercana.

 Y éstos no son casos aislados o situaciones fuera de lo común. Por el contrario, el empeño que se muestra por no encarar francamente la probabilidad del fin de la existencia terrena, parece ser más una regla que una excepción.

¿Por qué hemos de hablar de ella?

 Parecería que en nuestro tiempo la idea de la inestabilidad de la existencia humana ha penetrado en el pensamiento y en los sentimientos de toda persona. Sabemos que la muerte llega a todos. Por supuesto, cuanto más jóvenes seamos, nos sentiremos más inclinados a pensar que les llegará a los demás y no a nosotros. Pero todos estamos convencidos de que alguna vez nos llegará la hora de morir. Sin embargo este convencimiento ha sido aceptado por la inteligencia y no por los sentimientos. Sabemos que es una verdad, pero teóricamente, no como algo real que se aplica a nosotros también. Quizá esto origine en parte la facilidad con que tratamos de evitar hablar y aun pensar acerca de este asunto.

 ¿Actuamos acertadamente al tratar de evitar tocar el tema del fin de la existencia? ¿Es cierto, como algunos piensan, que el reconocimiento llano del probable desenlace de una enfermedad grave precipita la muerte, que de otro modo no ocurriría? ¿Piensan bien los médicos que sostienen que no debiera decirse a ningún paciente, bajo ninguna circunstancia, que probablemente no se ha de recobrar?

 Es verdad que a muchos enfermos no es necesario decírselo con tales palabras. Tienen un modo sorprendentemente exacto de apreciar la situación. A veces desarrollan voluntariamente un pequeño drama de engaño, haciendo que sus amigos y amados consideren su enfermedad como una contrariedad temporal, mientras al mismo tiempo están íntimamente convencidos de que la muerte está cerca. ¿Nos dejaremos arrastrar nosotros también por este intento de escapar a una de las realidades más solemnes de la vida?

 Una rápida respuesta a este interrogante nos hace volver a la pregunta que encabeza este acápite. ¿Por qué hemos de hablar de ella? ¿Qué se gana con decir a una persona que se encuentra gravemente enferma? Si ha de morir, morirá, y si se restablece, ¿qué ventaja se obtiene con haberle hablado?

 Por supuesto no es posible dar una sola respuesta a estas preguntas. Pero tomemos una historia verídica como ejemplo. Benjamín y Alicia habían convivido durante veintisiete años. Su hijo mayor ya estaba casado y vivía en otra ciudad. Los otros estaban estudiando en el colegio. Alicia enfermó y ya llevaba varias semanas en el hospital de la localidad. Cierto día Benjamín fue a ver al pastor y a descargarle su corazón angustiado. Es muy probable, le dijo, que Alicia no mejore. Los médicos le habían hablado de la situación de ella. “¡Y ella no sabe cuán grave es su enfermedad!” le dijo Benjamín al pastor.

 Poco después el pastor visitó a Alicia, y ella le habló serenamente de su grave enfermedad; le dijo que no experimentaba mejoría y que, de no cambiar las cosas, nunca más se recobraría. ¡Pero estoy un poco triste por Benjamín, él no sabe cuán grave es lo que tengo!”

 La respuesta del pastor fue más o menos ésta: ‘’Todos esperamos que Vd. se recuperará. Sé que los doctores le están proporcionando una atención especial. Pero si Vd. siente esto, ¿por qué no habla con Benjamín acerca de ello? Y si él muestra deseos de hablar sobre este asunto, no lo disuada.” Hablando con Benjamín le hizo casi la misma sugerencia: si Alicia deseaba hablar, no debía desanimarla.

 Dos días más tarde Benjamín relató lo ocurrido, con lágrimas en los ojos pero con el rostro que reflejaba una luz interior. El y Alicia habían revivido su vida juntos. Habían hablado de sus hijos y de las esperanzas que tenían en ellos. Ambos habían evocado los pequeños incidentes, ya tristes o alegres, de sus primeros años. Durante algunos momentos se habían limitado a mantener sus manos unidas sin pronunciar palabra. Ahora Alicia estaba en estado de coma. Parecía no reconocerlo cuando entraba o salía de su cuarto. Pero “habían arreglado todo.”

 No es menester que la muerte sea una calamidad irremediable. A veces, por supuesto, nos aterra o desanima la manera en que abrevia una vida que promete. Pero a menudo llega como la culminación o coronación de una vida bien vivida. En esas circunstancias parece inútil, sino casi cruel, no dar lugar a que la persona haga un recuento de su vida pasada, a que exprese su amor y afecto hacia aquellos que han de quedar en este mundo. Por esto decíamos al principio, que algunos de los momentos más significativos de la vida pueden revivirse a la sombra de la inminencia de la muerte. ¿No debiera, acaso, aceptarse con reverencia esta experiencia, en lugar de considerarla un suceso fuera de lo común?

 Seguramente mucha gente se sorprenderá al ver cuán a menudo aquellos que viven en el valle de la sombra de muerte desean hablar libremente de ese gran acontecimiento que se les aproxima. Una de tales personas era una mujer de edad quien, en las últimas etapas del cáncer, era cuidada en el hogar de su lijo y de su nuera. Los amigos y vecinos la visitaban asiduamente mientras ella reposaba en una cama. Todos deseaban ayudarla de algún modo. Muchos de ellos le dirigían palabras de ánimo—o por lo menos así lo pensaban. Hablaban de lo que haría cuando se repusiera, y trataban de hacerle sentir que la notaban de muy buen semblante, a pesar de que ella tenía y utilizaba un espejo que había sobre la mesita de luz.

 Un ministro llegado de una ciudad distante, informado de la gravedad de su situación, e intuyendo con acierto que ella estaba mejor enterada que ninguno de su condición real, abordó el tema diciéndole: “Bueno, Isabel, tengo entendido que es difícil que Vd. se recupere.” Su respuesta fue instantánea: “¡Oh venga Vd. y siéntese aquí para conversar conmigo! Vd. es la primera persona con quien puedo conversar acerca de ello después de mucho tiempo. Los demás me contaban de lo mucho que podría trabajar en mi jardín esta primavera. Pero para entonces ya no estaré aquí!”

 Luego siguieron hablando de muchas otras cosas relacionadas con sus últimos días. Y sin que nadie la instara a hacerlo comenzó a hablar de las satisfacciones que le habían proporcionado sus hijos; de su pena porque no podría ver crecer a sus nietos; de su esperanza de haber cumplido su misión, y de que sus últimos días se verían libres de responsabilidades. También mencionó sus pensamientos acerca de la vida futura y su temor de que le llegara la muerte antes de estar completamente preparada para afrontarla.

 El pastor le dijo que si ella había vivido valientemente sería muy probable que moriría de la misma manera. Consideraba que sus últimas acciones en este mundo concordaban con las que había realizado durante toda su vida. Sus amigos y amados comprenderían que si lloraba, esas lágrimas darían muestra de su debilitamiento físico. ¿Querría hablar de esas cosas a sus hijos? Sí, lo haría si es que no era demasiado penoso para ellos.

 Cuando los hijos comprendieron el anhelo que ella tenía de hablarles de lo que sentía, resolvieron escucharla, puesto que así lo deseaba. Las últimas semanas que estuvo consciente abundaron en tranquilas satisfacciones tanto para ella como para su familia. Nunca han dejado de agradecer por esos últimos días de intimidad pasados juntos. ¿Hablaremos, entonces, acerca de la muerte?

Sobre el autor: Director Ayudante del Servicio de Capellanes de la Administración de Veteranos, Washington, D. C.