En el capítulo cinco de su primera carta a los Tesalonicenses, Pablo los insta a no apagar el Espíritu, a no menospreciar las profecías, a abstenerse de toda especie de mal, a orar sin cesar, a estar siempre gozosos, y a dar gracias por todo. Esta es una mezcla curiosa, aunque no rara: Elementos trascendentales, como apagar el Espíritu, refiriéndose al pecado imperdonable, se incluyen en la misma lista junto a otros, aparentemente sin importancia, como manifestar gozo. Cuando se refiere a la gratitud —cualidad que se considera comúnmente de poca importancia—, dice expresamente: “Porque ésta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús”. La gratitud, según Pablo, no es sólo una buena costumbre, sino un elemento importantísimo de la vida cristiana y el ministerio.

            Pero, ¿dar gracias por qué? La verdad es que, juzgando fríamente, quien al parecer tenía menos motivos para agradecer era Pablo. En su vida debió enfrentar continua oposición y muchas privaciones. Sin embargo, por lo que escribió y la forma en que actuó, reveló que lo embargaba una profunda gratitud.

            Estaba agradecido a Cristo, a quien llama “don inefable” (2 Cor. 9:15). Esa gratitud se debía a que él lo había hecho apto para participar de la herencia de los santos en luz, lo había librado de la potestad de las tinieblas y le había dado entrada en el reino de Cristo, otorgándole redención y el perdón de sus pecados. (Col. 1:12-14.)

            Estaba agradecido por el honor de ser ministro, de formar parte de esa extraña estirpe de hombres que parecían engañadores, eran desconocidos, estaban moribundos y entristecidos, y eran pobres, pero que en realidad eran veraces, muy conocidos, vivían en plenitud, estaban siempre gozosos y lo poseían todo, lo que les permitía enriquecer a otros. (2 Cor. 6:8-10.) Dice él: “Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio” (1 Tim. 1:12).

            Estaba agradecido por la iglesia, los “hermanos míos amados y deseados”, a quienes llama “gozo y corona mía” (Fil. 4:1); “nuestra gloria y gozo” (1Tes. 2:20). Al pensar en la iglesia, dice: “Debemos siempre dar gracias a Dios por vosotros, hermanos, como es digno, por cuanto vuestra fe va creciendo, y el amor de todos y cada uno de vosotros abunda para con los demás” (2 Tes. 1:3).

            ¡Cuántos motivos tenemos nosotros también para agradecer como ministros! Tenemos el mismo maravilloso Cristo Salvador que Pablo tenía, pertenecemos al mismo ministerio sagrado de la reconciliación a que él pertenecía, y somos pastores de un pueblo abnegado y dedicado como no hay otro en la tierra; un pueblo con limitaciones, como las iglesias de Pablo, pero un pueblo extraordinario.

            Tenemos, además, otras mil razones para agradecer: “Al abrir vuestros ojos por la mañana, dad gracias a Dios por haberos guardado durante la noche. Dadle gracias por la paz con que llena vuestro corazón. Por la mañana, al mediodía y por la noche, suba vuestro agradecimiento hasta el cielo cual dulce perfume” (El Ministerio de Curación, pág. 195).

            Y cuánto bien nos hace la gratitud. Un predicador dijo: “No hay sentimiento, aparte del amor, que reporte tantos beneficios al espíritu humano como la gratitud”. Elena de White agregó: “Nada tiende más a fomentar la salud del cuerpo y del alma que un espíritu de agradecimiento y alabanza” (Id., pág. 194).

            Existen en el mundo dos familias, cada una de las cuales constituye un núcleo indisoluble, pero que son enemigas irreconciliables entre sí. Los miembros de la una son: el amor, la gratitud, el servicio, la consagración, la abnegación, la humildad, la fe, la mansedumbre, el gozo, la paciencia, la cortesía, la lealtad y el espíritu de perdón. El padre de todos ellos es el amor; la madre, es la gratitud. Resulta difícil separar el uno de la otra. Una persona agradecida será cortés y leal; perdonará y tendrá fe, etc.

            La otra familia tiene como padre al egoísmo: “El egoísmo es la esencia de la depravación” (Consejos sobre Mayordomía Cristiana, pág. 27). “El egoísmo es la raíz de todo mal” (El Evangelismo, pág. 459). Y aun cuando no sabemos con exactitud quién es la madre, pensamos que podría ser la ingratitud. Sus hijos son la ambición, el odio, la amargura, la crítica, la envidia, etc.

            En el ministerio puede confundirse el deseo de progreso y eficiencia —que es una virtud—, con la ambición —que es un defecto—. Creemos no equivocarnos al decir que la diferencia entre ambos radica en la existencia o la ausencia de gratitud. La gratitud mata la ambición.

            Un obrero va a una iglesia pequeñita y humilde. Se esfuerza, ora, trabaja y se alegra por la oportunidad de servir. Agradece a Dios, a la asociación y a la iglesia por el apoyo y el honor que le han brindado. Es un obrero realizado y feliz, que será llamado a asumir mayores responsabilidades, aunque no las busque. Pronto estará en una iglesia mayor; el mismo espíritu lo acompañará allí, y, por lo tanto, seguirá disfrutando del ministerio y siendo una bendición por donde vaya.

            Pero otro se siente frustrado por la iglesia pequeña que se le ha asignado; aspira a “mayores alturas”. No ve razones de agradecimiento. Por lo tanto, su ministerio es para él un calvario: el martirio del desconforme, el sufrimiento del frustrado, la amargura del relegado.

            Jonás fue egoísta. Sufrió porque no agradeció el honor de impartir un mensaje tan’ extraordinario, ni por ser ministro, ni por la maravillosa conversión de Nínive. Su espíritu se secó de amargura, como la calabacera de su choza. El riego de la gratitud faltó en su vida.

            La gratitud es también un antídoto contra el odio. “Lo que la vida a la larga nos da, depende de lo que encuentre en nosotros —dijo el Dr. Harry Emmerson Fosdick—. No podré odiar a quien me haga un bien, y finalmente; ¡de todos he recibido algún bien! Por lo tanto, si manifiesto gratitud hacia todos, también recibiré en pago gratitud, servicio y amistad”.

            La gratitud nos fortalece para enfrentar situaciones difíciles. “Cuando la vida se pone dura, la gratitud la suaviza”. Cuando el barco en que Pablo viajaba a Roma estaba a punto de naufragar, la situación era desesperada: “Y no apareciendo ni sol ni estrellas por muchos días, y acosados por una tempestad no pequeña, ya habíamos perdido toda esperanza de salvarnos” (Hech. 27:20). Pablo calmó a los 276 pasajeros que durante catorce días y catorce noches habían padecido sin comer. “Y habiendo dicho esto, tomó el pan y dio gracias a Dios en presencia de todos” (Hech. 27:35).

            Por eso aconseja a la iglesia y a los ministros: “Dad gracias en todo porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús”. No habrá dificultad que pueda amargar al agradecido, ni obstáculo que no suavice la gratitud, ni enemigo que no se transforme en amigo con un “¡Gracias!” pronunciado con amor y sinceridad.

            El año 1977 se va. Miremos hacia atrás. ¿Qué vemos? Sin duda hubo luchas y problemas, pero también infinitas razones para agradecer: Cristo, el ministerio, la iglesia, las providencias divinas, la protección durante el año, y el hecho de que a pesar de las luchas hemos podido sobrevivir con alegría. Agradezcamos a la iglesia por sus bondades, por sus progresos, por su apoyo, por el cariño que nos ha manifestado. Agradezcamos a la familia por lo que significó para nosotros. “Lo que 1978 a la larga nos de, dependerá de lo que encuentre en nosotros”. Entremos a él con gratitud. Esta contribuirá a que 1978 nos de felicidad.

            ¿Tienes motivos de agradecimiento? ¿Has aprendido lecciones, has formado nuevas amistades, has obtenido victorias? ¿Te sientes feliz por conocer a Cristo, por ser ministro, por la iglesia? Agradece a Dios por todo ello; te hará mucho bien. Pero no te olvides de los que, además de Dios, te han ayudado o te han sido de inspiración; agradéceles también. Hazlo, porque “esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús” para tu vida.