El poder transformador del evangelio
A menudo se describe la Biblia como una espada de doble filo, una metáfora profunda que revela su capacidad para penetrar incluso los rincones más ocultos del corazón y la mente humanos. Esta imagen no solo ilustra la precisión con la que la Biblia revela la verdad, sino también su capacidad para exponer y confrontar las áreas ocultas de nuestra vida, trayendo convicción, arrepentimiento y transformación genuina.
La espada de doble filo simboliza la dualidad del poder de la Palabra: hiere para sanar y corta para quitar lo impuro. Así como una espada física puede cortar y separar con precisión, la Palabra de Dios penetra profundamente, dejando al descubierto nuestra verdadera naturaleza y haciendo la obra necesaria para nuestra purificación y santificación. A través de esta acción incisiva, la Biblia no solo nos guía hacia la verdad, sino también nos moldea a imagen de Cristo, operando una transformación interior que es a la vez dolorosa y redentora.
El relato de Hechos 2 presenta en un mismo episodio palabras que duelen, pero que también traen sanidad a quienes las escuchan.
Las impactantes palabras de Pedro
Lucas es el único autor no judío del Nuevo Testamento. Su visión del mundo proporcionó una perspectiva diferente de los acontecimientos. Al escribir Hechos de los apóstoles, enfatizó que el Espíritu Santo es la marca de la misión. Este mismo Espíritu usó el mensaje de Pedro para alcanzar, tocar y convencer los corazones de sus oyentes.
En Hechos 2:37 al 41, encontramos un registro impresionante de la reacción de los oyentes ante la poderosa predicación de Pedro. En el versículo 37, la palabra traducida como “conmovidos” revela un sentimiento conectado con un dolor profundo (gr. katanyssomai). Este término es un hapax legomenon, es decir, una palabra que aparece solo una vez en el Nuevo Testamento.
Este verbo proviene de la raíz griega nysso, que tiene el significado de “traspasar, ser traspasado, aflicción, tormenta, agitar con vehemencia, golpear violentamente”. El mismo término aparece en la Septuaginta para describir la reacción de los hijos de Jacob cuando vinieron del campo y escucharon que Dina, su hermana, había sido violada por Siquem (Gén. 34:7). Es como si les hubieran traspasado el corazón. Este término también aparece en el contexto en el que el soldado romano abrió el costado de Jesús con una lanza, “y en el acto salió sangre y agua” (Juan 19:34).
Por lo tanto, la idea de que el Espíritu Santo golpea el alma de todo aquel que quiere dejarse convencer por su poder tiene mucho sentido. La pregunta de aquellas personas ante el mensaje tenía un tono de desesperación: “Hermanos, ¿qué haremos?” (vers. 37). Es como si este interrogatorio viniera después de una rendición, una especie de “¡manos arriba!”, provocada por un arma en la mano. Elena de White comentó: “Las conversiones que se produjeron en el día de Pentecostés fueron el resultado de esa siembra, la cosecha de la obra de Cristo, que revelaba el poder de su enseñanza. […] Las palabras de los apóstoles eran como saetas agudas del Todopoderoso que convencían a los hombres de su terrible culpa por haber rechazado y crucificado al Señor de gloria” (Los hechos de los apostoles [ACES, 2009], p. 37).
El poder de la Palabra
En la Carta a los Hebreos, el apóstol Pablo presenta la Palabra de Dios como “viva y eficaz, más cortante que cualquier espada de dos filos” (Heb. 4:12). El autor inspirado concluye que la Escritura es “eficaz”, lo que en el texto original (gr. energēs) indica el significado de “poderosa, activa, que produce el resultado debido”. Señala que “penetra” o “perfora” (gr. diiknoumenos), que puede significar “atravesar algo venciendo resistencias”, y “discierne” o “divide” (gr. merismos) con tal precisión que es capaz de separar partes aparentemente inseparables.
Al comentar este texto, el teólogo Mathew Henry afirmó: “Los hábitos pecaminosos que se han vuelto naturales para el alma, que se han arraigado profundamente en ella y que, en cierto sentido, se han vuelto uno con ella, son separados y cortados por esa espada” (Matthew Henry’s Commentary on the Whole Bible [Hendrickson, 1994], p. 2386). Elena de White está de acuerdo con esta idea cuando afirma: “Los hábitos pecaminosos naturales para el hombre están entretejidos en la práctica diaria. Pero la Palabra corta y desecha la concupiscencia, discierne los pensamientos y las intenciones de la mente. Divide las coyunturas y los tuétanos, quitando los deseos de la carne, haciendo que los hombres estén dispuestos a sufrir por su Señor” (Dios nos cuida [ACES, 1991], p. 146).
Cuando estudiamos Hechos 2, a menudo nos centramos en los grandiosos resultados del sermón de Pedro, corriendo el riesgo de ignorar el contenido de su discurso. Sin embargo, un análisis cuidadoso revela un mensaje profundo y relevante.
Es posible que este capítulo esté relacionado con la narración de la torre de Babel descrita en Génesis 11. En ese momento, solo había “una sola lengua y unas mismas palabras” (vers. 1). Sin embargo, después del Diluvio la humanidad comenzó a afrentar la autoridad divina, por lo que el Señor descendió y confundió el lenguaje de los constructores de las torres, provocando precisamente lo que ellos no querían: la dispersión sobre la superficie de la Tierra.
En Hechos 2, personas de diferentes naciones y que hablaban idiomas distintos fueron a Jerusalén. A diferencia de lo que ocurrió en Babel (confusión y dispersión), hubo entendimiento y unificación después del descenso del Espíritu Santo. Por lo tanto, ¡Dios descendió en Pentecostés no para confundir, sino para aclarar! El Espíritu Santo usó a los discípulos para predicar la Palabra en los idiomas de las personas que participaban en la fiesta (Hech. 2:8). Lo que Lucas sugiere, entonces, es que la proclamación del evangelio provocó una reversión de los resultados de la Torre de Babel. En Hechos 2 tenemos la inauguración de este proceso; y en Apocalipsis 20 al 22, su consumación.
En su sermón descrito en Hechos 2, Pedro cuenta la historia de Israel y muestra cómo esa historia converge en Jesús: él es el Mesías prometido por los profetas. Luego, Pedro usa la teología del Pacto para mostrar el cumplimiento de todas las promesas de los pactos del Antiguo Testamento, que anunciaban que Cristo finalmente se sentaría en el trono de David, cumpliendo las palabras de 2 Samuel 7.
Fue este sermón de Pedro, afirmando el reino de Cristo en el Cielo, el que desgarró los corazones de la gente. Habían viajado a Jerusalén para participar en otra fiesta religiosa, ¡pero descubrieron que hay un Rey, y él reina! Y la señal en la Tierra de que este Rey gobierna en el Cielo es el derramamiento del Espíritu Santo: “Así, exaltado hasta la diestra de Dios, recibió del Padre la promesa del Espíritu Santo, y ha derramado esto que ahora ustedes ven y oyen” (Hech. 2:33). El mismo Jesús que fue crucificado y resucitó es el gran Rey del Universo.
Fue este mensaje el que traspasó los corazones de esas personas. Después de escuchar el sermón, estaban ansiosos por que la herida causada por lo que acababan de escuchar fuera sanada. Y la cura vendría precisamente de la misma arma que los hirió. Esta es una paradoja interesante: la Biblia es la única arma que, lanzada contra un muerto, puede devolverle la vida.
Sanación a través de la Palabra
Ningún corazón herido debe quedar abandonado a su suerte. Frente a aquel inmenso grupo de oyentes, ahora con el corazón traspasado por la Palabra de Dios, era necesario presentar alguna solución. El Espíritu Santo nuevamente usó al apóstol Pedro para decir: “Arrepiéntanse, y sea bautizado cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados. Y recibirán el don del Espíritu Santo” (Hech. 2:38). Pedro dejó claro que sus oyentes también podrían recibir lo que él y los demás discípulos ya tenían. Como resultado de este poderoso llamamiento, ese día se bautizaron unas tres mil personas (vers. 41). ¡Es impresionante ver lo que es capaz de hacer una predicación basada en la Biblia, impartida por alguien lleno del Espíritu Santo!
Es notable que Pedro mencione cuatro acciones directas e indirectas: (1) “Arrepiéntanse” (implica participación humana); (2) “sea bautizado cada uno de ustedes” (rito que significa la liberación del pecado); (3) “para perdón de sus pecados” (acción divina); y (4) “recibirán el don del Espíritu Santo” (el sellado y la confirmación de la fe). De esta manera, esos nuevos creyentes serían identificados públicamente con su Mesías y Salvador.
La fractura en el alma causada por la predicación apostólica revela mucho de lo que cada individuo genuinamente convertido necesita experimentar. Las acciones del Espíritu Santo causan malestar en la vida, en el sentido de sacar a la persona de su zona de confort y conducirla al ideal divino, lo que naturalmente puede causar dolor, pero también traerá la curación necesaria para la salvación eterna. Como señala Timothy Keller, “un buen sermón no es un garrote para imponer la voluntad sino una espada que corta el corazón” (Preaching: Communicating faith in an age of skepticism [Viking, 2015], p. 21).
Podemos afirmar que, si las palabras humanas tienen poder, el impacto que causa la Palabra de Dios es infinitamente mayor. En un mundo donde a menudo recibimos palabras que traumatizan, lastiman y oprimen, es reconfortante saber que hay palabras capaces de traer “dolor curativo”. Como dijo Agustín de Hipona: “Has herido mi corazón con tu Palabra. Desde entonces te he amado”.
El evangelio puro y simple hace una obra completa de consternación y transformación. El dolor que causa el mensaje de la Cruz trae sanación al alma que se entrega a los pies de Cristo. Este evangelio provoca una tristeza que lleva al arrepentimiento (cf. 2 Cor. 7:10), provocando un impacto profundo y transformador en el corazón del ser humano, cuyo alcance es difícil de comprender plenamente.
Los apóstoles tuvieron tanto éxito en la predicación que en apenas cincuenta años el cristianismo se había establecido por todo el mundo conocido de la época (Col. 1:23). ¿Cuál fue el secreto de este éxito? La respuesta es un ministerio de proclamación de la Palabra de Dios dirigido por el Espíritu Santo. Aunque reconocemos que la transformación es una obra divina, estamos llamados a unirnos a él en la misión de predicar y salvar.
A pesar de las grandes diferencias culturales y generacionales en la sociedad actual, el mensaje de salvación continúa con el mismo propósito: guiar a las personas en un urgente proceso de transformación. Hoy es tiempo de experimentar profundamente el poder del evangelio, e igualmente, participar en la obra de transmitirlo a las multitudes que aún necesitan escuchar y ser impactados por el poder sanador de la Palabra de Dios. ¿Aceptas esta invitación?
Sobre el autor: Joabe Soares es pastor en Salvador, Bahia, Brasil. Moisés Soares es pastor en Fortaleza, Ceará, Brasil.