“En este tiempo cuando un hombre puede salir al espacio y circundar el mundo, ¡cuánto más significativo es ver a todo el mundo girando alrededor de un hombre: el papa Juan XXIII!” Esta declaración de Fulton J. Sheen, obispo de Nueva York, señala el lugar vital que el Segundo Concilio Vaticano tiene en la mente del clero católico. Tal vez ningún acontecimiento ocurrido en los dos últimos siglos ha inflamado tanto la imaginación del mundo religioso como lo ha hecho este importante concilio realizado en la ciudad de Roma. Y nosotros, como heraldos del gran mensaje profético de Dios no debemos dejar de discernir su significación.
Los adventistas, durante más de un siglo, hemos estado predicando que el papado reasumiría el liderazgo mundial y se convertiría en una influencia dominante entre las naciones. Pudimos hacerlo gracias a la clara palabra profética. Hoy, ante nuestros propios ojos, están ocurriendo aquellas cosas predichas por nuestros padres.
Roma, la ciudad que en la antigüedad fue el escenario de la notable unión del cristianismo y el paganismo, siempre ha atraído el interés de los estudiantes de historia. Hace poco realicé mi décima visita a esa ciudad. La visité por primera vez en 1930. La impresión recibida entonces nunca se ha borrado de mi mente. Entonces Mussolini comenzaba a adquirir prominencia mundial, no sólo como el hombre fuerte de Italia sino también como una figura dominante en Europa. Justamente un año antes de mi llegada a Roma, él había desempeñado un papel importante en la creación del estado del Vaticano, con lo cual le devolvió a la Santa Sede el poder soberano que había tenido, y puso fin al prolongado pero voluntario confinamiento de los papas.
La Iglesia Católica, durante más de un siglo y medio había venido experimentando una serie de humillaciones; la más grande, por cierto, ocurrió en el tiempo del papa Pío VI, cuando fue llevado prisionero en 1798 y murió en el exilio. Tendemos a considerar éste de más importancia que otros acontecimientos, porque señala el comienzo del “tiempo del fin” en nuestro sistema de interpretación profética. Sin embargo, sucesos subsiguientes produjeron cambios mayores aún. En 1860 se confiscó la mayor parte de las posesiones papales, y se dejó a la iglesia prácticamente con nada más que Roma. Pero estaba destinada a sufrir aún mayores pérdidas. Cuando Garibaldi unificó a Italia, la última posesión papal, la ciudad de Roma, también le fue quitada. Además, se sostiene que se confiscó el noventa por ciento de los edificios de la iglesia, que pasó a ser propiedad del estado italiano. Era un escenario por cierto bien extraño para la convocación de un gran concilio de la iglesia. Pero en 1870, Paulo III convocó el Primer Concilio Vaticano.
La iglesia no había celebrado otro concilio desde el de Trento, en el siglo XVI. El papado había sido gravemente herido por la predicación de los reformadores protestantes que utilizaron la Palabra de Dios. La interpretación que los reformadores hacían de la Biblia, su insistencia en que únicamente la fe era suficiente para la salvación, su declaración de que el “papa era el anticristo” y de que muchas de sus doctrinas eran solamente “cuentos de viejas”, constituyeron un golpe demoledor. Si la iglesia quería sobrevivir, tenía que dar una respuesta. Hasta entonces la doctrina católica no había sido bien definida. Por lo tanto era indispensable realizar alguna convocación para hacer frente a los asaltos de esos valientes predicadores. Así fue como los obispos fueron convocados a Trento, ciudad limítrofe. El papa estaba deseoso de aclarar las enseñanzas de la iglesia y de hacer frente a los ataques del protestantismo. Por lo tanto, el concilio debía de ser una contrareforma. Otro aporte importante del concilio fue la afirmación del primado del papa. Esto era vital. De modo que, siguiendo las instrucciones conciliares, Paulo III preparó un Índice de Libros Prohibidos. Ese concilio del siglo XVI pudo celebrarse en cualquiera de unos doce lugares posibles. Pero trescientos años después, cuando Pío IX quiso convocar un concilio había un solo lugar donde podía reunirse: el Vaticano, porque no había otro sitio para residencia del papa. Entonces, fue tan sólo natural que se lo llamara el Primer Concilio Vaticano. Los obispos se reunieron en la Catedral de San Pedro, en Roma, tal como en el Segundo Concilio Vaticano. Sin embargo, actualmente se ha hecho más ruido que en 1870 en torno al concilio.
De aquella reunión celebrada hace casi un siglo surgieron muchas cosas. La más importante fue la proclamación del dogma de la infalibilidad papal, lo cual significa, en pocas palabras, que cuando el papa habla ex cathedra en su investidura de “Vicario de Cristo”, sus palabras tienen la misma autoridad que si hubieran sido pronunciadas por Cristo mismo. No todos los obispos estuvieron de acuerdo con esto. Asistieron entre 700 y 800 miembros, pero sólo 533 votaron sobre el tema. Sin embargo, para no dar la impresión de falta de unidad, unos 60 o más obispos del grupo de opositores abandonaron el concilio antes de que se realizara la votación.
Eso ocurrió en el mes de julio. Justamente al día siguiente de la votación se inició la guerra franco-prusiana, y eso puso un rápido fin al concilio, porque Europa quedó sumida en el conflicto bélico.
En los primeros meses de esa guerra, el estado papal de Roma fue invadido por el ejército italiano, con lo cual se puso fin a la soberanía temporal del papa. El mismo que pocas semanas antes había presidido el gran concilio de la iglesia, ahora se convirtió en un “prisionero voluntario” en el Vaticano. Así fue como la Iglesia Católica, bajo el papa Pío XI, fue despojada de prácticamente todas sus posesiones terrenales. Sin embargo, de inmediato inició la tarea de reeducar al mundo. Uno de los planes trazados para lograr este propósito fue la celebración de una serie de congresos eucarísticos en muchos países. Así la iglesia le demostraría a la gente del mundo que se estaba fortaleciendo en poder y gloria.
Personalmente asistí a uno de esos congresos eucarísticos celebrado en Sydney (Australia), en 1928. El impacto de ese espectáculo sobre el pueblo en general fue enorme. Eso ocurrió menos de un año antes de la firma del concordato en Roma que de nuevo convirtió en rey al papa.
Cuando Mussolini subió al poder en 1922 lo hizo por invitación del rey Víctor Manuel II. Cuando entró en Roma con sus “camisas negras”, comenzó una nueva era en la historia italiana. Cuando comenzó su carrera como II Duce, podía llamárselo ateo. En uno de sus primeros discursos dijo: “Mi padre era un herrero, y doblaba hierro; yo doblaré las voluntades de los hombres”. Luego, para dar más énfasis, añadió: “Es la sangre la que hace girar las ruedas de la historia”. Su madre fue una maestra de escuela que guiaba las mentes de los niños. Pero su hijo estaba destinado a guiar el pensamiento de toda una nación.
Al comienzo desdeñó a la iglesia quitando las cruces de los edificios públicos. Pero descubrió rápidamente que si quería captar la confianza del pueblo italiano, debía Realizar alguna alianza con el papado. Por lo tanto cambió de táctica, y pronto los cardenales lo saludaban en las calles. En 1929 ya se había afirmado el terreno para la celebración de uno de los concordatos más significativos de la historia. Cuando él y el cardenal Gaspari firmaron el importante documento el 11 de febrero de ese año, se había dado un paso largo y visible en la recuperación de la iglesia.
Esto ocurrió en el Palacio de Letrán, frente a la Iglesia de San Juan de Letrán, una de las iglesias más históricas de Roma, donde fue bautizado Constantino. Este hecho suscitó el interés del mundo, y los periodistas acudieron de todos los países. No todos pudieron presenciar la escena misma, porque aunque la sala era grande, no había suficiente lugar para toda la gente. Sin embargo, un periodista oficial del Vaticano registró fielmente los importantes acontecimientos. Cuando terminaron los preliminares y los hombres levantaron sus plumas para firmar el concordato, ésta fue la noticia que circuló por el mundo: “Ahora estamos presenciando el movimiento de estas dos plumas, cuya tinta curará la herida de 59 años”. Estas palabras son significativas, especialmente consideradas a la luz de Apocalipsis 13:3. Por lo menos en cierta medida la herida fue curada, porque el papa era ahora un soberano, un rey entre los reyes del mundo, además de ser la cabeza del reino espiritual.
Cuando el papa fue tomado prisionero en 1798, muchos historiadores seculares manifestaron su creencia de que el papado había terminado para siempre. Mientras estuve en Londres, hace unos 30 años, tuve ocasión de investigar acerca de esto, y quedé profundamente impresionado por el dogmatismo de la mayor parte de los escritores de libros y periódicos de aquel tiempo. “Este poder dominante no se levantará nunca más”, se decía con énfasis en todas partes. Sin embargo, había otros que escribían justamente lo opuesto. Estos eran los estudiosos de las profecías. Declaraban que aunque el papado había recibido un tremendo golpe, volvería a surgir del polvo y las cenizas de la derrota y ocuparía un lugar entre los grandes dirigentes mundiales. No vacilaron en su declaración. Y fundaron sus conclusiones en las profecías de Daniel y Apocalipsis. “La herida de muerte será curada”, declararon, y entonces “todo el mundo se maravillará en pos de la bestia”.
Lo que parecía imposible desde el punto de vista de los historiadores, era claramente evidente para los ojos de los predicadores de las profecías. “Tenemos la palabra profética más permanente”, declararon. Y cuán admirablemente se cumplió la profecía.
No podemos dejar de considerar lo que ha ocurrido desde 1798. Notemos tan sólo unos pocos acontecimientos. La iglesia proclamó su dogma de la Inmaculada Concepción en 1854, declarando que también María había nacido sin pecado. Luego, en 1870, en un momento de abrumadora derrota, proclamó su dogma de la infalibilidad papal. Al mismo tiempo inauguró los congresos eucarísticos. Luego en 1929, la herida papal fue curada con la intervención de Mussolini y el cardenal Gaspari. En 1950 lanzó su dogma de la Ascensión de María. Hay otros conceptos relacionados con la Virgen María que están en proceso de clarificación, tales como “María nuestra Co-Redentora”, y “María nuestra Mediadora o Intercesora”. Podrían proclamarse como dogma en este mismo concilio. Otro paso vital dado en la recuperación del catolicismo romano es este Segundo Concilio Vaticano, 1962- 1963, en el que no sólo 750 obispos o menos asisten como en 1870, sino más de 2.600 obispos y 100 cardenales.
Todavía más significativo es esto: que mientras la posición histórica de la Iglesia Católica desde la Reforma ha sido denunciar al protestantismo, la actitud actual es facilitar a “estos hermanos en Cristo” la entrada en alguna clase de comunión con ellos. Esta nueva actitud manifestada enfáticamente por Juan XXIII busca la unidad cristiana.
Muy poco después del anuncio concerniente al futuro concilio, el papa dijo: “No queremos iniciar un juicio histórico, no queremos mostrar quién tenía razón y quién estaba equivocado; la responsabilidad está dividida. Solamente queremos decir: ‘Unámonos y pongamos fin a estas divisiones’ ”.
En su primer mensaje radiodifundido, su actitud de reconciliación se manifestó en estas palabras: “A los que están separados de esta Sede apostólica, abrimos amorosamente el corazón y los brazos”. Y éste es el espíritu que ahora mismo impera en Roma. Nunca, desde el siglo XVI, los que disienten con Roma habían tenido la oportunidad de participar en ninguno de los concilios de la iglesia. Pero actualmente hay un cambio, porque en Roma hay muchos observadores protestantes oficiales, quienes, aunque no participan directamente de las discusiones, sin embargo se les permite permanecer presentes mientras se desarrollan las deliberaciones. En esta forma “se les permite compartir todos los secretos y rastrear los diferentes pensamientos en el catolicismo”. Esta nueva actitud es notoria, y muchos la consideran como “una importante realización ecuménica”. Además, se realizan importantes intercambios, aun de conceptos teológicos, entre estos observadores oficiales y los intérpretes católicos romanos.
Cuando el Dr. Cullman, de la Iglesia Evangélica Suiza y profesor de teología del seminario de renombre mundial de la ciudad de Basilea, hizo su presentación ante los periodistas y otras personas, esto señaló un punto importante en las interrelaciones. Asistí a esta importante reunión en compañía del Dr. Rossi, director de libertad religiosa de la Unión Italiana. Había presentes muchos obispos. Había tanta gente que casi no había lugar para estar de pie. El Dr. Cullman expresó al secretario y al concilio en general el aprecio de los observadores por la cortesía y la hospitalidad que recibían constantemente.
“Han hecho todo lo posible —dijo— para permitirnos seguir las sesiones del concilio, para dar a conocer nuestros puntos de vista y entrar en contacto con los padres conciliares y otras personalidades de Roma”. Y para permitirles participar en todo a los observadores protestantes, el Dr. Cullman siguió diciendo cómo “el secretariado ha colocado bondadosamente a nuestra disposición un equipo de traductores que son completamente abnegados en su infatigable tarea de traducir y resumir para nosotros las disertaciones en latín de los padres conciliares, vertiéndolas al francés, alemán, inglés y ruso”.
Luego añadió: “Los observadores hemos quedado sorprendidos al ver la libertad con que los padres conciliares expresan sus opiniones… Tenemos la más completa libertad de manifestar nuestras ideas y críticas. En esta forma podemos participar exteriormente en el concilio. Esta discusiones comienzan y terminan con oración en conjunto, y en su mayor parte son muy fructíferas… El hecho de que se puedan tener discusiones en forma tan abierta y fraternal, y al borde del concilio, debe considerarse un elemento muy positivo y merece una mención especial de parte de cualquier futuro historiador del Segundo Concilio Vaticano”.
Después de manifestar aprecio por esta libertad y hospitalidad, este erudito concluyó diciendo: “Esperamos que las decisiones del concilio, de las que todavía no sabemos nada, estén inspiradas en la Biblia. No digo esto porque soy un exégeta y me intereso particularmente en la Biblia, sino porque es un hecho el que el diálogo haya comenzado entre exégetas. Actualmente se ha extendido a todos los teólogos. Nuestra esperanza es que no sólo será interpretado por este concilio sino intensificado y facilitado”.
Cuál será el resultado final de este Segundo Concilio Vaticano, resulta difícil predecir en este momento, porque, tal como ocurre en los círculos protestantes, también hay grupos liberales y ortodoxos en el catolicismo romano; los primeros se aferran a la interpretación absoluta y literal de la Palabra, y los segundos se inclinan a la interpretación alegórica o aun a la así llamada interpretación científica. Pero cualquiera sea el veredicto final del concilio, una cosa es segura: esta gran convocación celebrada en Roma, que está asumiendo un papel ecuménico tan importante, ocupará un lugar destacado en el establecimiento final de la religión mundial justamente antes del regreso glorioso de nuestro Salvador.
El rápido desarrollo de los acontecimientos nos dice que nos acercamos a ese tiempo cuando todo el mundo se “maravillará en pos de la bestia”. Cuando Juan en visión vio la plena recuperación de este poder que había recibido una “herida de muerte”, dijo: “Se maravilló toda la tierra en pos de la bestia” (Apoc. 13:3).
Habiendo sido llamados por Dios para preparar a un pueblo para que permanezca firme en la gran crisis que se avecina, debemos comprender la importancia de los acontecimientos que en este momento están ocurriendo en el mundo. Pronto los habitantes de todas las naciones se verán compelidos a manifestar su posición, porque se aprobarán leyes en un país tras otro, y probablemente bajo el pretexto de un movimiento en pro de la paz mundial que no encuentre oposición y no deje lugar para la libertad personal. Los que decidan adorar únicamente a Dios, como los tres hebreos de la antigüedad, probablemente se verán frente a un decreto de muerte.
A fin de preparar a un pueblo para que permanezca sin avergonzarse en esa crisis, Dios envía su “Evangelio eterno” a todos los confines de la tierra. Hemos sido llamados como pueblo para anunciar ese mensaje. La profecía indica claramente nuestro papel en el futuro cercano. Pero si queremos ayudar a nuestro pueblo a estar firme entonces, debemos ayudarle a ver el significado de los acontecimientos de 1963 y de los años subsiguientes. Como predicadores de la Palabra profética, necesitamos tener claridad de visión y valor para afirmar nuestras convicciones. Nunca fue tiempo alguno tan propicio para la proclamación de la verdad que liberta a los hombres. Hemos venido al reino para un tiempo como éste.
Sobre el autor: Presidente de la Asociación Ministerial de la Asociación General.